Llegamos a Bríndisi una desapacible noche eneriega. Giuseppe y Antonella nos habían traído desde Bari, ahorrándonos trasiegos onerosos. Nos regalaron valiosas indicaciones para disfrutar su Apulia, la región que conforma el talón de la bota itálica y galantea con Montenegro, Albania y Grecia, a no muchas millas de sus costas.
Reconfortados por un extraordinario tinto y un no menos excepcional limoncello, decidimos desafiar la inclemencia de la noche y adentrarnos en el casco antiguo. Arribamos a la plaza de la catedral, coqueta, amanosa. A nuestra derecha, un palacio episcopal del XVIII engalanado con esculturas que representan las disciplinas que debían estudiar los adolescentes que acudieran al seminario, allí también cobijado.
Una gran estrella luminosa presidía la plaza, iluminando desde abajo la fachada catedralicia, dejando en evocadora penumbra las estatuas que la ornaban. Tras sufrir terremotos (el más grave en 1743) y bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial, casi nada queda del primitivo edificio románico que acogió la coronación de Ruggiero, vástago de Tancredo, como corey de Sicilia junto a su padre en 1191. Un año después el joven se casaría aquí con Irene, hija del emperador de Bizancio. Como regalo de boda, Tancredo mandó rehabilitar una antigua fuente romana a la vera de la Vía Appia, que aún se puede admirar en las afueras de la ciudad.
Los ancestros de la actual catedral hospedaron el 9 de noviembre de 1225 los segundos esponsales del polémico emperador Federico II, Stupor Mundi, Apuliae Puer, con la catorceañera Isabella de Brienne, reina de Jerusalén. Federico II de Hohenstaufen, excomulgado por el papa Gregorio IX, que lo llamó el Anticristo, organizó la Sexta Cruzada, que le permitió recuperar Chipre y ser rey de Jerusalén en 1229.
Bríndisi ha sido desde su fundación antesala de Oriente. Aquí nacía la Vía Appia, que conectaba Roma con Grecia y Asia. De sus muelles partían los bajeles que llevaban a devotos y no tanto a Tierra Santa. Fue, pues, uno de los principales puertos desde los que zarparon los participantes en la Primera Cruzada, que quisieron arrebatar Jerusalén a los sarracenos. De ese espíritu belicoso a la vez que devoto da fe en la misma plaza una logia que perteneció al antiguo edificio de la Orden de los Caballeros del Temple. Donde antes velaban armas los caballeros de la cruz patada roja, deambulan ahora capiteles y estatuas decapitadas de patricias romanas. Ese pórtico forma parte del Museo Arqueológico Francesco Ribezzo, que acoge una estupenda colección de piezas de las culturas mesapias, primigenios habitantes de la Yapigia (antiguo nombre de esta zona), griegas y romanas. Sobresale su colección cerámica y epigráfica. Brillan los bronces rescatados del mar. Sobrecoge mirar cara a cara las estatuas resucitadas tras siglos durmiendo en el fondo del ponto.
Los suelos de la primitiva catedral normanda estaban recubiertos por un colosal mosaico, semejante al que por desgracia no pudimos contemplar en la de Otranto, obra cumbre de un tal Pantaleón, eclesiástico de origen griego que lo culminó en 1166. Del de Bríndisi, completado en 1178 por mandato del arzobispo Guillermo, apenas quedan cuatro o cinco fragmentos en la nave izquierda y en torno al altar mayor. Hemos de conformarnos con la descripción que nos hicieron viajeros decimonónicos. Según su relato, entre las escenas, la mayoría de contenido bíblico, tenían cabida pasajes dedicados al ciclo troyano. Describían una figura de Ascanio, hijo de Eneas. Se cuenta que Virgilio murió a apenas cien metros de este emplazamiento. Conmueve el detalle de los brindisinos de antaño pavimentando el principal monumento de su ciudad con momentos de la Eneida, la gran epopeya que dejó sin terminar porque la muerte lo sorprendió a su regreso de Grecia.
Narran los cronistas sucesos de la Canción de Rolando, en las que las huestes de Carlomagno combatían contra los sarracenos. Cuentan que se distinguía el instante en el que los musulmanes emboscaron al héroe en Roncesvalles y lo hirieron de muerte. Estas representaciones de lucha contra el infiel buscaban avivar la fe y el ardor bélico de quienes acudían a rezar antes de embarcarse bajo los estandartes de la cruz. Los altares de la catedral albergan reliquias traídas de Tierra Santa, como el brazo de san Jorge, la hidria en la que Jesús convirtió en vino el agua en las bodas de Caná y algunos restos de san Teodoro de Amasea, protector del ejército bizantino.
