Hace años me llegó una extraña carta desde Buenos Aires en la que mi amigo Fran Gayo se refería a un guión cinematográfico que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares habían escrito a medias. Con el paso del tiempo y las mudanzas he extraviado aquel mensaje que recibí en una época no demasiado fácil —mi corresponsal tampoco guarda copia, o no supo encontrarla cuando se la pedí con vistas a la escritura de este artículo—, así que no puedo referirme a las razones por las que entendí, erróneamente, que aquella película se había quedado en el limbo al que van a parar los proyectos que no terminan de materializarse. No fue así, por fortuna, aunque su rastro sí estuviese a punto de desvanecerse por completo. El largometraje, que se estrenó en 1969, obtuvo de inmediato las bendiciones de la crítica, pero fue un absoluto fracaso en términos comerciales. Se prohibió su pase por televisión durante los años de la dictadura militar y en 1978 alguien robó ocho bobinas del negativo original, lo que llevó a que muchos lo diesen definitivamente por desaparecido. Sin embargo, el material acabó recuperándose y la película pudo ser restaurada. En el año 2008 se publicó una edición en DVD, y circulan algunas copias en 35 milímetros que de vez en cuando se exhiben en festivales y circuitos especializados. Fue en uno de ellos donde, hace unas semanas y gracias a las buenas artes del mismo amigo que tiempo atrás me había hablado de la cinta, pude afrontar por primera vez el visionado de unos fotogramas tan inquietantes como hipnóticos.
Se trató de la primera obra de su director, Hugo Santiago Muchnik, y hay quien opina que constituye la pieza fundacional y nunca igualada de lo que se dio en llamar nuevo cine argentino. Es probable que también suponga la más lograda traslación a la gran pantalla de los arquetipos borgianos. La pista del proceso que dio lugar al largometraje, de su antesala oculta, puede rastrearse en el monumental Borges (Destino, 2006), grueso volumen que recoge los diarios en los que Adolfo Bioy Casares fue dejando constancia de sus encuentros con el autor de El Aleph. El 6 de junio de 1967, martes, escribe Bioy: «Retenido en Buenos Aires por el compromiso con Borges de escribir un argumento para Hugo Santiago Muchnik». Una semana después, amplía: «Come en casa Borges. Tenemos que escribir el argumento del film de Muchnik; en septiembre hay que entregarlo, por contrato». El encargo no les resulta fácil al principio: esa noche no consiguen escribir nada y Bioy se hace eco de las reflexiones en las que Borges incurre al respecto: «No es fácil pensar por encargo. Cuando a uno se le ocurre una idea, se le ocurre con su expresión. Aquí tenemos la idea, pero no sabemos con qué situación expresarla».
Se deduce, pues, que no comenzaban de cero, sino que disponían de alguna indicación previa por parte del cineasta que les había encomendado la tarea. Parece que, pese a todo, el esfuerzo no fue tan arduo como daban a entender los tortuosos inicios. No ha pasado ni un mes cuando Bioy escribe: «Comen en casa Borges y Hugo Santiago Muchnik. A Muchnik le digo: “Tengo para usted, una buena y una mala noticia. La buena es que hemos concluido el resumen del film y que se lo regalamos para que haga lo que quiera. La mala es que no haremos el libreto”. Como un caballero, como un buen perdedor, Muchnik acepta mis palabras. Dice que esas diez páginas que le hemos hecho son lo esencial y que gracias a ellas podrán seguir adelante con el film». En ese mismo sentido, Borges dirá: «Es un caballero. No flaqueó en ningún momento. Cuando esté solo en su cuarto se pondrá a llorar. Nosotros le entregamos un argumento que parece de Nick Carter o de Nick Winter, pero la realidad nos ha regalado una escena que parece de Henry James: el fervoroso admirador que descubre que los ídolos tienen pies de barro; que los colosos son chiquitititos. La gente sobrevalúa nuestra capacidad literaria». No parece, sin embargo, que la decepción fuese tan grande, al menos si la escena transcurrió tal y como cuenta Bioy: «Después de comer nos reunimos en el escritorio y leo el resumen del argumento, escrito por Borges y yo. Muchnik se declara satisfecho, feliz, conversa un rato sobre la película, sugiere detalles y modificaciones atinadas y hasta un posible título: Invasión».
