La editorial Debate ha seleccionado los mejores artículos sobre la educación, la enseñanza y el deporte escritos por el autor a quien Juan Goytisolo definió de esta manera: “Es el mejor Cervantes que se ha dado en España”. Ese autor es, por supuesto, Rafael Sánchez Ferlosio. En su opinión, la educación siempre ha de ser constructiva, puesto que entraña “un proceso de apropiación social del niño por el medio”.
En Zenda reproducimos el texto “Sobre el Pinocho de Collodi”, incluido en Borriquitos con chándal (Debate), de Rafael Sánchez Ferlosio.
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Sobre el «Pinocho» de Collodi
1.- Lenguajes adaptados. Cuando los colonizadores dicen que los colonizados no están «maduros para la autodeterminación», juzgan la cosa sobre el canon de sus propias maneras de existencia; pero, aun dando por bueno ese criterio y suponiendo que respecto de él sea cierto el veredicto, no hay que perder de vista hasta qué punto éste se ha dictado desde el hecho de la propia colonización y a la luz de las relaciones por ella establecidas. Como con los animales domésticos, se juzga la inteligencia del colonizado principalmente por su capacidad para entender al colonizador, para comunicarse con él. Pero ya que la lengua es el medio en cuyo seno tiene que medirse tal capacidad, hay que ver en primer lugar qué es lo que pasa con la lengua que corre entre uno y otro; y lo que pasa es que el propio colonizador empieza por fijar esa lengua —que es la suya— en un estadio de aprendizaje absolutamente grosero y elemental, pues, en efecto, en lugar de decirle al colonizado «Si fuera usted tan amable de conducirme a Bulawayo, estaría dispuesto a pagarle hasta diez libras rodesianas», lo que le dice es «Mtombo llevar Hombre Blanco Bulawayo y Hombre Blanco dar dinero Mtombo». Yo no diré que haya en tal comportamiento una deliberada y maligna segunda intención de bloquear al colonizado en su insuficiencia para pasar los exámenes de madurez pertenecientes al discutible criterio arriba mencionado; posiblemente no se trata más que del involuntario resultado de un puro egoísmo práctico según el cual lo único que le importa de Mtombo al Hombre Blanco es que le permita llegar lo más pronto posible a Bulawayo, y para conseguir a ultranza este propósito es no sólo suficiente sino incluso más expedita y eficaz esa deforme lengua: «¡Pues si cada vez que uno tiene que ir a alguna parte tuviese que pararse a dar lecciones de gramática…!». Lo cierto es que cuando los colonizadores vuelven a suspender una y otra vez a los colonizados en sus exámenes de madurez se olvidan de que han sido ellos mismos quienes los han fijado en el grado más elemental de las asignaturas que ellos mismos han decidido que hay que aprobar para que un pueblo se las gobierne por su cuenta, asignaturas entre las que destaca como primera y principal la de «Capacidad para entender al Hombre Blanco». Lo que me importa señalar aquí es que para fijar las jergas coloniales no bastaría la acción unilateral del habla defectuosa de los colonizados cuando están aprendiendo la lengua del colonizador; ese habla defectuosa desaparecería prontamente, como un mero estadio de aprendizaje, y no llegaría a cuajarse y perpetuarse en jerga colonial, si el propio colonizador no la corroborase y sancionase al imitarla cuando habla con el colonizado. Las jergas coloniales son el producto de una acción recíproca, bilateral, comparable con un juego de espejos. Se dirá que desde este mismo origen florecieron las magníficas lenguas neolatinas —en un principio jergas coloniales del latín—, pero tampoco hay que olvidar que tardaron mil años en hacerlo. Para la comparación que me interesa no hacen al caso causas o motivos —egoísmo o lo que fuere—, sino tan sólo el fenómeno de ese juego de espejos mediante el cual se cuajan en general las infralenguas y las jergas especializadas no según el asunto, sino según el receptor. Sólo el asunto tiene derecho a especializar la lengua común, y toda adaptación al receptor es una perversión lingüística y un acto de desprecio, al menos objetivo, hacia ese receptor. Así como hay un lenguaje para colonizados, hay un lenguaje para masas, un lenguaje para mujeres, un lenguaje para niños; en ninguno de ellos tiene cabida una palabra leal.
El Pinocho es un ejemplo de cómo un lenguaje y una intención pueden echar a perder la más afortunada de las invenciones; porque felicísimos son los hallazgos del madero parlante y del niño marioneta, y verdaderamente bien traídas están, junto con algunas otras, las fúnebres imágenes del caracol con una vela encendida en la cabeza y de los cuatro conejos negros llevando el ataúd. Sin duda a ellas debe el Pinocho, a pesar de los pesares, su universal fortuna; y esta misma fortuna ha de ser la que me excuse aquí de detenerme en las alabanzas que pueda merecer y que no harían más que sumarse a las de un ya antiguo y numeroso coro, para poder centrarme, en cambio, en los «pesares», que son dos: el lenguaje —del que ya voy hablando— y la intención, que será objeto del próximo parágrafo. ¡Qué hermoso libro habría sido éste (suponiendo que fuese lícito hablar así, que no lo es) si el autor hubiese osado dejar a solas su imaginación, limpia de otra intención que no fuese la propia del narrar, que es evocar y transmitir lo acontecido, y se hubiese atrevido a escribirlo no para los niños, sino exclusivamente para sí, lo que equivale a decir para quienquiera!
