El verano es la época en la que se derriten los afectos. Dan al traste los amores; uno a uno, como moscas. Algo de este vapor, este tufillo de traición y tragedia, emana de los boletines de novedades editoriales previstos para la rentrée. Abandonos y zarpazos; robos, raptos… Rosa Montero, lejos ya de Seix Barral, regresa sin distopías y de la mano de Alfaguara; Roberto Bolaño, arrancado del catalogo de Anagrama, sorprende también en el sello capitaneado por Pilar Reyes. Las fracturas, los muchos huesos rotos, resultan evocadores, sirven para hurgar en el huerto de las mejores tragedias: las que acercan y alejan a editores y escritores. Oleaje caprichoso.
De las recientes, la de Raymond Carver y Gordon Lish es de las historias más conocidas. Es, incluso, tópica. Todos creemos saber lo qué pasó. Sin embargo, ignoramos los detalles. Y ya se sabe, como dice Nabokov, la importancia que confieren los matices en estos asuntos. Cuando se cumplieron diez años de la muerte del cuentista norteamericano, su editor, Gordon Lish, y su viuda, Tess Gallagher, alegaron, ni más ni menos, que fueron ellos quienes habían moldeado y confeccionado por completo la obra de Carver. Ellos habían aportado ideas, corregido y reescrito sus relatos casi por completo.
El periodista D.T Max fue de los primeros en husmear, reconstruir publicar todo el asunto. Intrigado por aquello, el reportero de The New York Times fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. D.T Max fue y revisó. Leyó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor, Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. Con el tiempo, los lectores descubrieron que Lish había quitado a Carver el excesivo sentimentalismo y dio a sus personajes esa especie de planicie emocional y verbal que tanto se asocia al estilo del escritor, así como esos finales abruptos con que terminaba los relatos.
El editor que mejora al autor es, hasta cierto punto, el islote deseable. El oasis de la relación literaria. Pero, ¿y qué ocurre cundo se envenena el arrecife? Cuando la larga relación va a parar al vertedero de los afectos y los desechos. El mejor ejemplo, o uno de los mejores del siglo pasado, está en la correspondencia de Thomas Bernhard y su editor Siegfried Enseld. El tono de las cartas entre ambos tiene grandes sobresaltos anímicos, arrebatos que están a mitad de camino entre el desprecio y la avidez, y que transmiten en la prosa una relación tan destructiva como la de cualquier padre o madre. Eran más de 500 cartas. Había verdaderas puñaladas; navajazos prodigados con intención. Fueron publicadas en 2012 en español por el sello Cómplices.
“Un autor es alguien absolutamente lamentable y ridículo y, bien visto, un editor también”, escribía Bernhard en noviembre de 1967 a Siegfried Unseld, con quien sostuvo una relación de más de casi 30 años interrumpida en varias ocasiones. Bernhard, autor de una obra que incluye 19 novelas, 17 obras teatrales y poesía, no fue en absoluto un hombre sencillo. En su calidad de testigo de la historia reciente de su país, Austria, al que le unía una relación de amor-odio, Bernhard lo había impreso —cada registro de su ira— en la saga autobiográfica que confirman El origen, El sótano, El aliento, El frío y Un niño. En aquellas páginas se revelaba como un ser humano doliente y hermético. En la correspondencia, es posible detectar el reverso de esa supuración. En aquellas cartas el tiempo y el espacio atestiguan las fluctuaciones de la amistad en medio de no pocos espinosos episodios, por ejemplo, el secuestro judicial, en 1984, de Tala; los encontronazos en los festivales de Salzburgo; la gresca con la crítica —el escándalo, en Viena, en 1988 tras el estreno de Heldenplatz, última obra dramática de Bernhard, en la que reprochaba a los austríacos el júbilo con el que recibieron a Hitler.
Como el verano, aquella amistad hace combustión. Por eso es tan divertido releer estas carnicerías en semejante horno de agosto. La última provocación, la pelea final de Bernhard y su editor llegó de forma inevitable. En noviembre de 1988, tres meses antes de la muerte de Bernhard, Unseld giró un telegrama en letras minúsculas, urgentes, escarmentadas: “Para mí no solo se ha alcanzado un límite doloroso sino que se ha traspasado (…). no puedo más”. A lo que el escritor respondió: “Bórreme de su editorial y de su memoria”. Y así terminó todo entre ambos. Relecturas veraniegas. Abanicarse frente a una hoguera donde arden cosas rotas. Esperar las novedades, y sus divorcios. Asomarse al horno, con la manzanita en la boca.
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