Je me souviens d’un coin de rue,
Aujourd’hui disparu.Charles Trenet, Coin de Rue
Robert Montagné, alias Bob, el jugador (Roger Duchesne), ya pagó a la Justicia su peaje años atrás, un peaje del que le han quedado diversas relaciones en el mundo del hampa y una sincera amistad con el Comisario Lebru (Guy Decoble), al que en su momento le salvó la vida. Vive recorriendo Montmartre y Pigalle, solo por y para el juego, una tarea, gane o pierda, a la que se dedica compulsivamente, mientras mantiene, camino de la vejez, su elegante apariencia de dandi y su generosidad, protegiendo a jóvenes como Paulo (Daniel Cauchy), un canallita hijo de un antiguo amigo, o a Anne (Isabelle Corey), una joven que deambula, libre de moral o prejuicios, el ambiente peligroso de Pigalle, en tanto que desprecia a rufianes y proxenetas como Marc (Gérard Buhr). Cuando las pérdidas del juego le sitúan en situación incómoda, alguien le sugiere dar un golpe, un atraco a las bien repletas arcas del Casino de Deauville. Bob lo planea con esmerado pedigrí profesional, pero se cruzará tanto su inevitable pasión por el juego como la traición de un soplón y los ajustes de viejas rencillas.
***
Las ciudades, como los seres vivos, y muy especialmente los humanos, nacen, viven y mueren. Las ciudades, para nosotros, sus habitantes habituales, son un cementerio civil de recuerdos, secretos, heridas, gozos, mentiras. De vez en cuando el cine, la literatura, son capaces de atrapar ese instante fugitivo de una ciudad que se despide o los restos del naufragio de una ciudad en decadencia. El Crack, Manhattan, las películas de Eric Rohmer o las novelas de Patrick Modiano sobre un París brumoso y rememorado, los cuentos y poemas de Borges alrededor de Buenos Aires o las aventuras de héroes de supuesta ficción como Sherlock Holmes en los que, como descubriera Vincent Starrett, siempre es Londres, 1895; creando un enclave mítico, legendario como La Mancha o la España cervantina de Don Quijote o el numen castellano del Mío Cid o el Condado de Yoknapatawpha salido de los recuerdos nimbados por los deseos oscuros y los sueños de William Faulkner. ¿Es real o no el mapa de la Isla del Tesoro dibujado por Robert Louis Stevenson?
Bob, le flambeur (Bob, el jugador, 1956) comienza con un movimiento de cámara que nos deja ver, merced a una foto de grises y blancos bruñidos por una evanescente niebla, el despertar de una ciudad, París, para que de inmediato una voz en off nos advierta de que la historia que nos van a contar lo será como la cuentan en Montmartre, un lugar en el que se puede ir del Cielo, vale la imagen de la Basílica del Sacré-Coeur, al infierno de Pigalle. Desde ese momento la soberbia y muy personal puesta en escena de Jean-Pierre Melville —conozco pocos cineastas cuyos movimientos de cámara sean, como quería su amigo Godard, un poema moral— nos introduce, física y emocionalmente, en el corazón de ese Montmartre, del barrio de Pigalle, el corazón de la infancia de Truffaut, que retrató inolvidablemente, de nuevo en blanco y negro teñido de gris neblinoso, en Los cuatrocientos golpes. Pigalle y Montmartre es la noche, un laberinto de cafetines, bares a la americana, prostíbulos, night clubs, restaurantes, casinos clandestinos, luces de neón resplandecientes, anuncios luminosos, la ciudad que nunca duerme, que bulle con el sexo, el dinero, la pobreza, la traición, la amistad, en la que se cierran acuerdos de cama y pistola, atracos futuros, soplos a la policía y en el caso de Bob, Robert Montagné para el mundo civil, se juega de manera incesante [1].
Una vez que has visto la película por primera vez ya no olvidas ese comienzo con el lento, lánguido despertar de Pigalle, de Montmartre. Tras una noche más, vivida al límite, la cámara mágica de Henri Decaë [2] nos deja ver en geométricos movimientos el escenario, las calles, las plazas, los cafetines, los bares de comida rápida, los camiones municipales que riegan las calles adoquinadas pobladas de detritus, amantes rezagados, algunos marinos varados en tierra, busconas, jóvenes que compran un cucurucho de frites y aceptan una vuelta en moto. Amanece, se apagan las luces, pero la vida sigue en cuchitriles infectos, en habitaciones de alquiler la hora, en hoteles de paso y pago y en antiguos estudios de pintor en los que se refugian los últimos caballeros de Pigalle como Bob, le flambeur. Nada raro que al ver cómo Melville filmaba en documental de ficción, romántico, melancólico, sincero, vigoroso también, esos instantes de vida, los jóvenes turcos de los Cahiers du Cinéma —salvo el austero y reservado Rohmer—, Chabrol el primero, luego Malle y Truffaut, y siempre Godard, que le pidió ser testigo en su boda con Anna Karina, tomaran al rebelde Melville, aislado en la cerrada industria del cine francés de la época, como el patrón de su cine, y es difícil no ver su huella en Al final de la escapada, en la que interpreta incluso un papel, o en Los cuatrocientos golpes.