Del carácter de pórtico de las cruzadas que tuvo Bríndisi da testimonio también una alhaja de piedra, casi asfixiada por las edificaciones vecinas: la Iglesia de san Giovanni al Sepolcro. Fue erigida a finales del siglo XI por un noble normando tras volver de su peregrinación inspirándose en la rotonda denominada Anastasis («Resurrección»), que hay en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Como su modelo jerosolimitano, su planta es circular, queriendo simbolizar la eternidad del tiempo y la perfección divina. Ya desde Pitágoras el círculo parece comunicar al hombre con la divinidad. La techumbre fue restaurada, pero se conservan las ocho columnas originales, algunas de las cuales guardan memoria de los grafitos hechos por los peregrinos o cruzados que aguardaban la partida de las naves que habrían de trasladarlos a ultramar. Unos frescos bizantinos del XII y XIII, picados para aplicar cal sobre ellos, nos traen ecos de las novedades que Giotto introdujo en el arte. Destaca un pasaje de la lucha de san Jorge contra el dragón: según san Bernardo, entusiasta predicador de la Segunda Cruzada, el dragón representa al infiel, ya que ambos son manifestaciones del Maligno. Es deber del cruzado atravesar al mahometano con la misma saña con la que el santo hiere al dragón.
Una nueva escena de combate del cristiano, con escudo triangular, contra el sarraceno, protegido por una rodela circular y tocado con turbante, la observamos en la portada principal, la del norte, labrada a inicios del siglo XII. Es fascinante. Dos leones sujetan las columnas sobre las que dormitan sendos capiteles tallados con figuras animales y antropomorfas. El dintel es una floresta pétrea. Una alambicada decoración vegetal guarece a figuras mitológicas como deliciosos centauros, alguno barbado y cubierto con un gorro frigio, e incluso una centáuride, que bebe junto a un compañero de un cuenco. Entre la fronda Hércules combate al león de Nemea, una joven cabalga una fiera, un elefante lleva a dos jinetes, dos grifos se enfrentan rampantes, y leones y grifos atacan a animales.
Otra portada más sencilla, al oeste, da a un bucólico huerto. En ella se pueden admirar de nuevo efigies y grifos. Con paciencia se puede buscar el grafiti que representa un drakkar, el navío normando que llevaba a los peregrinos y cruzados a Ultramar.
Volví dos veces para empaparme de este templo, que me evocaba a la segoviana iglesia de la Vera Cruz, anteriormente conocida como del Santo Sepulcro y que la tradición atribuía a los templarios.
Enfrente Fabrizio di Renzo reina en L’Hospitale del Turista, un negocio dedicado a la venta de recuerdos locales, en el que se pueden adquirir también delicias gastronómicas pullesas. Fabrizio hizo un Erasmus en Segovia y, en cuanto nos escuchó hablar español, se deshizo en atenciones. Gracias a él pudimos disfrutar una sinfonía de exquisiteces de Apulia en la Trattoria Al Muraglione, en las inmediaciones del puerto. Se enseñorearon de nuestras papilas un puré de habas blancas y unas orecchiete, variedad local de pasta en forma de pequeñas orejas que las mujeres moldeaban con sus dedos (pudimos comprar en las calles del casco antiguo de Bari unas artesanales). La pasta estaba acompañada por una salsa a base de las hojas de los nabos, a las que llaman rape, dejándonos un sabor picante que exigía doble ración del afrutado blanco que la feraz Apulia obsequia.
Merced a las indicaciones de Antonella y Giuseppe honramos a la corte de Neptuno en La Locanda del Porto, en unas escalinatas que buscan el mar desde la plaza de la catedral. Nos dejamos aconsejar para probar un surtido de antipasti, la mayoría confeccionados con las capturas del día. Pudimos besar a las nereidas.
Dos castillos, uno svevo o suabo, erigido por mandato de la casa de Hohenstaufen, originarios de la región alemana de Suabia, y otro alfonsino, alzado en tiempos de nuestro Felipe II, protegen los dos puertos brindisinos. El Suabo, el interior, y el Alfonsino, sobre una isla comunicada con tierra, el externo.
