El rechazo generalizado de crítica y público USA a Bienvenidos a Marwen, la nueva apuesta del ahora ninguneado Robert Zemeckis, resulta totalmente comprensible. El director de Regreso al futuro y Forrest Gump, ninguneado como corresponde pese a su dominio técnico y limpieza narrativa, ha filmado un verdadero experimento en clave de cine comercial, lo bastante entrañable para resultar apta para todos los públicos, lo bastante clásica para que sea acusada de cursi y lo suficientemente marciana para que el público mayoritario habituado a las franquicias le vuelva la espalda. El filme tiene una dosis de oscuridad compatible con los buenos sentimientos que lo sitúan en una peligrosa tierra de nadie (comercial).
Bienvenidos a Marwen, basada en la historia real del fotógrafo Mark Hogancamp (encarnado aquí por un apropiado Steve Carell, tomando el relevo del tipo de papeles que acometerían Tom Hanks o Robin Williams) se rige según los dictados de la denominada feel good movie americana, un tipo de cine apoyado en la mayoría de los casos en historias de superación optimistas y que existe desde que Hollywood es Hollywood. La de esta película, en tiempos de escepticismo y reivindicaciones sociales de esos que en Twitter llevan siempre el mentón alto, es de esas que sin duda no tocaba hacer en este momento (el protagonista, en efecto, no deja de ser otro de esos «privilegiados hombres blancos» que hay que acallar a toda costa).
Hogancamp era, y es, un extravagante ilustrador que gustaba de calzar zapatos de tacón y que fue golpeado hasta casi el borde de la muerte por una banda neonazi. Tras varios días en coma, Hogancamp perdió casi todos sus recuerdos y su habilidad para dibujar y decidió construir una ciudad en miniatura de la II Guerra Mundial, poblada, además de por él mismo (retratado como un incólume héroe americano) por Barbies que recuerdan sospechosamente a las mujeres de la vida de Hogancamp…
Bienvenidos a Marwen es, en primer lugar, el relato a caballo entre la realidad y la imaginación de cómo un hombre sensible y extravagante gestiona la violencia y el trauma. Pero el filme no se queda ahí, en el planito retrato psicológico de un biopic al uso, y de forma meridianamente clara escarba en el modo de procesar la realidad de un artista por encima de concepciones políticamente correctas, otorgando al filme un hondo significado artístico que escapa de todo prejuicio social. Hogancamp mostraba en sus escenografías miniaturizadas sketches entre lo pulp y lo naíf, violentas secuencias de tortura nazi y otras de evidente carga sexual, y la película las visualiza en toda su pureza como elaboradas secuencias de animación tan del gusto de Zemeckis, director que en Beowulf (por cierto, filme infravalorado donde los haya) o The Polar Express experimentó con las posiblidades de la imagen digital con planos secuencia asombrosos. La mezcla de géneros que aporta esta decisión a lo que de otra manera sería un melodrama peligrosamente telefilmesco (pese a la prodigiosa cámara de Zemeckis, sutil en cada encuadre en panorámico) es asombrosa, convirtiendo Bienvenidos a Marwen en un extraño híbrido de melodrama, comedia negra y cine de aventuras de serie B.
Como corresponde a tiempos de intolerancia tuitera, la peculiar imaginación de Hogancamp, pródiga en fantasías eróticas masculinas, ha sido tachada de machista y violenta. Lo es, sin lugar a dudas. Pero resulta admirable la cabriola narrativa, y políticamente incorrecta, de un Zemeckis dispuesto ante todo a contar una historia positiva que reivindica lo diferente. El filme puede presumir de tantos momentos asombrosos que resulta imposible menospreciarlo a un nivel técnico: atención a cuando Mark, en la tienda de maquetas, ve en la televisión a sus agresores, momento en el que Zemeckis hace la transición a la fantasía delante de nuestras narices, mediante un simple corte de montaje, con la ayuda de su músico habitual, Alan Silvestri, y sin mayores e innecesarias explicaciones (en otras apenas usará un movimiento de cámara que nos introduce en la acción en miniatura). Todo con una sencillez y sentido de la fantasía y la aventura similar a la que Richard Donner usó en Superman, con Christopher Reeve convirtiendo a su Clark Kent en Superman, de hombre real a superhombre de fantasía, simplemente quitándose las gafas y modificando su actitud ante la cámara. Sin duda, una capacidad reservada solo a aquellos creadores que van más allá de las apariencias.
Una pena que Bienvenidos a Marwen se pierda en la cartelera, cosa que ocurrirá con total y absoluta seguridad, cuando precisamente se trata de uno de los relatos más poéticos y emotivos de esa masculinidad en evidente crisis plasmados en pantalla. Se trata de una película que apuesta por la ficción para contar la realidad, una realidad que no tiene que ser colectiva, sino íntima y personal, y lo hace de forma tierna y sin cargar sobre las espaldas del espectador los errores de los protagonistas. Paradójicamente, la aventura adopta la forma de un historia para todos los públicos y en esa misma medida resulta emotiva, entretetenida… y rara. Es la grandeza de un director que aúna lo comercial y lo introspectivo, y que se permite incluso autohomenajearse a sí mismo de una manera totalmente desmitificadora pero, a la vez, épica (el uso de su mayor icono, el DeLorean de Regreso al futuro, está muy lejos de resultar complaciente con los fans de los ochenta…).
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