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Bóveda y vertedero de fortuna

Artículo de Santiago Auserón sobre el libro de Andrés Barba Vida de Guastavino y Guastavino. A principios de diciembre, el cantante de Radio Futura, que como Juan Perro ha editado en formato discolibro Cantos de ultramar, presentó en Instagram la nueva novela de Barba.

1 Conjeturas de fortuna

Andrés Barba narra el drama de un destino español en busca de la fortuna norteamericana a finales del XIX, cuando todavía la ciudad de Nueva York no se había convertido en tópico del éxito internacional. Desde el epígrafe situado al frente del libro, la que pronto sería llamada ciudad de los rascacielos aparece como «conjetura», lugar especulativo por excelencia. La especulación en sentido vertical requiere que en algún otro lugar del mundo se abran agujeros, minas en busca de materias primas, oscuros laberintos del corazón. Andrés Barba es consciente de ello, pero su relato se adapta al pragmatismo del medio que describe, y sin mucho circunloquio nos incita a que nos hagamos cargo de las consecuencias. Es un narrador español que no contempla el ombligo de las esencias, busca en otros puertos y fronteras las condiciones de posibilidad de una nueva literatura.

"En el arranque de la furia constructiva de la ciudad de Nueva York, un inmigrante valenciano, Rafael Guastavino, hace valer un sistema tradicional de construcción de bóvedas tabicadas"

En el arranque de la furia constructiva de la ciudad de Nueva York, un inmigrante valenciano, Rafael Guastavino, hace valer un sistema tradicional de construcción de bóvedas tabicadas que proviene del mundo antiguo, pero que patenta y registra a su nombre de sonoridad festiva. Por medio de esa apropiación oportunista, una tradición arquitectónica anónima, largamente probada, cambia de signo, se convierte en empresa moderna y exitosa, adquiere tintes de drama personal. Andrés Barba, sin embargo, se resiste a dramatizar. Una de sus virtudes literarias es el estilo condensado, sucinto y hasta lacónico, con el que nuestra lengua se arma para narrar la pelea de un constructor levantino en la jungla del pragmatismo. Entre sus rasgos destaca el manejo del lenguaje técnico, que se carga de contenido extrañamente emocional, como si las técnicas y los materiales de construcción reclamasen el afecto del lector, antes que los personajes del drama. Tal como ocurre en muchos autores con los términos botánicos o marineros, el léxico arquitectónico proporciona aquí materia prima, pero no para el lucimiento del hombre de letras, sino para cumplir una doble función: es a la vez literal y metafórico, porque la empresa constructiva de Guastavino funciona como figura metaliteraria.

2 Costuras del miedo

La historia de Guastavino arranca de una titulación dudosa como maestro de obras, de una patente discutible y de un desfalco que le permite financiar la fuga al Nuevo Mundo. Otros rasgos de su carácter no alcanzan mayor consistencia: su afición a tocar el violín no acaba en dedicación artística; su inclinación a la lujuria no parece sino rasgo corriente y vulgar de la raza. El protagonista del relato se alza, pues, sobre el pedestal de la sospecha, no sobre el encarecimiento de una oda pindárica, que se mide por talentos de plata. En la base del éxito de su empresa hallamos cierto grado de impostura, no absoluta como la del rufián de Germanías, atemperada sin duda por el conocimento del oficio, pero suficiente para situar los afanes de Guastavino bajo el signo de lo incierto. El temor de Guastavino proviene de su pretensión de formar parte de la burguesía con la que se codea en Barcelona, antes de tomar la decisión de fugarse con su amante, su prole legítima e ilegítima y unos 40.000 dólares de la época. Andrés Barba especula con el miedo como «hilo dorado de la fábula». Los griegos antiguos llamaban «rapsoda» al transmisor de leyendas: «el que cose cantos». En este caso el hilo, ajeno a toda grandeza heroica, es «el miedo electrizante que hace que cada vida tenga un rumbo».