Desde sus muelles siguen zarpando navíos rumbo a Sicilia, Albania o diversas localidades griegas. Hasta 1914 estuvo en funcionamiento La Valigia delle Indie, un recorrido internacional que conectaba Londres con Bombay, atravesando en tren Francia e Italia, navegando desde Bríndisi a Bombay a través del Canal de Suez y pudiendo continuar hasta Calcuta de nuevo en ferrocarril, un recorrido que no tenía nada que envidiar al mítico Orient Express. Más aún: lo superaba, si a las 45 horas que se precisaban para llegar desde Londres a Bríndisi vía París les añadimos las 22 jornadas de navegación. Lástima que ninguna Agatha Christie situara alguno de sus crímenes en este itinerario. Que Julio Verne no lo valorara para ninguna de sus novelas.
Besando el mar en el paseo que circunvala el puerto interno, un palacio rehabilitado acoge la Collezione Archeologica S. Faldetta. Se trata de una bien nutrida exposición de cerámicas mesapias y helenas que merecen una detallada visita. Desde su terraza, aparte de ver al otro lado de la bahía el mastodonte de hormigón que mandó construir Mussolini para homenajear a los marinos italianos, podemos gozar de una vista privilegiada sobre las dos columnas romanas que daban la bienvenida a los viajeros que arribaban a Italia. En realidad sólo queda una y la base y el tambor de la otra. El resto fue regalado a Lecce y preside, majestuosa, la plaza a la vera de su imponente anfiteatro. Las columnas que observamos son de entre los siglos II y III d.C. y parecían ser soporte de estatuas. El capitel actual es una copia. Si queremos contemplar de cerca el original, tendremos que dirigirnos al Palazzo Granafei-Nervegna y admirar sus dos divinidades marinas y los ocho tritones, guarnecidos por hojas de acanto.
Frente a la columna sobreviviente una inscripción marmórea, algo deslucida, nos informa de que en ese solar, faltando nueve días para las idus de octubre del año 19 a.C., a sus 52 años, expiró Publio Virgilio Marón, que había llegado hacía unos pocos días desde Atenas, hecho venir por Augusto al encontrarlo muy delicado de salud. Tres años antes habría partido desde estos mismos muelles para documentarse sobre los lugares que recorrió Eneas en su huida de Troya y poder poner fin a la epopeya a la que dedicó todos sus desvelos durante los últimos años de su existencia terrenal. Su amigo Horacio, quien lo consideraba la mitad de su alma, como recogimos en un artículo anterior, dedica a uno de sus viajes a la Hélade la Oda I, 3., invocando la protección, entre otros, del viento de la Yapigia.
Años antes ambos emprendieron otro viaje a Brundisium acompañando a Octavio (luego Augusto) y Mecenas a una entrevista con Antonio. Horacio le consagra una de sus Sátiras o Sermones, conocida como el Iter Brundisium, en la que queda patente de nuevo el amor que profesaba al vate de Mantua, a quien destina estos emotivos versos
En Sinuesa concurren Plocio, Vario y Virgilio,
mis almas, a quienes ni la tierra
crió mejores ni ningún otro me resulta
más cercano.
¡Qué abrazos! ¡Cuántos gozos fueron!
Nada, si el juicio conservar consigo,
antepondré a un jocoso amigo.
Los viandantes que por aquí descienden las escalinatas hacia el mar no prestan atención a la placa que indica que, desde allí, el cisne emitió su postrer suspiro. Al paso que vamos, si continúan los despiadados ataques contra las Humanidades, pocos sabrán quién fue Virgilio y lo que la Cultura le debe a su musa.
Los versos del 630 al 700 del Libro IV de la Eneida recogen el suicidio de Dido, reina de Cartago, en una pira que ha ordenado erigir con las reliquias de su amor con Eneas, al saberse desamparada por él, que, por imperativo divino ha abandonado subrepticiamente las costas púnicas para seguir los designios del Fatum. Los hexámetros son de una belleza arrebatadora. Invitamos al lector a acudir a alguna de las excelentes traducciones al español para captar el sentido de estos versos inmortales, cuya música al ritmo de dáctilos y espondeos apenas podemos imaginar.
Dulces exuviae, dum fata deusque sinebant,
accipite hanc animam, meque his exsolvite curis.
Vixi, et, quem dederat cursum fortuna, peregi,
et nunc magna mei sub terras ibit imago.
Urbem praeclaram statui; mea moenia vidi;
ulta virum, poenas inimico a fratre recepi;
felix, heu nimium felix, si litora tantum
numquam Dardaniae tetigissent nostra carinae!”
