A mí tampoco debería haberme interesado. No a priori. No es una historia que, en principio, despertara mi curiosidad. Por eso precisamente me llamó la atención la frase con que el director abría la presentación de su película: «No es una historia que, a priori, debiera interesarme».
No conozco cómo ni cuándo esa historia arraigó y floreció en su hiperpoblada mente, pero la que les cuento comienza hace algo más de año y medio, antes de Navidad. Un amigo común nos juntó en torno a la misma mesa una fría noche de diciembre de 2016. Le preguntamos cómo estaba, parecía hecho polvo. Nos miró sin saber muy bien qué decir. «Pocos saben qué es un rodaje», contestó al fin. Mientras picábamos algo en un pequeño restaurante madrileño —después de escuchar a cuatro locos departir durante más de dos horas sobre la obra de Richard Matheson—, el culpable de cuanto voy a relatarles nos contaba —con menos detalles de los que nos habría gustado— cómo había ido el rodaje de Down a Dark Hall, que acababa de rematar sólo dos días antes.
Ya sabrán de qué voy a hablarles, claro. De Rodrigo Cortés. De una novela, de una película. De confesiones y teorías. De cómo las cosas no son lo que parecen. Del escaso valor del apriorismo. De cómo elevar el significado de algo. De cómo reescribir una historia contando otras historias invisibles. De las diferencias entre un libro que pudo ser y una película que es. De prejuicios y de juicios. De si la obra de un autor trasciende la de otro, de la dimensión kantiana. Del arte y la genialidad. De lo que ha hecho un genio en particular. Voy a hablarles, les decía, de Blackwood, la nueva película de Rodrigo Cortés.
Lo primero que hice la mañana siguiente fue hacerme con una copia de segunda mano del libro de Lois Duncan que Cortés, por lo visto, había adaptado, una vieja y ajada edición de bolsillo de los años setenta. La leí como lo que era: una novela juvenil de hace cuarenta años que, como tantas otras que cumplen su función, no despertó en mí nada particular. Sus poco más de doscientas páginas tenían la vocación educativa y aleccionadora propias de la literatura young adult de la época. Un libro juvenil, casi infantil, más bien ingenuo, ameno y de fácil lectura, de una autora que cuenta entre sus títulos con obras como Sé lo que hicisteis el último verano. La leí con fruición, esperando encontrar el huevo de pascua que encontró Cortés, tratando de ver lo que él había visto. Pero no vi nada. Lo que viera Cortés, sólo él podía verlo: no estaba ahí.
La trama del libro es engañosamente simple: Kit Gordy (Anna Sophia Robb en la película) y sus compañeras comienzan el curso en un internado para alumnas problemáticas. Madame Duret, con un revolucionario método educativo, hace aflorar en ellas talentos desconocidos que, como todo en la vida, no tardarán en pasarles factura. En Blackwood comienzan a ocurrir cosas extrañas. Susurros en los pasillos, espejos que devuelven reflejos imposibles… Una lectura ligera, agradable, para un clásico de la literatura juvenil que Stephanie Meyer (autora y productora de la saga Crepúsculo) había leído con diez años y que decidió llevar al cine de la mano de Rodrigo Cortés. Aquí es cuando esa mezcla explota en mi cabeza y nace en mí una obsesión por ver esa película. Crepúsculo, adolescentes, literatura juvenil… ¿Qué pinta aquí Rodrigo Cortés?
Meses después, de manera tan causal e inexplicable como ocurrían las cosas en la mansión regentada por Madame Duret (Uma Thurman en la película), recibí la invitación para ver el primer pase «para civiles» de Blackwood (que ya no era una novela de nadie, sino una película de Rodrigo Cortés). El 6 de junio de 2018, a las siete de la tarde, en el Palacio de la Prensa de Madrid, todo encajaba al fin en mi cartesiana cabeza.