Cuando yo era muchacho y tenía perros, en el ansia de hacerme comprender mejor por ellos, me echaba a cuatro patas y trataba, en la voz y en el movimiento, de perrificarme como Dios me daba a entender; pero mi madre, al sorprenderme una vez en semejante tesitura, me dijo con sorna:
—¿Sabes lo que estarán pensando ahora los perros?
—No. ¿Qué estarán pensando?
—Pues estarán pensando: «¿Pero qué es lo que hace este cretino?».
Por desventura, no creo que aquellos bondadosos cachorrillos llegasen a concebir un pensamiento así, pero al punto reconocí que era precisamente lo que tendrían que haber pensado, y la lección tuvo un efecto radical. Desgraciadamente, tampoco los no menos tolerantes hijos de los hombres suelen llegar a pensar algo semejante de quienes creen que remedándoles el habla alcanzan una mayor y más honda comprensión, pero no dejaría de ser, del mismo modo, lo más justo que podrían pensar. El pretendido lenguaje infantil —en la medida en que esta expresión quiera sustantivarlo en vez de concebirlo tan sólo como una serie móvil de momentos adjetivos y transitorios en el proceso de aprendizaje de una lengua única— es una imitación de una imitación, producida y fijada por el mismo juego de espejos que hace cuajar las jergas coloniales: el niño no sólo reimita del adulto elementos más o menos oriundos de su habla, sino también elementos que el adulto le atribuye sin fundamento alguno, reincorporando en su habla no sólo sus propias torpezas, sino también las de la misma imitación. Por cuanto he oído referir, parece que resultaría bastante desoladora una investigación por esos colegios de Dios acerca de la influencia que sobre el gesto y el habla de los niños tienen las películas de dibujos de la televisión (no habladas, sino «maulladas», como expresivamente dice Fernando Quiñones) y sobre todo ese siniestro numerito cotidiano de «un lecado de palte de la tele». Por lo demás, tampoco es necesario esto, pues muchas veces se bastan los papás y las mamás para fijar a un niño en esa jerga durante mucho más tiempo de cuanto podría pedir el más completo desarrollo de sus facultades articulatorias y constructivas, como lo demuestra el caso harto frecuente de los niños «bilingües», que, según las conveniencias del momento, echan mano ya de esa babosa jerga, ya de la lengua común perfectamente desarrollada. Sin duda en el caso de los padres con los hijos media el amor —cosa que no ocurría, por cierto, en el de las colonias—, y el egoísmo, si es que lo hay, cobrará, en todo caso, un color bien diferente; es verdad que los imitan, igualmente, bajo la comezón de suprimir distancias (con lo que, de modo sólo aparentemente paradójico, no se hace más que reafirmarlas), pero también porque les hace gracia el habla de sus hijos, aunque tal vez tampoco falte en ello un ademán de superioridad, de donde, aun a despecho del amor, vuelve a salir de nuevo, al menos objetivamente, el menosprecio. Lo que se hace con la lengua con la que se les habla es algo que se está haciendo con los hombres mismos, y si las jergas coloniales indican la relación que media entre colonizadores y colonizados, la jerga para las masas revela lo que se quiere que los pueblos sean; la jerga de las revistas femeninas, lo que se quiere que sean las mujeres o lo que se pretende que son; la jerga de los círculos only men, clubs o tabernas, expresa el triste modelo social de los varones. Tres cuartos de lo mismo es lo que ocurre con el lenguaje para niños, que es preciso distinguir muy bien del habla de los niños.
No quiero yo decir, ni mucho menos, que el autor del Pinocho haya llegado a caer tan bajo como alguno de los ejemplos anteriores (aparte de que en la palabra escrita no se ha llegado todavía, que yo sepa, a la reproducción fonética de la jerga infantil), pero sí que es cierto que apunta ya en él un movimiento de palabra claramente teñido de ese condescendiente retintín con que el adulto viene a abajarse al presunto nivel de comprensión de sus pequeños interlocutores. Estamos en 1883: la ciencia de la pedagogía se va avispando.
