Un amigo de mi padre coleccionaba cascos de soldados romanos. No se trataba de restos arqueológicos de época imperial o fidedignas reproducciones para recreaciones históricas. Ni siquiera eran ejemplares de atrezo utilizados en películas adquiridos luego por seguidores del péplum. Nada de eso. Eran cascos de soldados romanos de Semana Santa procedentes de tumbas.
De chico y adolescente conocí no pocos coleccionistas de antigüedades con una afición tan desmedida por los objetos del tiempo ido que, a fuerza de atesorarlos, habitaban en casas inhabitables. Recuerdo haber estado en pisos donde había que caminar a cámara lenta, con cuidado de no pisar las cajas de cartón amontonadas en el suelo que guardaban valiosas piezas de porcelana o cristal —envueltas en papel de periódico— que el propietario almacenaba contentándose con poseerlas, pues no las tenía a la vista. He visto casas tan atiborradas de antigüedades que las paredes reflejaban un horror vacui y los moradores parecían albergar algún rescoldo animista, porque se emperraban en habitar en pequeños museos etnográficos, rodeados de objetos de los que en muchas ocasiones eran capaces de enhebrar biografías de sus antiguos dueños, como si las cosas estuvieran impregnadas de los recuerdos de personas difuntas. Tanta tirria llegué a generar hacia esas asfixiantes casas de maniáticos coleccionistas que me encanta la decoración minimalista, y sólo tolero (es más, me encantan) los despachos atestados de libros donde, en las estanterías, cohabitan fotografías, recuerdos y chirimbolos.
En los últimos años se está extendiendo una original perspectiva historiográfica: biografiar los objetos, contar su historia a través de las personas que los han poseído, lo que permite incrustar la microhistoria en la historia general, encajar y contextualizar los avatares familiares y personales en las diferentes etapas históricas.
Thomas Harding, en La casa del lago (Galaxia Gutenberg, 2017) reconstruye la historia de una casa de recreo que su abuelo, un judío adinerado, construyó en un hermoso paraje de las afueras de Berlín durante la República de Weimar. El libro recoge no sólo los importantes cambios estructurales y decorativos que sufrió la vivienda durante el Tercer Reich, la Segunda Guerra Mundial, la Alemania comunista y la caída del Muro de Berlín, sino las cinco familias que moraron en ella, cuyas tumultuosas vidas son tan interesantes como los periodos históricos relatados.
El pasado verano, a orillas del Mar Mayor (así distinguen los murcianos el Mediterráneo del Mar Menor), leí el personalísimo ensayo Los últimos pianos de Siberia (Seix Barral, 2021), de Sophy Roberts, una mezcla de narrativa de viajes, historia, música y pasión desaforada (quién lo diría) por Siberia, ese inabarcable y hostil territorio que imaginamos cubierto de un metro de nieve y habitado por prisioneros en los temibles gulags soviéticos. Solamente los británicos, con su fértil tradición aventurera salpimentada de excentricidad, son capaces de escribir un libro de ese tipo. La autora, a lo largo de diferentes viajes espaciados en el tiempo, persigue con perseverancia de trampero la pista de variados clavicordios y pianos que, desde el siglo XVIII al XXI, pertenecieron a burgueses y aristócratas rusos, o que fueron tocados por bolcheviques, soldados o presos en ciudades de la Rusia zarista o de la URSS en épocas de bonanza económica o de guerra. La escritora, con una paciencia de ornitóloga y una voz narrativa subyugadora, recrea el cosmopolitismo entre europeo y asiático del San Petersburgo dieciochesco y decimonónico, el hormiguero moscovita, pueblos y ciudades ignotos o de deslumbrante pasado que yo desconocía y, sobre todo, reconstruye las vidas de familias volcadas en el estudio de la música y construcción de pianos dignas de ser noveladas o filmadas por su épica y dramatismo. Me obnubiló la efímera e intensa historia de la ciudad de Harbin, un emporio comercial que era una especie de violento Chicago lleno de gánsters con casi tantos teatros, cines, óperas y cafés como París; me gustó la infructuosa búsqueda del piano que tocó la familia de Nicolás II durante su cautiverio bolchevique, antes de que los tovarichs los frieran a balazos y remataran a bayonetazos; y disfruté con la ruta siberiana que, en los inicios de la Perestroika, hizo el célebre pianista Sviatoslav Ríjter para interpretar a Bach con variopintos pianos por el mero placer de llevarle su música en directo a miles de melómanos compatriotas. Cómo me hubiera gustado asistir a uno de esos conciertos de Ríjter, apretujado en salas donde los programas de mano se escribían rudimentariamente en cartones y, en un silencio reverencial, sonaban las «Variaciones Goldberg».