Porque la película, amén de un documental emocional y sentimental sobre ese mundo, se adentra asimismo en el corazón del milieu, de la pègre, de los bajos fondos, del hampa, un hábitat que siempre frecuentó, observó y filmó Melville con notable fascinación, un mundo codificado, con cuentas pendientes o saldadas con soplos de golpes, palizas y muertes, o con amistad por mor de esas viejas cuentas, como la que une al comisario Lebru con Bob, o por antiguas amistades sepultadas en el cementerio, como la que une a Bob con el joven tarambana Paulo, hijo de un antiguo camarada de vivencias fuera de la ley. Melville sorprende, rompe reglas, como ese plano excepcional de Bob (Roger Duchesne) [3] mirándose en el cristal de un escaparate y confesando con jocunda ironía: Quelle guele de voyou!, o legándonos retratos al minuto de personajes femeninos que confluyen de manera pivotal en Bob, como el de Anne (Isabelle Corey), poseedora de una libertad amoral, una manera de enfrentarse sin reglas y sin miedo a la vida, impensable para el cine de la época, y probablemente para el puritano y censor cine de ahora mismo, o Yvonne (Simone Paris), la rubia dueña del bar Pile ou Face, como la moneda falsa con la que Bob juega siempre como una suerte de sardónico amuleto, un local que debe a la generosidad del jugador, y a la que Melville filma siempre desde la distancia de la comprensión, de la intimidad nunca confesada con Bob, con miradas cruzadas o propias, leal, desafiante, un punto fijo en la vida errante de Bob, una secreta Estrella Polar labrada en el amor y la generosidad.
Bob, le flambeur, ya pagó su deuda con la sociedad y quiere vivir tranquilo en la noche de Montmartre, jugando, perdiendo o ganando, con elegancia, sin guiños al Destino o la mala suerte, un profesional de esa adicción, un dandi cuidadoso de su aspecto personal y vestuario en un mundo cutre y vencido a la rapiña del día a día y del instante, un inesperado caballero andante que desprecia y maltrata a los chulos, que intenta encauzar la vida sin límites, capaz de rechazar los avances e insinuaciones de la provocativa Anne porque convive a su manera con Paulo, al que intenta enseñar las reglas de cómo se vive con decencia incluso en el milieu. Por eso cuando, habiendo perdido todo, decide dar un asalto a la caja fuerte del Casino de Deauville, lo hace desde el frente de la necesidad, y quizás secretamente, porque comprende que está en la frontera de la decadencia de la vejez, quizás porque es un desafío, una manera de jugársela al Destino, una partida más, pero es su condición, la del apólogo chino del escorpión, la que le sujeta a las mesas de juego del Casino de Deauville la noche del golpe, porque inevitablemente la suerte parece jugar a su favor, hasta que descubra cómo siempre la vida sale a nuestro encuentro de manera franca y brutal.
Los futuros cineastas de la nouvelle vague creyeron ver en Melville a un outsider del sistema francés de producción, un independiente feroz, y ciertamente lo era, a alguien apasionado, como ellos, por los menospreciados maestros del cine norteamericano y de género, y lo era y hasta grados enfermizos, con un estilo de dirección por completo opuesto al clasicismo academicista francés del odiado cinéma de qualité, un estilo de producción lindando con lo libertario, rodando en los lugares de la acción, con presupuestos ajustados [4], sin reglas; pero Melville, en realidad, era fiel a un clasicismo que como todos los grandes cineastas lo venera pero nunca lo copia, sino que lo hace suyo, una lección que Truffaut tardaría algo en comprender. Bob, el jugador no era una isla en el férreo sistema industrial francés, como creían los jóvenes cahieristas, sino, y pese al estilo por completo personal, eso sí, del cineasta, se inscribía en la larga tradición del cine criminal francés, espléndido, con las películas de Carné con Jean Gabin, como Le Quai de Brumes, Hotel du Nord, o del Julien Duvivier de Pépé le Moko. Eso cambiaría radicalmente en la línea que luego seguiría el neo noir norteamericano fascinado con Melville a partir de Le Doulos, que culminaría con El silencio de un hombre, Círculo Rojo o Hasta el último aliento.
