Vivimos tiempos curiosos. Tiempos en los que, como observó el escritor Arcadi Espada con lucidez marca de la casa, un Arnaldo Otegi, patriota vasco, tuvo el cuajo de afirmar el otro día que “los monstruos están al lado nuestro”… y no pasó nada. Hablaba Otegi de un populista caído en desgracia. Pero lo asombroso no fue su cinismo. Lo increíble, lo estupefaciente, fue la normalidad con que aceptamos que un terrorista condenado y confeso, portavoz de una organización criminal responsable de 800 asesinatos, miles de heridos y mutilados y cientos de miles de exiliados, se permita llamar monstruo a nadie.
Por supuesto, tampoco ha renunciado a su principal objetivo, que consiste en convertir en extranjeros a sus conciudadanos. No hay nada de lo que extrañarse. No hay nacionalismo bueno. El nacionalismo es la guerra.
Por eso es tan singular, tan valiente, esta novela. Este ciclo de novelas. Porque avanza contra corriente del mainstream cultural español. Un mainstream donde todavía a muchos les cuesta entender que no hay equidistancia posible entre los funcionarios y los asesinos, entre los agentes del orden y los pistoleros, entre los políticos manchados de sangre y los niños reventados bajo los cascotes de Hipercor o las casas cuartel. Entre los ciudadanos que dieron la cara, pocos pero gloriosos, y los millones que miraron para otro lado.
Borroka, y las novelas que (ojalá) seguirán, ponen el foco en un tiempo de canallas y carniceros, que sentaron las bases para la paz de los cementerios que ahora gestionamos. Alfonso J. Ussía, su autor, un escritor monumental, supo desde el primer momento que, como dijo en su día el reverendo Martin Luther King, “lo peor del siglo XX no son los crímenes de los malvados, sino el silencio escandaloso de las buenas personas».
Ussía, que escribe como los ángeles y que, igual que Mohamed Ali en el ring, tiene una prosa que baila como una mariposa y pica como una avispa, se ha atrevido a novelar la epopeya de los otros. La aventura de los olvidados. La gesta de aquellos guardias civiles que dieron su vida por defender la democracia, la igualdad de todos los españoles ante la ley y la supervivencia de una nación, España, que no es una unidad de destino en lo universal ni una patraña metafísica, sino nada más, y nada menos, que “un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
En Borroka se cuenta la historia de unos hombres y mujeres que dieron caza, y eran objetivo, de los patriotas de la dinamita. En Borroka están los agentes veteranos y los novatos, recién llegados al matadero. Como tengo escrito en otras ocasiones, paseaban por unas calles donde los semáforos tenían mira telescópica y donde los soplones estaban bien vistos. Sus rituales diarios fueron concebidos para no terminar con los sesos en la tapicería. Para no acabar con los huérfanos delante de un ataúd, recibiendo las condolencias y listos para ser señalados como hijos de carceleros. El mundo al revés. La justicia, y hasta el sentido común y el principio de realidad, descoyuntados por obra y gracia de un paisaje político en el que los nacionalistas y sus verdugos habían conseguido imponer sus tesis y puntos de vista.
No era menor, como explicó el profesor Félix Ovejero, el hecho de que nos hayan hecho creer que la Guerra Civil fue un conflicto entre la España del interior, verbigracia Castilla, y las comunidades periféricas, Cataluña y País Vasco. Una segunda tesis, también anotada por el autor de La deriva reaccionaria de la izquierda, apunta a la ficción suprema de afirmar que la Constitución y la democracia supusieron la continuación del franquismo por otras vías. Con esas dos simientes, más la carga de complejos asociados, resultaba naturalísimo que los españolitos de a pie sintiesen algo cercano a la indiferencia cada vez que la mafia nacionalista asesinaba a un funcionario público.
En Borroka Alfonso canta la epopeya de quienes por honor aceptaron jugarse la vida en territorio comanche. Con la diana colgada entre las cejas. Mientras los pistoleros salían y entraban a cielo abierto en Francia y mientras los periódicos informaban de los crímenes como quien da el parte meteorológico. Porque como explicó el coronel Manuel Sánchez Corbí, ETA era una organización terrorista que mataba en España y vivía en Francia. El día a día de los guardias civiles y policías fue una semiclandestinidad claustrofóbica. Con los uniformes secándose en el baño y los críos mintiendo en la escuela, no fuesen a enterarse los gentiles profesores o los encantadores papás de que el padre de la criatura era un txakurra y, por tanto, material de derribo. Sus muertes fueron un breve en los diarios y un titular tecleado a toda mecha. Una fotografía borrosa. Un velatorio con cuatro personas. Una misa tensa y un viaje de regreso a Castilla o Andalucía, al cementerio blanco y pobre.