Los novelistas, por intuición o conocimiento de las nuevas y pujantes corrientes historiográficas, han tomado como protagonistas a objetos que pasan de un dueño a otro, lo que da mucho juego literario si se saben manejar con solvencia las historias hilvanadas, encadenadas en el tiempo.
Una obra canónica al respecto es El escarabajo, del argentino Manuel Mujica Láinez, que abarca tres mil años de historia, desde el Egipto de Ramsés II hasta la Argentina contemporánea. El protagonista es un escarabajo de lapislázuli que recibe la reina Nefertari como regalo nupcial y que, al cambiar sucesivamente de dueño, se trasladará a la Atenas clásica, a la Roma donde es asesinado Julio César, al Aquisgrán de Carlomagno, a la España de Velázquez y al Nápoles de Casanova. El bello coleóptero, que durante largos años residirá en el fondo del mar, le cuenta su movida historia a una estatua de Poseidón, y lo hace con ese estilo prolijo e hipnótico de Mujica Láinez que causa rechazo o admiración (este último es mi caso) y que ya desplegó con ambición de conquistador en Bomarzo, un novelón de caudaloso barroquismo que —sospecho— hoy pocos editores se atreverían a publicar en España por miedo a estrellarse comercialmente.
Confieso que el porteño me cae bien por su talentosa escritura y por sus extravagancias y opiniones que le obligaban a navegar contracorriente. Tenía un atildamiento esnob que, a veces, le hacía parecerse a Peter Sellers interpretando al inspector Clouseau. Un jovencísimo Sergio Vila-Sanjuán, dotado ya de afilada perspicacia periodística (Crónicas culturales, Random House, DeBolsillo, 2004), lo entrevistó en Barcelona en 1982 con motivo de la presentación de El escarabajo, y con un puñado de certeras descripciones y unas cuantas preguntas dejadas caer como quien no quiere la cosa, Vila-Sanjuán compone un retrato berlanguiano del argentino, y lo hace con unas hechuras de periodismo cultural desacostumbradas en la España de aquel entonces.
Inspirada en El escarabajo, Carmen Posadas publicó La leyenda de la Peregrina (Espasa, 2020), donde narra la historia de la Peregrina, una famosa perla del tamaño de un huevo de perdiz que perteneció a la monarquía española desde época de Felipe II hasta que José Bonaparte se la echó a la buchaca cuando saqueó los tesoros de la Corona en su acelerado regreso a Francia, en las postrimerías de la Guerra de la Independencia. La autora noveliza episodios históricos de los Austrias y Borbones que giran en torno a la joya, de manera que los capítulos se leen con soltura de manera aislada y funcionan en el mecano narrativo de una estructura que apuesta por una línea temporal lineal, clásica, hacia delante. Me gusta el toque glamuroso —un poco a lo Truman Capote— que le confiere la irrupción de Elizabeth Taylor, quien, en una suite, forcejea con su perrito para sacarle de la boca la inigualable perla que Richard Burton —aún más caprichoso que la diva— le había comprado en una subasta tras una puja de las que exigen tener a mano un desfibrilador.
Los novelistas históricos tienen a veces la capacidad de reclinar a sus personajes en un diván y dejarles hablar mientras ellos, sentados al lado, toman notas en un cuaderno de anillas. Marguerite Yourcenar decía, con sabiduría y retranca, que ella nunca había escrito una novela histórica, que en general no le gustaba dicho género literario, y añadía, respecto a Memorias de Adriano: «Escribí un monólogo sobre la vida de Adriano, tal y como podría haberla visto él mismo». Kipling manifestaba: «Para quien se para a escuchar, el mundo está lleno de historias». El británico que parecía escribir siempre con salacot llevaba razón. Incluso si acercamos la oreja a un objeto podemos escuchar su historia, su biografía, porque lleva adherida una vida propia. Pero eso sí, por favor, que se trate de un solo objeto, porque si son muchos a la vez me entra un siroco, un sucedáneo de Síndrome de Stendhal, y me pongo a dar zancadas buscando la salida.
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