“Sólo tú has sabido verme”, dice Vera, protagonista del film La puta y la ballena (Luis Puenzo, 2004), al ciego Solá. A Boabdil le pasa algo parecido: muchos novelistas han recorrido la figura histórica —mitificada hasta el exceso, con frecuencia—, del último sultán de Granada, pero muy pocos han sabido encontrarlo en esa maraña de estereotipos que convirtieron al Zogoibi (El Desventurado) en un personaje mestizo entre historia y leyenda. No diré que Antonio Enrique (Granada, 1953) sea el único, pero sí uno de los pocos autores de los que cabía esperar una visión inexorable en lo que concierne a la recreación histórica y una poderosa voz literaria, conductora de esta narración sobre los últimos tiempos y aflicciones del rey nazarí.
Decía —y mantengo—, que de Antonio Enrique y su novela, Boabdil, el príncipe del día y de la noche, podía esperarse este resultado, porque si algo ha demostrado en su extensa trayectoria ha sido una rotunda impermeabilidad a modas y romances, su caballerosa firmeza en la senda de una literatura dulce como sabia, minuciosamente trabajada en sus hechuras y exquisitamente ofrecida a los lectores. No cabe en este autor otra concepción de lo literario: o generosa entrega al conocimiento y arte de escribir, o nada. Da cuenta de ello, nuevamente, en esta novela soberana entre las de su género y tema; una narración que comienza con las imágenes apocalípticas de Boabdil mientras contempla la exhumación de sus antepasados, en el cementerio real de Granada, para trasladar los restos sepulcrales de la dinastía nazarí a la ciudad de Mondújar, donde quedarán a salvo de la temida profanación a manos de los nuevos dueños de Granada, los ejércitos de Castilla y Aragón.
Conforme aparecen los despojos de reyes, esposas, hijos, concubinas y otros familiares, traza la voz narradora —la del mismo Bobadil— una estremecida memoria de la estirpe que ejerció su poder en el antiguo reino durante dos siglos y medio, por mano de veinticuatro monarcas, entre los cuales hubo reyes prudentes y perfectos insensatos, vencidos por la melancolía y rapaces en su ambición conquistadora, absortos en la contemplación ascética y lujuriosos por naturaleza, apasionados de la ciencia y traidores homicidas. La historia de los nazaríes es una relación vertiginosa, a menudo sangrienta, de luchas palaciegas, guerras civiles, intrigas, asesinatos… Contada por Boaddil, es la dramática historia de una civilización desesperada, obsesionada por sobrevivir, enfrentada a un final que todos intuyen inevitable. Por ese motivo la exhumación de los reyes difuntos posee tal fuerza narrativa, esa capacidad de impacto en el lector; representa el epílogo de una terrible resistencia y, al mismo tiempo, anuncia el amargo albor de nuevos tiempos: el exilio, la pérdida, la nostalgia por la grandeza pasada y la gloria del ayer.
Podía haber fijado Antonio Enrique en este punto, entre épico y melancólico —tan al uso—, el peso mayor de su novela. Pero ya se dijo antes que nuestro autor nunca va a conformarse con una literatura al uso. Lo mejor está por venir. Surge entonces caudalosa, sobrecogedora, la voz del viejo eunuco Ibrahim Eleazar, nacido cristiano, cautivo en su localidad natal de Cieza y convertido al Islam. “De Cieza eran tantos los aquí traídos que se hizo acreedora a que la llamaran Cieza de los Esclavos”, dice de su lugar de origen. Personaje dúctil, de voz sonora y tranquila, Eleazar habla con la autoridad y la sabiduría de los muchos años, como un trasunto novelístico del poso formal, “objetivo” de la historia. Con esa misma voz amable, de acogedora potestad, relata los últimos tiempos de la dinastía a la que sirvió, la conquista de Granada por los Reyes Católicos, el pacto por el que se nombra a Boabdil “Señor de las Alpujarras” y se le envía al exilio dorado. Los recuerdos y la narración del anciano eunuco alcanzan indudable tono fundacional, magistralmente logrado por el autor, como impulso germinal de las muchas leyendas y prodigiosos mitos que conformarán, con el transcurso de los siglos, el imaginario fabulístico de Granada y la Alhambra. En la voz de Eleazar sobreviven la belleza y la sangre, el amor, el poder y la intriga, el heroísmo y la traición, aquella tempestad de ambiciones desatadas sobre el último reino musulmán en la península ibérica. Al final, como siempre, queda el recuerdo, a veces el lamento por lo que fue y lo que pudo haber sido.
Hay en esta novela un subrayado también muy de esperar en Antonio Enrique: la inmisericorde resignación ante el designio supremo de la historia. Pasan los reyes, los guerreros, los nobles, la grandeza y la opulencia, la lozanía de las concubinas, el rencor y las intrigas, la ambición y las pasiones amorosas. Nada queda, salvo la leyenda. Nada es perpetuo, salvo la historia. Yo agradezco mucho a Antonio Enrique que haya tenido la generosidad, una vez más, de brindar a sus lectores este maravilloso engarzado literario, donde la historia no está desfigurada por la leyenda; donde la leyenda irrumpe imbatible justo en el momento en que nace la historia.
Autor: Antonio Enrique. Título: Boabdil, el príncipe del día y de la noche. Editorial: Dauro. Venta: Amazon
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