Borroka no es una novela equidistante. Borroka tampoco es una novela perdida en etéreas justificaciones pseudopoéticas. Borroka no ennoblece a los que matan. Borroka es un puñetazo en el estómago. Un atracón de vida y de historia que Alfonso ha tenido el tesón de levantar a partir de una montaña de fuentes. En Borroka late, antes que nada, un corazón de periodista o historiador puro, de investigador capaz de entrevistar a decenas de protagonistas, de patearse los archivos de España y de Francia y de encerrarse durante meses con miles de folios de causas olvidadas, atestados policiales, informes forenses y recortes de prensa.
Pero Borroka es una novela importante por razones que van mucho más allá de cuestiones políticas y sociales. No es un panfleto. Ni una novela de tesis. Borroka vale oro porque es un artefacto literario de primera magnitud. Por el estilo literario, trepidante y lleno de música, que arranca como un volcán y sigue como un terremoto, que te agarra y no te suelta hasta beberte el libro en cuatro sorbos. Y porque la escritura de Alfonso es un diamante. Tiene temperatura y tiene emoción. Huele a pólvora, sabe a tierra, quema y retuerce.
Alfonso es un narrador nato. Algo tan raro de encontrar en la literatura española. Alfonso sabe contar cosas y sabe cómo contarlas. Y las cosas que cuenta en Borroka son esenciales para entender la historia de España de los últimos 50 años. Un país de Europa en el que todavía era posible morir por sostener unas ideas políticas. Como en Sicilia, vamos, pero con la mafia glorificada. Y sin diente por diente, a diferencia de Irlanda.
Miren, los escritores somos muy de lloriquear. Y a menudo lamentamos que no tenemos novelistas capaces de enfrentarse a la historia de nuestro país. Pues con Alfonso J. Ussía ya pueden dar por amortizado ese llanto. Ussía ha hecho por la lucha de la Guardia Civil contra el terrorismo de ETA, por los años más dramáticos y terribles de nuestra democracia, lo que James Ellroy en sus novelas sobre los años cuarenta y cincuenta en Los Ángeles. Alfonso va camino de ser nuestro Ellroy y nuestro Don DeLillo, nuestro brujo literario entre La Dalia Negra y Submundo. Un cruce de Baroja y Hemingway con alma de rockero y elegancia a raudales.
Y cómo levanta en Borroka un mundo de nieblas y montes, de bares que huelen a orines y calles perladas de llanto, de tiroteos y morgues, de canciones y baladas. No me sorprende, claro, porque veníamos avisados. Alfonso es el autor de un libro tan extraordinario como Vatio, que, como dijo Diego A. Manrique, constituye ese raro animal que es una buena novela sobre rock and roll. Alfonso narró con pulso de acero las trágicas historias del maquis en Norteña, que es como él y su amigo Nacho Vegas llaman a las tierras colgadas entre la cordillera y el mar cantábrico. Alfonso es también el autor de El puente de los suicidas, que le publicó en Círculo de Tiza la maravillosa Eva Serrano. Un manojo de historias donde brilla su vocación de escritor comprometido con los desheredados, los perdidos, los que caminan lejos del rebaño, los desnudos y los muertos. Alfonso es, además, el gran cronista de Madrid de mi generación, el mejor retratista de esta ciudad invivible, pero insustituible, la más guapa, la más valiente y más libre, capital de la gloria y del orgullo.
Y ahora, con Borroka, Alfonso Ussía ha escrito sobre aquellos que lucharon contra los monstruos, por decirlo con la misma expresión que usó en sus memorias el agente especial Robert Ressler, que es el tipo que acuñó el término serial killer y en quien se inspiró la serie Mindhunter. En Borroka escribe sobre aquellos que lucharon con monstruos, sobre los agentes del Servicio de Información, los de la Unidad de Intervención y los GAR, y sobre todos los que vivieron, sufrieron y a veces murieron en las casas cuartel, en las aceras y en los bosques de un país comido por el odio.
A los guardias civiles y los policías que canta y cuenta Borroka les debemos el amparo que brindaron a los demócratas cuando más lo necesitaban. Cuando los gudaris secuestraban y acribillaban en nombre de unos ideales putrefactos. Hoy, que algunos todavía confunden a los servidores públicos con los monigotes de una tamborrada guerracivilista, toca ponerse en pie y rendir homenaje a quienes sacaron niños de los escombros sin abandonarse a la venganza ni dejar de velar por nuestras libertades. La deuda es impagable, el agradecimiento infinito.
Voy acabando, que yo aquí estoy de paso y mi labor es la de hacer de telonero de los Rolling Stones, de Keith Richards o Mick Jagger. Pero no sin antes subrayar que Alfonso, además de genio, es un tipo de una pieza. Un hombre bueno, bravo y decente, al que es imposible no querer y admirar.
Gracias, amigo, por permitir que te acompañemos en el bautizo de una de las novelas más importantes publicadas en España en los últimos años.
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Este texto fue leído por el escritor Julio Valdeón en la presentación de Borroka, de Alfonso J. Ussía, el día 7 de noviembre en el Teatro Barceló de Madrid, junto a Julián Quirós, director de ABC.
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