En opinión del teórico del cine Ángel Faretta, se trata de una obra cumbre dentro del cine vanguardista argentino y un certero punto de comunicación entre la cinematografía clásica y la corriente que se conocería como nouvelle vague. Su argumento mezcla el género policial con el fantástico en un maridaje en el que se enmarañan situaciones irreales y personajes indescifrables. En él, un grupo de hombres comandado por un anciano trata de detener la invasión de Aquilea, ciudad imaginaria que es un trasunto de Buenos Aires y de la Argentina sin ser ninguna de ellas. Los invasores llevan gabardina y tratan de introducir una maquinaria que permitirá una invasión masiva. Es todo lo que sabemos de ellos: ignoramos cuántos son, lo que buscan y el porqué de sus ambiciones. La trama sólo permite deducir que están ahí y que la ocupación es tan inminente como inevitable, en un guiño cierto a la literatura clásica y al episodio de la guerra de Troya. El propio nombre del escenario ya es, en ese sentido, una declaración de principios: el término Aquilea se usaba en las fuentes grecolatinas para referirse a un lugar asediado y defendido según los más estrictos preceptos del coraje, virtud que tenía a su máximo representante en Aquiles, cuyo destino le había hecho morir en pleno asedio. Aquilea fue, también, una de las últimas ciudades importantes del Imperio Romano, invadida repetidamente por los bárbaros hasta su destrucción final.
No es la única intertextualidad de la película. Se dice que Borges y Bioy se inspiraron para crear al viejo que dirige a los resistentes en la figura de Macedonio Fernández, y que el protagonista, interpretado por un impasible Lautaro Murúa, es una clara encarnación del «compadrito borgeano». También les resultará inequívocamente familiar a no pocos lectores la apelación a ese espíritu heroico que rehúye sentimientos y emociones porque sólo busca alcanzar la trascendencia, y el hecho de que el espectador no pierda en ningún momento la sensación de que, aunque ocurren muchas cosas, en realidad no está sucediendo nada.
Milonga de Manuel Flores
Borges y Bioy no pudieron desentenderse del largometraje que habían ideado y cuyo guión definitivo quedó en manos del director. Pese al alivio que se deduce de una anotación fechada el 9 de julio de 1967 («Comen en casa Borges y Hugo Santiago Muchnik. Con Borges, felices de vernos libres del compromiso del film, sin un pensamiento por el dinero que no ganaremos»), las cosas cambian apenas una semana después y las novedades se suceden día a día: «Come en casa Borges. Escribimos un episodio para el film (un episodio que ha de sustituir a uno el resumen que entregamos a Hugo Santiago)» (16 de julio); «Come en casa Borges. Trabajamos en las nuevas escenas de Invasión» (17 de julio); «Come en casa Borges. Hugo Santiago Muchnik mandó el nuevo contrato para Invasión. Borges: “Qué extraordinario es el muchacho… La bondad es admirable”» (18 de julio). El 21 de julio llega el cheque con los emolumentos, y un año después, el 17 de mayo, Hugo Santiago anuncia que el rodaje arrancará al cabo de unos días. El 14 de julio de 1968 Borges y Bioy escuchan por primera vez la Milonga de Manuel Flores, una espléndida composición del primero con música de Aníbal Troilo que marca uno de los puntos álgidos del largometraje, y algo más tarde se conocerá el resultado completo. La anotación del 16 de octubre de 1969 da fe de que el estreno de Invasión dejó en sus artífices un regusto agridulce: «Llama Hugo. A las diez y media de la noche, con Marta y Silvina vamos al cine Hindú, donde estrenan Invasión. Nos llevan, a Borges y a mí, a un cuartito, a conversar frente a micrófonos; primero me defiendo mejor de lo que esperaba; después peor de lo que ese comienzo me permitía prever; Borges, inteligentísimo, veraz y ¡un redomado actor! Es un hombre de tantos recursos que ha logrado aprovechar en su favor la ceguera; ahí adentro, invulnerable e indiferente, piensa en libertad. Pasamos a la sala. El film no llega a los espectadores; éstos ríen en los momentos trágicos y largamente se aburren. Nos vamos con precipitación, pero la gente (alguna famosa por la impertinencia agresiva) me detiene para felicitarme. Manucho, tan cáustico; Dalmiro Sáenz, tan acometedor: ambos elogiosos y cordiales. A Mastronardi lo interrumpo: “Entre bueyes no hay cornadas” (en seguida dudo del acierto de la frase). “El bodrio del año”, afirma tristemente un desconocido».
Todo es relativo. Invasión, que en su día pasó sin pena ni gloria, es vista hoy como una obra maestra indiscutible. En cualquier caso, el desastre no desanimó a sus responsables. Ya un año antes del estreno, el 1 de octubre de 1968, Bioy se hacía eco del nacimiento de un nuevo proyecto: «Comen en casa Borges y Hugo Santiago. Hugo Santiago dice: “Hay que ir pensando en un nuevo film”. Borges toma literalmente esas palabras: “Hace tiempo que pienso en un argumento. Un hombre, que se transforma, no como Mr. Jekyll, en otro, sino en otros, en cuatro o cinco”. A toda velocidad inventamos». También esta película acabó existiendo. Se tituló Les autres, se estrenó en París el 19 de febrero de 1975 y su libreto lo editó Christian Bourgois. Pero ésa es otra historia.
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