Día soleado, colas, sonrisas, la estilográfica sin parar; ventas, muchas ventas y, claro está, fotos para inmortalizar el momento… El sueño de muchos autores recién publicados y que van a pisar en unos días, por primera vez, la arena de los libros. Si el mes de marzo es considerado el mes de la Mujer, el de abril es el mes del Libro, con Sant Jordi y el arranque de muchas Ferias. Para algunos, la Meca de sus ilusiones literarias.
Unos están nerviosos ante su primer paseíllo de las letras, el que les llevará a acomodarse en la caseta del librero que ha tenido a bien pedirles que vayan a firmar. ¡A firmar! Como esos autores a los que admiran y esperan alcanzar muy pronto. Para estos neófitos se repite esa mezcla de ilusión e incertidumbre que sintieron ante la presentación de su opera prima, ese hormigueo de hambre sin ganas de comer, de orgullo asustado. Otros tienen claro que ha llegado su momento, su salto a la fama, el lugar que merecen. Entrarán pisando fuerte, mirando a un lado y a otro a la espera de un gesto de reconocimiento. Y muchos temen ser invisibles entre tanto libro, tanto autor consagrado, tanto famoso convertido en portada.
En la caseta les espera un rincón alfombrado por su obra, algún cartel que anuncia su presencia ―por lo general, y salvo en librerías con equipo de marketing detrás, un folio impreso y pegado con celo― y un taburete. Los taburetes son un invento del diablo en el que uno no sabe muy bien cómo ponerse. ¿Me asiento bien con los pies en el reposapiés? ¿Apoyo el trasero medio en pie, medio sentado? ¿Paso del taburete? Lo subes: mal, parece que estés de exposición. Lo bajas: peor, pareces un teleñeco o Trancas y Barrancas. Como ninguna opción es buena y hay horas por delante pasan de una posición a otra según la incomodidad les vence. Si firman en plaza propia el tiempo pasa rápido entre visitas de amigos, familia, compañeros de trabajo o de estudios. Venden, firman, charlan… Pueden llegar a tener un remolino de gente ante su puesto. Pero la prueba del algodón es qué ocurre cuando los allegados desaparecen. Las situaciones entonces son variopintas e inesperadas.
Una madre con su hija se entretiene junto a los libros del autor mirando este o aquel. Al final se decide a preguntar y el esperanzado escribano se endereza en el taburete con su mejor sonrisa:
―¿Tienes algo de Pepa Pig?
Aunque el taburete sigue a la misma altura, el autor se siente un poco más canijo. Le indica que es mejor que pregunte a los libreros, que no lo sabe, de mejor o peor talante.
Pasa un rato, menos largo de lo que parece y más de lo que le gustaría, y observa cómo se acerca un joven. Ojea las portadas de los libros expuestos, le mira y sonríe. El autor le devuelve la sonrisa ―¿le digo algo? ¿me habrá reconocido del Facebook?― y se remueve en el taburete. El visitante se para a dos libros de los suyos y toma uno para leer la contra, lo deja, le vuelve a mirar y a sonreír ―¿está ligando?―, como no quiere resultar antipático sonríe de nuevo sin atreverse a importunarlo y, al fin, lo tiene enfrente y le habla:
―¿Tienes algún libro de cocina fácil?
Le da la risa floja.
Ya no hay duda, para la mayoría de los paseantes ajenos a la familia es invisible, al menos como autor publicado. Escucha su nombre por la megafonía que recuerda su presencia, presencia desapercibida para los asistentes a la Feria en busca del último best seller ―ese que no sabe si llegó a ser superventas porque lo metieron en una lista de best sellers o si está en la lista por ser superventas― y se anima a contestar casi con una disculpa:
―Pues no sé, yo es que estoy firmando mi libro ―y señala al cielo con un dedo como reforzando lo que la voz metálica acaba de anunciar.
Alguno se excusa por confundirle con el librero, a otros se les escapa una risa o se alejan mirando de reojo por si les suena la cara, pocos preguntan de qué va su libro. Y, como pregunten, más vale que la novela sea de género porque a la hora de explicar en tres segundos y quince décimas ―que es el tiempo que le van a conceder― el argumento de la obra, no poder etiquetarla es un problema.
Cansado de pasar las horas con cara de póquer y empujado por el agua ingerida para mitigar el calor ―soñemos que hace sol y no llueve― sale a dar una vuelta y ve una cola inmensa ante una de las casetas. Se acerca, curioso y con la comezón de la envidia anestesiando la vejiga, para averiguar quién es el afortunado. La muchedumbre no le deja ver y pregunta a una chica que hace cola:
―Está firmando Auryn.
―Ah ―en la cara se ve que no tiene ni idea.
―Un grupo musical ―le aclara, entre condescendiente y ofendida.
La anestesia pasa de golpe y acelera el paso hacia el baño donde, mientras se alivia, piensa que ha equivocado la carrera, que esto es muy complicado. Tras una hora larga tiene el culo cuadrado, la espalda dolorida, el orgullo a buen recaudo y ha vendido siete libros: a dos de la familia que no fueron a la presentación, tres amigos y, eureka, dos lectores a quienes ha enamorado la portada.
La cura de humildad no llega solo a los noveles: los autores consagrados también tienen su ración de medicina.
Cuenta la leyenda que hace un par de años, en la Feria de Madrid, compartían caseta una autora laureada con varios galardones literarios y Finalista del premio comercial más dotado de las letras hispanas, y la Reina del Pueblo que había sacado su biografía. La cola ante el popular personaje televisivo pasaba del centenar de personas mientras su compañera, escritora de profesión y con el culo pelado de acudir a ferias, cazaba moscas. La situación era un tanto violenta en términos comparativos y la estrella del colorín, comprensiva y solidaria, intentó animar a su vecina de taburete:
―¿Tú también escribes? ―le preguntó, amable, a la perpleja escritora― No te preocupes, es que el literario es un mundo mu complicado.
No quiero quitar la ilusión a nadie, pero esa hoguera de las vanidades que es la Feria del Libro supone un baño de humildad del que no se libra casi nadie.
Yo recuerdo bien aquella primera vez, hace ya nueve años. Me sentía como una intrusa, fuera de sitio, mientras que algunos de mis colegas parecían haber conquistado el Everest. Había ido tantas veces a la Feria como lectora que verme al otro lado de la barrera se me antojaba postizo, extraño. Tuve suerte y la experiencia fue reconfortante. Mi primera novela había salido con muy buen pie tras quedar entre los diez finalistas del Planeta y en mi tierra, además, no me faltaba apoyo, pero eso no evitó la incómoda sensación de vendedora ambulante, de marchante, y si hay algo que se me da mal en esta vida y me produce pudor es vender(me). Desde entonces he pasado muchas ferias, muchas experiencias, algunas muy divertidas y con muchas anécdotas, otras sin pena ni gloria, pero si algo tengo claro es que ocupar uno de esos taburetes no es ni fácil ni tan glamuroso como pueda parecer.
Por eso, si quien me lee tiene previsto acudir a alguna de estas Ferias y durante su visita se topa, tras un montón de libros iguales, a un desconocido buscando cómo acoplarse a un taburete sin perder la sonrisa, apiádense de él. Es un autor en busca de lectores.
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