Obviedad. Vida. Obliteración. Palabras que vienen todas al cielo de mi boca, como un llamado, con distinto significado y misma significación. Con un ritmo cadente que me invita a escribir un poema, y que espanto como a un moscardón.
Y en todo esto pienso en una higuera, una higuera vieja a mis ojos, porque crecí alrededor de ella. Comí de sus brevas, me picaron sus avispas, me dio la sombra, me cayó su rocío sobre mi pelo rubio, siempre agitado y demasiado largo.
Y resulta que la higuera de Miguel Hernández se reproduce. Qué cosa esta. Y es noticia. Of course. Porque las higueras sueltan esquejes todo el tiempo. Y mi higuera, la de Miguel Hernandez, y la de cualquiera, no tiene en verdad la forma que le damos en nuestros mundos. En el suyo son una maraña de hijuelos naciendo del suelo, algunos troncos gruesos, otro más finos. Es el único árbol que no se puede convertir en bonsai. Y es el único árbol de porte arbustivo que convertimos en arquetipo de árbol. Domesticación, absurdo, obliteración de la verdad a un ritmo intolerable.
Pero mi higuera ya no vive, al menos no el tronco nudoso y sabio, que supo del frío y el sol, de la lluvia y del rasguear de las patas de las hormigas. Que ignoraba la gris melancolía y no sabría decir lo que piensa la inmensa mayoría porque no es ese su mundo.
La talaron. Sí. No tuvo la suerte de inspirar a Miguel Hernández, así que no se puso mucho esfuerzo en sostener su peso. Y cuando fue evidente que su verdad emergida, la que le permitíamos mostrar, era más de lo que nuestro mundo de pieles, equipajes y requisitos iba a tolerar, pues abajo con ella.
Pero la higuera no es la única que debe soportar una existencia de troqueles lacerantes. Nosotros deambulamos con pasos orquestados por algún alfarero invisible. Y seguimos el camino alegres, convencidos de eso que llaman libre albedrío, cosa común a creyentes y ateos. Seguimos el camino hasta que nos damos cuenta de que ya no hay esquejes. Y ya es demasiado tarde. Esas manchas de preguntas y vida ya no están, las ocupan ojeras, un corazón que salta y no puede más, que ruega por sístoles y diástoles más amistosas. Hasta las arterias acaban por llorar, su flexibilidad una bruma de lo que fue.
Pero el camino continúa, y el sendero tiene tus huellas ya puestas, y las varillas te mantienen recto. No habrá esquejes… nunca más. Cosas falaces como jueces, billetes, sudores a horas tardías, ejemplos falsos creados por las grandes masas de consumo, se asegurarán de que crezcas recto. Con un tronco cada vez más doblado, más nudoso, cansado. Pero no más sabio, no más ordenado, no más desordenado. Sin opciones. Solo tendrás alientos que aspiran a nada y se van. Porque solo, piensas, pensamos, piensan, no hay pruebas, solo hay una vida, un amor, una muerte. Una juventud. Pero nos las arreglamos para que nuestros esquejes, nuestro mundo multicolor que podría ser una pluviselva mediterránea, se quede en un triste tronco que se dobla, que inspira… a veces respeto, a veces tristeza. Las más de las veces me inspira a no llegar a viejo.
Y cuando el peso puesto en nuestras columnas ya no dé a más, cuando nuestras cabezas estén repletas de avispas que, furiosas y encerradas las pobres, nos cosan los recuerdos y las ideas a picotazos, caeremos. Y no quedará ni un tocón. Ni las huellas que seguimos en la tierra, las huellas del alfarero. Pero poco importará, porque al igual que mi higuera no era un árbol real, sino un árbol forzado, nuestros pasos fueron una terrible ficción que la tierra y el agua, que el viento y el sol, dejarán en nada.
Huecos de silencio, esquejes que no salen, un único servicio, una orquesta más compleja que las cuerdas de un titiritero. Y millones de verdades vetadas a nuestros ojos porque somos los bonsáis más lamentables de la historia natural.
Bon, que es bandeja. Sai, que se le dice al árbol. Ningen, que confirma que no hay palabra hermosa en idioma alguno para decir humano.
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