En las grandes ciudades industriales del XIX, como Nueva York o Chicago, cuyos edificios están construidos todavía sobre estructuras de madera, el miedo al incendio devastador es lo que precipita el éxito de las bóvedas tabicadas e ignífugas de Guastavino, que la asociación con el cemento Portland inventado en Gran Bretaña convierte en aptas para soportar grandes cargas, a pesar de su asombrosa delgadez, que parece cosa de fábula morisca. Miedo al incendio o miedo al derrumbe, trama individual y urdimbre colectiva del nuevo tejido industrial. Con vocación de humanista más comprehensiva que su gusto por el detalle técnico, Andrés Barba nos revela el alcance universal de la amenaza del fuego: está en las inseguras construcciones que Guastavino ve arder mientras piensa en la solución arquitectónica evidente; en la encendida sonoridad del violín que rasca en sus horas libres; en el deseo de poseer mujeres hermosas y en los afanes de un negocio próspero. También en las narraciones que se desviven en busca de «las palabras precisas», tanto más cuanto son biografías escuetas, porque el rastro de una vida depende del acierto o desacierto en la elección de un término. El fuego es razón universal al mismo tiempo constructiva y destructiva. Heráclito el Oscuro lo llamaba logos: «Genera medidas» —decía— «según se apaga o se enciende».

3 Constructivismo, metaliteratura, relato performativo

En busca de las «palabras precisas», Andrés Barba combina su inclinación metafísica con la exigencia de concisión, dentro del deseo firme, se entiende, de fascinar al lector, como el antiguo aedo hacía con sus pasmados oyentes. Su lector no es un príncipe mediterráneo tras el banquete, con suerte una trabajadora aprovechando el trayecto de metro. El perfil de su personaje se presenta como conjetura, al igual que la ciudad de Nueva York. La diferencia entre la realidad y la fábula es que la especulación urbanística tiende al infinito, mientras que en la fábula el término «economía» implica algo distinto. El tiempo es oro, la realidad es más fantástica que la fantasía… Vivimos rodeados de lugares comunes que son como piezas apiladas sobre el terreno encharcado de una obra en plena actividad. Para dar un paso más allá de los tópicos, habría que añadir que lo que llamamos realidad sufre de hipertrofia de la fantasía, mientras que la literatura está obligada a sanearla y ponerle freno.

"Su principal acierto literario es poner a prueba la literatura misma: a la vez que solicita nuestro asentimiento, nos lleva hasta el extremo de dudar de ella"

Una vez instalado el relato sobre el cimiento de la sospecha, Andrés Barba anima no obstante al lector a «fiarse de Guastavino». Pone a prueba con humor perverso nuestra capacidad para concederle asentimiento. La Musa que inspiraba al aedo antiguo le dijo un día: «Nosotras sabemos decir mentiras, pero también decir verdades cuando queremos». En consonancia con tan divino y caprichoso origen, Andrés Barba no necesita patentar su fórmula constructiva. Su principal acierto literario es poner a prueba la literatura misma: a la vez que solicita nuestro asentimiento, nos lleva hasta el extremo de dudar de ella. Su relato es metaliterario en este sentido preciso. La aparente inocencia de la narración de una «vida» tan documentada y a la vez tan concisa como sea posible obliga a un cálculo comparable con las pruebas de resistencia de una bóveda ligera.

De modo que además de metaliterario, el propósito de Andrés Barba es performativo: hace lo que dice, relata la epopeya del constructor valenciano y construye con palabras una suerte de edificio. La conjetura y el procedimiento constructivo conciernen a la vez a la materia significante y al contenido del relato. Como la técnica de la bóveda tabicada, el arte del relato performativo viene de antiguo: el aedo heleno ensalzaba su propio oficio en mitad de un episodio, pintaba una escena semejante a la que compartía en directo con sus oyentes. Al tiempo que encajaba en sus metros variantes del viejo mito, doraba y mitificaba la realidad común, para satisfacción del respetable, que consentía en apreciar unánimemente su fino humor. Y en el teatro posteriormente consagrado a Dionisos, el coro que decía «nosotros» se refería unas veces a los personajes del drama, otras a los espectadores que poblaban el graderío, otras al conjunto de la pólis y otras al poeta mismo, que buscaba asegurarse el triunfo en el certamen. Esa movilidad de sentido permitía que la representación del pasado fuese un verdadero rito dionisiaco.