Dixit, et, os impressa toro, “Moriemur inultae,
sed moriamur” ait. “Sic, sic iuvat ire sub umbras:
Hauriat hunc oculis ignem crudelis ab alto
Dardanus, et nostrae secum ferat omina mortis.”
Dixerat; atque illam media inter talia ferro
conlapsam aspiciunt comites, ensemque cruore
spumantem, sparsasque manus. It clamor ad alta
atria; concussam bacchatur Fama per urbem.
Lamentis gemituque et femineo ululatu
tecta fremunt; resonat magnis plangoribus aether,
non aliter, quam si immissis ruat hostibus omnis
Karthago aut antiqua Tyros, flammaeque furentes
culmina perque hominum volvantur perque deorum.
Dido exclama VIXI. He vivido. Va a morir inulta, sin vengar. Apela a un descendiente como Aníbal que vengara la afrenta de los Dárdanos, de cuya simiente nacerá Roma.
La ópera Dido y Eneas, de Purcell, sigue rasgando el alma, sobre todo el lamento de Dido. Fue compuesta en 1689 a partir del libreto de Nahum Tate, que lo escribió para Josiah Priest, profesor de baile que dirigía una escuela de señoritas en Chelsea, lugar en el que fue estrenada.
En la escena más emotiva Dido se despide de su aya, Belinda, pidiéndole coger su mano y cobijarse en su seno como en su infancia. Le suplica que no se culpe por sus propios errores. Le ruega varias veces que la recuerde a ella, pero que olvide su destino: Remember me, but ah! forget my fate. Circula en la red un vídeo interpretado por la mezzosoprano Jessye Norman con la Orchestra of St. Luke’s dirigida por Jane Glover que, a pesar de la mala calidad del sonido, arrebata el ánima y la eleva hasta los astros.
Uno se estremece ante el lugar en el que Virgilio emprendió el último viaje, entre alucinaciones causadas por la fiebre y después de haber ordenado que quemaran con él el manuscrito de su Eneida, por no considerarla perfecta. Imaginamos sus despojos mortales incinerados en una pira a base de ciprés y otras maderas aromáticas, los restos apagados con vino e introducidos en una urna con miel para ser trasladados a Nápoles, la bahía donde fue feliz. Lo sepultaron a la vera de la vía Puteolana con este epitafio:
«Mantua me genuit, Calabri rapuere, tenet nunc
Parthenope; cecini pascua, rura, duces».
Capua me engendró, los calabreses me arrebataron, ahora me tiene
Parténope; canté los pastizales, los campos, los caudillos
Frente al lugar donde agonizó Virgilio evoco los conmovedores versos que Antonio Colinas dedica en su Canto X a este tránsito, rememorando un recital en Cartagena con una rapsoda poseída por las musas:
Mientras Virgilio muere en Bríndisi no sabe
que en el norte de Hispania alguien manda grabar
en piedra un verso suyo esperando la muerte.
Este es un legionario que, en un alba nevada,
ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.
Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,
a cuerno requemado, a humeantes escorias
de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros,
Un silencio más blanco que la nieve, el aliento
helado de las bocas de los caballos muertos,
caen sobre su esqueleto como petrificado.
Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes
a morir y qué inútil mi escudo y mi espada
contra este amanecer de hogueras y de lobos.
En la villa de Cumas un aroma de azahar
madurará en la boca de una noche azulada
y mis seres queridos pisarán ya la yerba
segada o nadarán en playas con estrellas.
Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta
sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan
en brazos de la muerte la vida que soñaron.
No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,
que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.
Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento
gotear en la nieve mi sangre enamorada.
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio.
De “Noche más allá de la noche”
Horacio dejó escrito Exegi monumentum aere perennius: «he erigido un monumento más duradero que el bronce». Años después Ovidio culmina sus Metamorfosis: siquid habent veri vatum presagia, vivam! Si algo de verdad tienen los presagios de los vates, ¡viviré!
Quieran los dioses, si alguno aún muestra piedad hacia la mísera raza humana y, sobre todo, hacia los poetas y demás artistas que con obras divinas aún confortan a los dolientes mortales, que Virgilio haya podido saber que sus versos bajaron con él al Averno, pero desde allí remontaron vuelo al Olimpo y la Fama los expandió por todo el orbe. Que hasta que la barbarie de los pseudopedagogos de pacotilla que redactan las leyes educativas, los politicastros que las ejecutan y los zotes que los votan no arrasen los últimos resquicios de la Cultura Grecolatina, él vivirá. Servirá de bálsamo en su scriptorium a quienes usan los Clásicos como postrer bastión frente a la estulticia e inanidad.
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