Obviamente no vi Bob, el jugador, ni tampoco Le Doulos, ni El guardaespaldas, sino que como una legión de fascinados cinéfilos [5], descubrimos a Melville cuando se estrenó en España Le Samouraï (El silencio de un hombre) merced a su elegante austeridad, tan estilizada, a su magnetismo behaviourista, con Delon al frente del reparto, incluso recuperé más tarde Hasta el último aliento (Le dernier souffle), rodada un año antes que El silencio de un hombre, pero lo curioso es que, sin ver ninguna de sus películas, me intrigaba un cineasta al que la izquierda tachaba de reaccionario, absurdamente, porque había sido un heroico miembro de La Resistencia, una suerte de Fuller a la francesa, y del que había leído un estudio monográfico escrito por el crítico francés Rui Nogueira publicado en la colección de libros cine Cinema One, suscitada por la revista de cine británica Movie. Más adelante, cuando ya conocía parte del cine de Melville, adquirí y leí con placer el libro de entrevistas Le cinéma selon Melville (Seghers) que le dedicó Nogueira y en el que el cineasta, al estilo de Hitch con Trufffaut, desgrana las interioridades de su filmografía, amén de expresar con rotundidad sus filias y fobias del cine, especialmente del norteamericano. Como en tantas otras ocasiones, el calvario del cinéfilo clásico es descubrir a un cineasta cuya carrera ya va avanzada e ir viendo a saltos y sin orden sus más viejas películas. En el caso de Melville, cuando descubrimos Le Samouraï, desconocíamos muchos de nosotros Bob, el jugador, Le Doulos, El guardaespaldas o Hasta el último aliento, lo que nos habría permitido ahondar aun más en las claves de su cine y de una carrera como cineasta sencillamente fascinante.
Da lo mismo, porque uno de los placeres de la vida de un buen aficionado al cine es descubrir, antes o después, cualquier buena película o un cineasta, y ese fue el caso para muchos de nosotros con Melville. Un tipo humano complejo, parapetado tras unas gafas oscuras de aviador, stetson a la tejana, que en realidad se llamaba Jean-Pierre Grumbach, noctámbulo empedernido, conductor de espectaculares coches norteamericanos, Cadillacs, Chevrolets, con los que recorría un París que nunca dormía, de cabarets, bares sin hora de cierre, night clubs, cinéfago sin tregua, un poeta de lo más oscuro del alma humana, un romántico fuera de tiempo, dominador de un cine en el que las imágenes de películas como Bob, el jugador riman con sencillez con la voz de Trenet, Piaff, Greco, Montand, por un París quizás ya desvanecido pero vivo en los más íntimos recuerdos, un coin de rue, aujourd’hui disparu.
Je crois voir mon coin de rue
et soudain apparus…
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Bob, le flambeur (Bob, el jugador, 1956). Producida por Jean-Pierre Melville y Serge Silberman. Dirigida por Jean-Pierre Melville. Guion de Auguste Le Breton y Jean-Pierre Melville. Fotografía de Maurice Blettery y Henri Decaë, en blanco y negro. Vestuario, Ted Lapidus. Montaje, Monique Bonnot. Interpretada por Roger Duchesne, Isabelle Corey, Daniel Cauchy, Guy Decomble, André Garet, Gérard Buhr, Claude Cerval, Colette Fleury, Simone Paris. Duración: 98 minutos.
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[1] Melville conocía y había vivido en ese mundo turbio de Pigalle y Montmartre, pero contó además con la colaboración en el guion y sobre todo en los diálogos, muy en slang, de Auguste Le Breton, un espléndido escritor no menos habitual de esos bajos fondos, autor de Du rififi chez les hommes, que se convertiría en la película Rififi, que iba a dirigir Melville hasta que desembarcó en Francia Jules Dassin, víctima de las listas negras de Hollywood, al que los productores le entregaron la película.
[2] Henri Decaë es uno más de la brillante escuela francesa de fotografía. En este caso experimentó con una nueva película Gevaert de alta sensibilidad, obteniendo una muy hermosa, poética y personal luz para esta crónica parisina.
[3] La elección de Roger Duchesne para encarnar a Bob fue algo muy deliberado por parte de Melville. Duchesne había sido, antes de la Segunda Guerra Mundial, uno de los galanes del cine francés, pero durante el conflicto se mezcló con los colaboracionistas y frecuentó, con prisión incluida, los bajos fondos, por lo que su interpretación de Bob aprehende mucho de su propia biografía.
[4] Melville rodó Bob, le flambeur durante todo un año, aprovechando los momentos en que no trabajaban algunos de sus actores.
[5] Recuerdo una brillante recensión de José Luis Garci, en su sección «Nickelodeon» en la revista Cinestudio, que anticipaba con mucha inteligencia buena parte de las claves de esa fascinación generacional.
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