La concreción pragmática del estilo de Andrés Barba parece contagio que proviene del argumento mismo y de sus materiales (ladrillos o azulejos cocidos a alta temperatura, polvo gris de cemento, cálculo geométrico). Su objeto prioritario es renovar la escena de la representación coral. Por eso no se priva de remedar con sorna la invocación de Homero al principio de sus cantos («Háblame oh Musa…»), para ver si alcanzamos a preservar la compasión universal del cantor de Troya incluyendo en ella a constructores y especuladores inmobiliarios.

4 El plural inclusivo

Cuando valora el talante «tan español» de Guastavino, Andrés Barba quiere comprometer al lector, le pone la zanahoria delante del hocico: «Amamos a los ladrones, digámoslo cuanto antes». Los ladrones, ya saben, triunfan en sociedad, ocupan los telediarios, son respetados en prisión, se enriquecen nuevamente con sus libros de memorias… Y proporcionan argumento para otros libros. Sin embargo, no parece que el autor se sienta del todo conforme con el colectivo en el que prueba a integrarnos, quiere que participemos en un relato deliberadamento escueto, en el que si se nos roba algo es la facilidad para la fascinación inmediata. ¿Acaso no quiere fascinar este contador de historias? Sí, pero no de cualquier modo. Quiere llevarnos por los caminos de su propia fascinación como escritor.

"Andrés Barba conoce los argumentos escandalosos de la Secta del Perro, pero sus sentencias no se reducen a puro cinismo"

Guastavino viene a ser un prototipo de self-made man cuyo color castizo originario no es motivo particular de alegría, porque enseguida se integra en el medio de color cemento. Se integra como un inmigrante más en un típico escenario neoyorquino en que se juntan la miseria, el oportunismo, la industria, el laconismo frío, el realismo crudo y la ausencia de sentimientos, como se ve en las relaciones que Guastavino mantiene con su hijo Guastavino, cuando este ya se muestra listo para heredar la empresa del padre. «Vamos a llamar a eso verdad», sentencia Barba. Es una sentencia que reinstala la duda como cimiento. «Vamos a llamar»… Parece el inicio de un protocolo matemático.

Andrés Barba conoce los argumentos escandalosos de la Secta del Perro, pero sus sentencias no se reducen a puro cinismo. Más bien a observación empírica del asiento sobre el que se alzan los rascacielos cual materialización de las Formas inteligibles: «[…] para creer por completo este relato tal vez el autor tendría que abandonar un poco el despecho y el lector el escepticismo». La aquiescencia que el autor reclama del lector corre la misma suerte que el sentimiento del inmigrante levantino, quien no alcanza a librarse de ciertas dificultades para articular la lengua inglesa a la velocidad que exigen los negocios. El autor dice estar dispuesto a renunciar al despecho latino, si aceptamos seguir hasta el final el curso del relato. Es un trato razonable.

A pesar de ello, a sabiendas de que aceptaremos, no deja de insistir: «Nosotros creemos […]. Necesitamos creer en la narración de Guastavino». Por algo están todavía en pie sus construcciones. «Somos devotos», dice, de esa ingenuidad eficiente que consigue vender una técnica de construcción antigua a un país sin historia. «Nos gusta esta familia…», llega a afirmar, en un alarde de confianza sospechosa. Si la vida de Guastavino en manos de Andrés Barba avanza un paso respecto de los especialistas en la condensación narrativa es porque, además de la exigencia de concreción, el autor impone al texto un ritmo neoyorquino que nos resulta increiblemente familiar, tanto como el lenguaje de la picaresca española. Personaje, relato, estilo, todo parece confluir en un mismo centro del torbellino, todo se va por el mismo desagüe. El asentimiento que el autor reclama requiere que confiemos en la consistencia del héroe nacido de la sospecha, pero este se nos presenta como carente casi por completo de dimensión psicológica. Para asegurar la transmisión hereditaria del miedo no hace falta tal cosa. Y Andrés Barba provoca al lector como para que no le crea del todo, justamente donde le sería más fácil creer. Está llevando su narrativa por caminos concurridos que requieren una inteligencia implícita.

