Imagen de portada: The Muses: Melpomene, Erato and Polyhymnia, de Eustache Le Sueur
El bloqueo creativo es un tormento de categoría literaria (qué raro que no haya un círculo del infierno en el que los artistas ufanos lo padezcan por los siglos de los siglos). Tanto es así que ha inspirado novelas, obras de teatro, películas… incluso ha sido protagonista tácito de best sellers internacionales como La verdad sobre el caso de Harry Quebert, de Joel Dicker (¡dos millones de ejemplares!). Esa apatía, ese desgarro interno que experimenta el artista (el escritor en este caso) cuando se enfrenta al cursor parpadeante en el ordenador o a la hoja en blanco del cuaderno, que un plumín averiado llena de melancólicas manchas de tinta, es, en verdad, reverso de la propia inspiración. Es necesario bloquearse —aburrirse, ahogarse en la abulia, querer abandonarlo todo— para inspirarse. Esto me lo repito como mantra de autoayuda porque, efectivamente, me hallo en un momento de bloqueo. Como posible solución he creído interesante (veremos si útil, finalmente) hacer un repaso por la historia para ver cómo se enfrentaron a la hoja en blanco los grandes genios de la literatura, cómo convocaron ellos la inspiración en momentos de agotamiento en los que parecía imposible escribir una sola línea.
La solución que aportaban los antiguos al bloqueo no parece a simple vista la más efectiva, especialmente si se es descreído u hombre de poca de fe. Inspirare, el verbo latino que devenga la palabra «inspiración», hace referencia a tomar hacia dentro (in-) un aliento o espíritu (spiro). Tomar espíritu; esa es la raíz de la inspiración. ¿Tomarlo de quién? De alguien externo, claro. El espíritu necesario para la creación de textos es un elemento exógeno que proviene de los dioses o las musas —seres caprichosos encaramados a su Olimpo o su Parnaso que de vez en cuando, quizá para paliar ellos su propio aburrimiento, conceden a los mortales el placer y el desgarro de una idea—. Así, Homero y Virgilio comenzaban sus poemas épicos pidiendo a la divinidad que compartiera (a través de ellos; ellos como vector literario del conocimiento divino) «la cólera funesta que un dolor infinito causó a los aqueos y tantas valerosas almas de héroes arrojó al Hades», la cólera «de Aquiles, hijo de Peleo» (Il. I), o «los motivos, la ofensa por la que la reina de los dioses impulsó a un varón insigne por su piedad a arrostrar tantas desventuras» (En. I). Hasta el mismo siglo XVII de nuestra era se repite este recurso, por ejemplo en la poesía de John Milton, quien agradecía a misteriosos ángeles el que cada noche le concedieran cuarenta privilegiados versos de su Paraíso perdido.
Es en el siglo XIX cuando los autores empiezan a ingeniar métodos más rocambolescos para no depender de dioses caprichosos que inspiren sus obras a voluntad. Pero a lo que recurren tampoco parece ser el epíteto de lo fiable… Sueños. Concretamente sueños aderezados con drogas. A ello quizá los moviera la presión editorial a cuenta de la profesionalización del negocio del libro durante la revolución industrial, o simplemente la posibilidad de acceder a paraísos mágicos por las puertas del opio, que en aquella época inundó Europa desde el Extremo Oriente. El hecho es que los autores del temprano Romanticismo recurrían con frecuencia a estos métodos para crear sueños fantásticos con los que alimentar sus obras. Es mundialmente conocido el caso del poeta Samuel Coleridge, cuyo poema Kubla Khan (1816), explosión de imaginación, surgió tras una noche de consumo desenfadado de alcohol y opio. Coleridge se sentó a escribir de madrugada, el sueño vívido aún en la mente, hasta que la interrupción de un vecino que llamó a su puerta lo hizo desaparecer. La autora Ann Radcliffe, precursora del género gótico, llegaba al cómico punto de, además, empacharse de carne antes de dormir para ocasionarse las mejores pesadillas con las que inspirar sus relatos. El caso de Robert Louis Stevenson no es menos curioso. Una noche de efusión cocaínica le devolvió en forma de pesadilla el recuerdo de un viejo profesor de su Edimburgo natal, un hombre respetado y reputado a quien un día se halló culpable del asesinato de seis alumnos. Su mujer, al oírlo gritar en sueños, lo despertó, y él, molesto, le dijo: «¿Por qué me has despertado? Estaba soñando un perfecto cuento de terror». Bastaron tres noches más, entregado también a la droga como estímulo de la creatividad, para tener a punto El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (1886).
Opio o dioses caprichosos. Mi selección de métodos de inspiración no parece la más segura. Otros autores hay, por suerte, con rutinas menos erráticas y más compatibles con la vida (el pobre Stevenson murió a los cuarenta y cuatro años de un derrame cerebral). Gustav Flaubert (1821-1880), por ejemplo, aporta al escritor bloqueado un consuelo infalible: el trabajo.
Flaubert nunca se consideró un genio artístico ni agraciado con el don de la poesía. El éxito de Madame Bovary (1857) fue una sorpresa. De Salambó (1862) nunca esperó vender más que unos pocos ejemplares. La novela, sin embargo, fue un fenómeno pop de su día, inspirando óperas, marcas de jabón y convirtiéndose en la favorita de la emperatriz Eugenia de Montijo. El método de Flaubert no era otro que el trabajo duro, a veces esclavo. En su residencia campestre de Croisset, el genio francés destilaba esfuerzo en larguísimas jornadas de trabajo ininterrumpido. A él perfectamente aplicaría la famosa respuesta de Baudelaire a aquella admiradora que osó preguntarle de dónde venía la inspiración: «La inspiración es trabajar todos los días». Por esa senda del escritor que se sienta a la mesa, con ganas o sin ellas, luego anduvieron autores como Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa, que confesaron no tenerse por genios poéticos. Encontraron, decían, en el profesionalismo de Flaubert la forma de compensar el furor poeticus de otros.
Escritores como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Gabriel García Márquez, por el contrario, estilaron en sus años del boom métodos creativos más parecidos a los de los primeros románticos. Se mostraban contra la profesionalización de la imaginación, pues, como decía Borges, «uno no es escritor de ocho a una y de dos a seis». Y aun así, escritores más imaginativos que estos, capaces de crear los mundos que se replican en la infinidad de espejos del Aleph, que se repiten hasta el fin de lo visible, en los que la magia y la realidad son una y la misma cosa, no los ha habido. En verdad, cuando uno no puede escribir encuentra mucho consuelo oyendo a Cortázar decir «yo soy un escritor muy vago» o a Gabo «a veces me da pereza escribir… Esto de la literatura es una mierda».
Profesionales, divinos o arbitrarios, ¿qué tienen todos ellos en común? La necesidad de contar historias y de que el mundo no los pase desapercibidos. Son autores atentos al mundo que los rodea, al contexto en el que se encuentran. De la necesidad de explicarlo —de explicárselo, también— brota el acto creativo. La imaginación, por lo tanto, no es más que el cauce por el cual el escritor trata de dar sentido a la realidad. El método de trabajo, ya sea el de horas de rutina esclava frente al papel o el de venderse como esclavo a la musa, acaba siendo opción de cada uno, y a la vista está que no hay uno solo ni fiable ni auténtico ni que establezca un patrón.
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