Ayer, sin prisas, con trapos y aceite, estuve limpiando el Kalashnikov. Porque en casa tengo un Kalashnikov AK-47; un cuerno de chivo, como dicen los narcos mexicanos, recuerdo de aquellos tiempos del cuplé. La cosa viene de antiguo. Durante veintiún años había estado viendo, fotografiando, filmando, oyendo y esquivando ese artilugio; y a la hora de jubilarme de los territorios comanches decidí conservarlo como recuerdo. Así que me hice con uno, y luego se lo llevé a los picoletos de mi pueblo para que lo inutilizaran y legalizaran. Y ahí lo tengo, cerca del ordenador donde le doy a la tecla, uno de los pocos objetos —el casco de kevlar de Bosnia, el cartel «Peligro minas» del Sáhara, la última botella de montenegrino Vranac, souvenir de Sarajevo, que bebí con Márquez—, que conservo como recuerdos profesionales. De todos ellos, quizá porque desde el comienzo estuvo presente en casi cada episodio, el Kalashnikov es tal vez mi preferido: negro y amenazador, precioso en su siniestra fealdad de madera y acero. Medio siglo de historia del mundo y de las guerras. Un maldito clásico.
Fue Boldai Tesfamicael quien me enseñó a limpiarlo como Dios manda. Boldai era una especie de gigante eritreo, literalmente negro como la madre que lo parió, a quien en marzo de 1977 le encomendaron la fastidiosa tarea de mantenerme vivo mientras la guerrilla del FLE atacaba y capturaba la ciudad de Tessenei. Aquello fue un desparrame de cuidado. A los eritreos un periodista fiambre no les servía para nada, así que a Boldai le dijeron que mucho ojito conmigo, para que yo pudiera volver y contarlo y publicar las fotos —cosa que hice después, en el diario Pueblo y en Gaceta Ilustrada—. Boldai debía de medir casi dos metros y hablaba italiano y francés, y era pintoresco verlo con su pantalón corto caqui, sus armas y puñales encima, el pelo a lo afro y aquella sonrisa que parecía un brochazo blanco en mitad del careto oscuro. El tío me daba unas broncas espantosas, casi maternales, cuando yo me paseaba por donde podía haber minas, o extendía mi saco de dormir sin comprobar antes si había serpientes cerca del lugar donde iba a apoyar la cabeza. Imagínense a un pedazo de negro como un armario echándote chorreos todo el puto día. Llegué a pensar que en realidad lo que le habría gustado ser era institutriz británica, o estricta gobernanta, o sargento de las SS. Era un auténtico pelmazo. Tengo una foto suya en la que está no con un Kalashnikov, sino con un fusil de asalto FN belga, que era el arma que él llevaba. Cuando veo esa foto sonrío, porque el chaquetón de camuflaje que lleva puesto en ella es de paracaidista español, y era mío. Le encantaba, y yo se lo prestaba a menudo.
El caso es que durante las tres semanas que estuvimos esperando el ataque a Tessenei, para matar el tiempo Boldai me enseñó a montar y desmontar el Kalashnikov a ciegas, con los ojos vendados. Yo no tenía otra cosa que hacer más que estar tumbado bajo las ramas que nos camuflaban, con cincuenta grados a la sombra, leyendo las Vidas paralelas de Plutarco en un grueso y compacto volumen de la editorial Edaf, o entreteniéndome en limpiar los artilugios bélicos. A fuerza de practicar —eso y el combate con cuchillo, adiestramiento del que todavía recuerdo algún útil truco sucio— llegué a hacerlo tan bien que el hijoputa de Boldai llamaba a los colegas, y me hacía competir con los reclutas jóvenes, cronometrando el tiempo que tardaba en desmontar y volver a montar a ciegas. Intimé así con el comandante Kibreab, con Tecle, con el pequeño Nagash y todos los demás del grupo con el que más tarde entraría en Tessenei; y que luego, cuando los etíopes contraatacaron y la aviación cubana nos machacó hasta hacernos picadillo, se quedaron allí para siempre. Todavía tengo sus fotos, entre ellas la de Kibreab muerto boca arriba y con los sesos encima de un hombro, el 4 de abril, tras el combate ante el banco de Etiopía, donde nos arrimaron bien candela. Esa diapositiva es de las pocas que no vendí nunca. Por muy cabroncete y mercenario y toda esa película que uno se monte, o se montara, o lo que sea o fuese, hay cosas que no pueden hacerse. Y por eso, aunque hice muchas otras, ésas no las hice. Vender a Kibreab muerto.
El caso, decía, es que fue Boldai Tesfamicael, mi guardaespaldas eritreo, quien entre otras siniestras habilidades me enseñó a montar a ciegas el Kalashnikov. Y es curioso, oigan. Vi a Boldai asaltar trincheras etíopes, rematar heridos, saquear la ciudad y exigir en plena batalla —confieso que yo también lo exigí— a punta de fusil al italiano dueño del hotel Archimede que nos diera de comer o le cortábamos a él los huevos y violábamos y macheteábamos a su mujer. Eso fue lo que le dijimos literalmente, así que calculen el hambre y la desesperación que teníamos y la locura que era aquello, con la pequeña ciudad ardiendo de punta a punta y las calles llenas de fiambres. Lo vi hacer todas esas cosas y algunas más que no contaré nunca; y sin embargo, siempre que pienso en Boldai, la primera imagen es sentado frente a mí con las piezas del arma en las manos, maternal como dije. Casi insoportable de riguroso, y metódico, y paciente.
Escribo esto en el año 2000 y han pasado veintitrés años. Eritrea es ahora independiente, y cada vez que limpio el Kalashnikov me pregunto por dónde andará aquel fulano, si es que todavía anda. La última vez que lo vi fue cuando nos internaron en Kassala, Sudán, a todos —no demasiados— los que pudimos llegar a la frontera después de un mes de combates con poca esperanza y aún menos fortuna, huyendo de la aviación y el ejército etíopes. Yo me iba de vareta con la disentería, me había identificado como periodista al cruzar la frontera, pero los policías sudaneses no me creyeron, tomándome por un mercenario. Al fin, tras un par de días ciscando sangre en una cárcel cuyo recuerdo aún me da temblores, pues creí que iba a palmar allí, acabaron por soltarme. Boldai estaba al otro lado de la alambrada cuando nos despedimos. Le di la mano y le dije buena suerte; y él hizo un saludo militar, y poniéndose firme, todo negro, grande y harapiento, sonrió y me dijo: «Estás vivo para que hables de lo que hicimos. Para que hables de nuestros muertos. Y para que te acuerdes de mí».
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Publicado en XL Semanal, octubre 2000
Fotos:
Boldai Tesfamicael en Tessenei (Eritrea), abril de 1977. Foto: Arturo Pérez-Reverte.
Desmontando el Kalashnikov. Foto: Boldai Tesfamicael
Banco de Tessenei, tras el combate. Foto: Arturo Pérez-Reverte
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