5 Realidad y ficción: tautología

El relato se mide con el alcance del argumento, con el proceso que desde el falseamiento permite construir una identidad personal, artística, nacional, española o norteamericana. Como si las conveniencias de la fábula viniesen a ratificar el curso inapelable de los acontecimientos. La ficción se convierte en una reducción simbólica de la realidad, ecuación que de los cálculos constructivos y de los números contables se alza a las nubes de la pura tautología. Si A es igual a B y B es igual a C, A es igual a C, lo que equivale a decir que A es igual a A. Pongamos que C es la ficción y A la realidad, que acaban por identificarse. ¿Cuál es el término medio, esa B que se desliza entre ambas para escabullirse a la mínima de cambio? ¿Simboliza acaso el éxito, la selección natural de los más fuertes u osados? ¿De los más sacrificados, de los más ladrones? ¿Es cosa del «dichoso genio», como sugiere el autor con cierta impaciencia? La realidad se reduce al éxito y el éxito es motivo de fábula que puede igualarse con la realidad y suplantarla. Sin duda en la formulación de la tautología —de la ecuación entre realidad y ficción—queda siempre un resto hermético.

"Hay algo en Guastavino de los personajes de García Márquez movidos por un furor carnal y religioso, propio de climas cálido"

Ya el título nos lo estaba advirtiendo: Guastavino y Guastavino, el padre y el hijo, son hilos de la misma trama. Pero no es lo mismo, A no es igual a A. La reiteración del éxito supone nuevo esfuerzo y acaba por provocar desgana. La consistencia del personaje ha requerido cierto amaño que el éxito de la empresa familiar vuelve superfuo: «Le hemos hecho soportar la penuria necesaria como si eso garantizara una especie de seriedad.» ¿Qué significa esta exposición pública del arte narrativo? ¿Alguien no está dispuesto a que le sigan contando historias? El éxito neoyorquino se precipita como prolongación de la sencillez de una técnica milenaria: «Ese momento que es tan banal en realidad por mucho que sus repercusiones sean totales, que ni siquiera así deja de ser banal, ese es el momento que nos asombra». Y entonces el lector cae en la cuenta de que Andres Barba le ha forzado a dar un paso más allá del tópico. Hemos confiado, tal como el autor nos pedía insistentemente, y ahora nos vemos metidos en un callejón donde la fantasía desemboca en banalidad, no en maravilla. ¿O acaso banalidad y maravilla forman una ecuación más difícil de resolver?

6 Los caminos de la negación

Una vez asegurado el éxito de sus bóvedas en diversas ciudades americanas, instalado en su flamante mansión —con estructura hecha, por cierto, de madera— Guastavino se casa con su nueva amante, recupera la fe de sus abuelos y también su pasión musical, compone por las noches piezas para violín, cual si pudiera legitimar por fin su condición burguesa, «comprar a Dios con calderilla», dice Andrés Barba. Hay algo en Guastavino de los personajes de García Márquez movidos por un furor carnal y religioso, propio de climas cálidos, pero antes que el efectismo narrativo de la magia tropical, Andrés Barba prefiere compartir el humor negro del judío centroeuropeo, dado a la melancolía como Kafka, o de los irlandeses escapados al Continente, aficionados a la bebida, como Joyce y Beckett. La piedad tardía de Guastavino no parece incluir la deriva filial, por la frialdad con la que trata a su primogénito heredero cuando este gana su primer concurso. El legado del éxito no conlleva un aumento de credibilidad como personaje de fábula. Guastavino Jr. se desdibuja en la mediocridad insignificante justo a tiempo para concluir la novela sin opción a moraleja.