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2.- Literatura moral. A mí me importa poco que la anterior objeción y en parte también esta que viene ahora pongan en cuestión la posibilidad misma de una literatura para niños como un tipo específico y bien diferenciado. Si no puede existir, pues que no exista; no hay sino que regocijarse de que no exista algo cuya existencia sólo es posible en la degradación. La intención era, así pues, el segundo de los pesares del Pinocho. La literatura moral, esto es, la literatura que tiene por intención la de llevar una determinada convicción a la conducta, tiene ya desde antiguo sus propios géneros, desde las éticas de los filósofos hasta los libros de máximas o de aforismos, pasando por los de reflexiones o meditaciones acerca de este mundo y sus postrimerías; pero no pocas veces se han intentado habilitar otros géneros para ese mismo objeto. El teatro, la poesía o la narración con intención moral no son nada insólito, mas no por eso dejan de ser la máxima inmoralidad literaria. La narración debe ser amoral, como lo es su propio objeto: la evocación de un acontecer; toda otra intención que no sea esta es advenediza y bastarda en sus entrañas. Claro está que esto no es más que un principio y, como todos los principios, puede ser transgredido; mas para transgredir sin menoscabo del producto resultante, para hacer una gran obra espuria, se requiere un destello de talento excepcional. Collodi no lo tuvo en modo alguno.
La novela moral es literariamente inmoral en la medida en que la intención bastarda se interfiere con la intención legítima; esto es, en la medida en que para servir a la ejemplaridad siempre se manipulan, quiérase o no, de uno u otro modo, los acontecimientos. Se dirá que el Pinocho es una narración fantástica y que, por lo tanto, no ha lugar a hablar respecto de ella de manipulaciones. Poco entiende del arte y de la fantasía quien piense que lo fantástico no puede ser manipulado por ser ya ello mismo, enteramente, puro producto de manipulación. La obra fantástica, exactamente igual que la naturalista, tiene sus propios fueros de coherencia, más estrechos, si cabe, que los de ésta, en virtud de su propia libertad. Y aquí que nadie me provoque desplazándome ad hoc la imagen del manipular, porque entonces diré que aun la llamada realidad es ya ella misma, en ese caso, otro producto de manipulación.
Pero que la novela no deba ser moral no implica, en modo alguno, que no pueda tener por tema propio los conflictos morales de los hombres; antes por el contrario, este es precisamente uno de sus más grandes temas y casi el único que a mí personalmente me interesa. Tema es, no hay por qué decirlo, algo enteramente distinto de intención. El modelo más caracterizado de las novelas que tienen por tema un conflicto moral es el de las que podríamos llamar «novelas de redención». Arquetípicas son entre ellas Crimen y castigo de Dostoievski y Lord Jim de Conrad; en ambas encontramos el esquema puro: un pecado original como punto de partida y, como desarrollo, el largo camino hasta la redención. En el Pinocho falta un claro pecado original (a no ser que se lo considere simbolizado en el nacimiento a partir de un pedazo de madera), pero no hay duda de que entra perfectamente entre las novelas de redención. Si ahora comparamos entre sí las dos primeras, quedará manifiesto lo que es manipular: en Lord Jim obra y funciona exclusivamente la moral de Lord Jim y él solo es el responsable y el agente de su propia redención, mientras que en Crimen y castigo la redención de Raskolnikov es algo a todas luces querido y dirigido por la mano y la voluntad de Dostoievski. Esto hace que Crimen y castigo, a despecho de los estupendos diálogos con el juez, no pase de ser un mediocre folletón, en tanto que Lord Jim es una obra maestra.
Pero en el Pinocho encontramos, además de la manipulación de los hechos en aras de la ejemplaridad, algo peor todavía: la inclusión de enunciados morales mondos y lirondos. Véase un ejemplo: «En este mundo los verdaderos pobres, merecedores de asistencia y compasión, no son más que aquellos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos». En la lectura se echará de ver hasta qué punto la inserción de frases como ésta —aunque artificiosamente puestas, en otros casos, en boca de los personajes— rajan completamente el espacio y el tiempo narrativos, como si de improviso el propio autor sacase la cabeza desgarrando el papel de la página para espetarnos, casi oralmente, tal admonición.
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3.- La venganza del arte. Pero con la manipulación de los hechos el autor del Pinocho ha tenido un fracaso casi tan sonado como el de Jorge Manrique con sus famosas Coplas. Y es que la musa se venga del que pretende violentarla imponiéndole intenciones extrañas a la del arte. De la manera más explícita pretenden ser las Coplas una admonición para que apartemos nuestro deseo y nuestra mirada de lo perecedero y los volvamos hacia lo perdurable. Pero el demon del arte quiso que el puñado de estrofas que, en medio de versos mediocres y hasta lamentables, alcanzan el hechizo fuese precisamente el que tañe el fantasma de lo perecedero. Hasta las dos figuras con que se ilustra la caducidad con el propósito de que menospreciemos lo perecedero (…)
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Autor: Rafael Sánchez Ferlosio. Título: Borriquitos con chándal. Editorial: Debate. Venta: Todostuslibros.
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