Blackwood es ese Lehane cruel que te convence de que estás loco por el simple mecanismo de repetirte que lo estás. Blackwood es atmósfera, una atmósfera opresiva y densa que pesa y te sienta al borde de la butaca sin recurrir jamás al susto fácil. Blackwood es elegancia. Blackwood es Polanski, Roeg, Weir. Rodrigo Cortés juega con la luz como jugaba Rembrandt, llega incluso a eliminarla para rodar solamente con las traicioneras llamas del fuego en un pasaje catártico del que no hablaré (¿os dais cuenta de lo difícil que es eso?, ¿os dais cuenta de que la naturaleza del propio fuego imposibilita que salgan dos tomas iguales?), un fuego que es una alegoría terrible y de nuevo catártica de la autodestrucción a la que puede llevar el arte o la obsesión creadora.
Blackwood, a su inteligente manera, explica el terrorífico tránsito que es la adolescencia. Y lo hace sin paternalismo, sin condescendencia, desarrollando una premisa cruel que la novela sólo apunta. Toma las bases del libro, las eleva, las agita y les da la vuelta como a un calcetín, desnuda sus cualidades, añade otras nuevas y, con las herramientas del gran cine, las conduce a un terreno incomparablemente bello y despiadado.
No estoy seguro de saber qué es Blackwood. Una película fabulosa, quizá mucho mejor de lo que conviene a algún tecnócrata en su despacho frente al mar. Una cinta que demanda varios visionados para desvelar las mil capas que la conforman, que es pura orfebrería, que no tiene un solo plano fuera de lugar. Todo en ella significa algo. Todo está estudiado al milímetro.
Dejen que mencione al menos tres cosas que, bajo la batuta maestra de su director, me han fascinado de forma profunda y aún no han desaparecido de mi cabeza. En primer lugar, la música. El trabajo de Víctor Reyes es simplemente magistral, un personaje más, quizá el más importante de todos, al dotar de nuevo sentido a las imágenes que modela y acompaña. No sé cómo sucede, no sé cómo explicarlo, pero la música de Blackwood tiene vida casi física, vida que, en cierto modo, también otorga. En segundo lugar, la luz de Jarin Blasche, director de fotografía de La bruja. Sensual y tangible. Poesía y verdad. De una belleza abrumadora. En tercer lugar, el diseño de producción de Víctor Molero: la construcción de la casa, las habitaciones, los pasillos, las diferentes estancias, la escalera principal con la gran cristalera… Todo es absolutamente maravilloso, cada columna, cada pomo de cada puerta, cada cuadro, todo está pensado y creado desde cero, levantado para crear el mundo que veía en su cabeza Rodrigo Cortés. Un trabajo de una sensibilidad extrema al que se suma el dominio de los medios digitales de Álex Villagrasa para hacer incuestionable la existencia física de la mansión Blackwood.
Rodrigo Cortés siempre arriesga, hace lo inesperado, se la juega. Y juega a la vez con ventaja: sólo él sabe adónde nos lleva y trastea con nuestras cabezas. Yo lo llamo «la lógica cortesiana». Ha desarrollado el guión, dirigido la película, realizado el montaje, producido la música, y seguramente ha hecho más cosas de las que nunca nos hablará. Se ha pasado tres años planeando el golpe y es el tipo de persona que, como diría Alfred a Bruce Wayne, sólo quiere ver el mundo arder.
Aquel día de primeros de junio pude salir de mi celda, recorrer los cuatrocientos kilómetros que la separaban de la sala de proyección y volver —duplicando la distancia— con la sensación de que cada kilómetro había merecido la pena. No sé cuánto ha pasado exactamente desde entonces, pero cuento los días que quedan para el 3 de agosto. Ese día volveré a escaparme. Más cerca esta vez. Está todo planeado. Blackwood estará en los cines y no tendré que recorrer ochocientos kilómetros para verla, me bastará con acercarme al más próximo —en versión original, si puede ser— y no parpadear para no perderme nada.
Y más vale que ustedes hagan lo mismo si no quieren habérselas con fuerzas temibles que no comprenden. Avisados quedan.
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