Andrés Barba describe el reproche amargamente almacenado por el hijo con técnica musical de baterista: «como un tambor ensordecido con una tela, y luego con una manta, pero cuyo sonido sigue siendo profundo y llenando el corazón de congoja». La congoja como única memoria hereditaria verdaderamente tangible, temática cabal para un tango neoyorkino. Vista desde este ángulo, la ciudad de los rascacielos aparece de pronto como desnuda de la tabiquería de cristal tintado que los reviste: «Una compartimentación infinita y vertical. Eso es lo que somos capaces de hacer», observa el autor. Una transmisión jerarquizada de la soledad ante la muerte. En tales estructuras no deja de cumplir su papel el delgado techo que nos separa de los meteoros: «La bóveda es a la arquitectura lo que el abracadabra a los cuentos: allí donde aparece se suspende la lógica».

"Quiere que antes de pasar página seamos conscientes del lugar al que conduce la conveniencia de las fábulas"

Antes de suspenderse, la ecuación entre realidad y ficción, entre banalidad y maravilla, por simple razonamiento deductivo conduce a la siguiente conclusión acerca de la concepción nacionalista del arte: «Todos quieren crear la arquitectura nacional, pero es difícil tener nostalgia de un amor cuando aún no se ha llegado al baile. Sin historia no hay nostalgia de la historia. Sin nostalgia de la historia no hay arquitectura nacional». Donde dice «arquitectura», pongamos «literatura». Y también, obviamente, donde dice «historia». En el siguiente paso deductivo, Guastavino pasa a mejor vida como si para ello bastase «empujar con un dedito». En el álgebra que iguala realidad y ficción, el resultado es la estupefacción: A menos B o menos C —realidad sin triunfo o triunfo sin relato— igual a cero. «Los caminos de la negación son inescrutables».

Para interpretar correctamente esta perífrasis de la epístola paulina conviene no olvidar que la negación, en teología apofática, es el único camino seguro hacia Dios. En las corrientes espirituales de Extremo Oriente, de las que nos separan los rascacielos naturales del Himalaya, el vacío es el lugar paradójico donde se esconde la plenitud. Pero en Occidente la negación adopta la socorrida forma del complejo de castración, el difuso personaje de Guastavino Jr. se construye exclusivamente en relación con la figura del padre. Estos son los hechos y no hay más cera que la que arde. El nombre del padre que ha de hacer durar la gloria del linaje no es solo origen del mito, sino también vertedero de los relatos acerca de la fortuna norteamericana. Andrés Barba acompaña el curso de la historia hasta su desembocadura con una sonrisa irónica. Para diseñar el final, baja desde el piso de la ironía a la oficina del sarcasmo —por el rellano ha visto la figura lívida del escribiente Bartleby—, cuando recurre a presentar el residuo de la saga como guión de una miniserie televisiva en trece capítulos. Quiere que antes de pasar página seamos conscientes del lugar al que conduce la conveniencia de las fábulas.

7 Técnicas para construir un final 

La diferencia más llamativa del último libro de Andrés Barba con respecto al anterior, República luminosa, se halla justamente en el final de ambos libros. En su anticlímax deliberado, ‹Vida de Guastavino y Guastavino› transmite los hechos residuales negándose a concederles prestigio literario, con la certeza de haber dado con la pieza clave antes de llegar a la conclusión. La pieza clave es una más de las muchas que componen la bóveda de tabiquería. O la difícil ecuación entre realidad común y constructo de la fantasía. No el legado del éxito empresarial ni el lazo filial de Guastavino con Guastavino ni —como dirían nuestros clásicos— el linaje que los parió. En República luminosa, los niños asalvajados seducen y arrastran consigo a los hijos de los funcionarios, escapando de la lógica de Occidente. Predomina —en este caso, sí— la fantasía tropical que culmina en efecto de magia óptica, con los reflejos de los cristales incrustados en las paredes de la alcantarilla donde los niños se cobijan. La maravilla acontece bajo la bóveda subterránea del vertedero. No es necesario revelar la última escena. En su siguiente libro Andrés Barba ha necesitado escribir un final bien distinto.

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Autor: Andrés Barba. Título: Vida de Guastavino y Guastavino. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros y Amazon

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