Tiene el periodista Bruno Galindo (Buenos Aires, 1968) el rostro de John Belushi y el cráneo afeitado del coronel Walter Kurtz (Marlon Brando) en Apocalypse Now. No parece que venga del Vietnam, pero sí ha estado en Pyongyang. Sirva de ejemplo su Diarios de Corea (Debate, 2007), un relato periodístico en forma de reportaje, que hoy está descatalogado.
Bruno Galindo no ha puesto todos los huevos en la misma cesta. Se ha adentrado en la poesía con la publicación de Africa para sociedades secretas (Ediciones Vitruvio, 2003) y en proyectos con Leopoldo María Panero, como aquel disco de título homónimo (publicado en 2004 por Moviedisco) con Carlos Ann, Enrique Bunbury y el productor, director y guionista de porno José María Ponce. También con la música de Le Voyeur, tanto en voz como en composición.
En estos días, Bruno Galindo publica Toma de tierra (Libros del KO, 2021), la recapitulación vital de la música en su propia persona, dividiéndose la historia en tres bandas: la del periodismo cultural, la del recuerdo musical y la de su etapa en las multinacionales del disco. Como reza el famoso eslogan de la revista Forbes: «Nada personal, solo negocios».
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—«Ser escritor es fracasar en la vida», dice Rodolfo Fogwill. ¿Qué es entonces ser periodista musical?
—Es una especialización dentro del fracaso. A lo mejor tiene un poco más de glamour o de gracia.
—¿Por qué se mete uno en este oficio?
—Porque te importa el asunto. A lo mejor, si te metes en otras ramas del periodismo, simplemente te gustan o te interesan o ves el hueco, pero me da la impresión que en el periodismo cultural hay un punto de compromiso. Como que realmente te importa el asunto de alguna manera. Tal vez sea una ilusión, pero creo que hay algo de eso.
—¿A pesar de ser tan precario?
—Sí. A pesar de ser tan precario. Hoy por hoy, si mides las cosas por la precariedad, ¿qué haces con el elemento vocacional? La precariedad es un factor, pero no puede ser el único. Y esto vale para cualquier elección de la vida.
—Cuando empiezas a trabajar en la industria, ¿era la «época buena» de las discográficas?
—Yo considero que sí, que he vivido unos años muy buenos. No sé si antes de mi época era incluso mejor, pero he vivido la época buena de varias cosas: de los discos, de la prensa y del directo. Tres facetas de las cuales hablo en el libro.
—¿Por qué consideras que viviste el mejor momento de cada una de esas facetas?
—Del disco, porque había muchos personajes muy carismáticos. Había un gran romanticismo y había un enorme presupuesto para financiar todo ello. Se vendían vinilos, cassettes y cedés a punta pala. Miles de familias comían de eso y daba la impresión de ser un negocio con cabida para muchísima gente y que nunca se iba a acabar. Respecto a la prensa, del mismo modo que la piratería y luego Internet acabaron con esa época particular del disco, el modelo de Internet también abre una época —pero cierra la anterior— de la prensa. Fueron muy buenos tiempos, porque, una vez más, se podía vivir de eso; había muchos quioscos rebosantes de revistas y de publicaciones y de mucha gente dispuesta a gastar una pequeña parte de su presupuesto mensual o diario en participar de esa fiesta. Y, por último, si hablamos de la parte artística, en particular del directo, también podríamos hablar de los estudios, porque al caer la industria discográfica los estudios también han caído y se han visto obligados a abrir su actividad a tantas cosas que la música es solo una más de ellas. Y respecto al directo, basta decir que estamos en la época del COVID y que eso tiene tocada de muerte a la industria del directo.
—En el libro hablas de cuando en FNAC empiezan a vender cafeteras y también del fin de Madrid Rock. ¿Era eso o cerrar?
—El hecho de que yo me sorprenda porque veo una cafetera en un escaparate de FNAC es un guiño a la parte sentimental del asunto, porque la FNAC, aparte de las tiendas pequeñas, era la gran superficie de la música. Pero bueno, a pesar de todo, vuelve a haber vinilos. Esa sería la cara B de la observación. La parte buena es que ahora, de repente, hay una planta llena de vinilos, que eso hace tres años o cuatro era impensable.
—Entonces, ¿a las tiendas de discos les ha sucedido igual que a la prensa y al directo?
—Han sufrido lo mismo. Lo que pasa es que está por ver cómo sigue. La aventura continúa, entonces no me extrañaría que las tiendas de discos tengan un repunte también en un momento en el que los vinilos, aunque sea a un nivel no tan significativo como antes, tienen una importancia y un protagonismo. No me extrañaría que las tiendas sobrevivan e incluso les vaya un poquito mejor cada vez, pero tímidamente.
—Las ventas del vinilo ya superan a las del cedé. En Estados Unidos, por ejemplo, se han vendido 17 millones de discos de vinilo, unos 450 millones en ingresos (según la Recording Industry Association of America). ¿Sucederá en España?
—Seguramente. Hay una librería que ha abierto una gente de una editorial y el otro día me estaban diciendo que iban a meter discos. Tal vez veamos modelos mixtos y modelos híbridos. Con las tiendas de discos yo sería muy moderadamente optimista.
—Vayamos a finales de los setenta, a España y a la Transición. ¿Es ahí cuando cambia el concepto cultural en este país?
—Sí, desde luego. Pero depende de qué año hablemos. Si hablamos del 78, es evidente que vamos del blanco y negro absoluto a una paleta de colores bastante aceptable. Si hacemos una crítica acerca de lo que podía haber sido aquello y no fue, desde luego que ahí podemos sacar bastantes conclusiones. Yo ahí pasaría unas cuantas páginas del libro y me iría al ideario de la llamada «cultura de la transición», que fue un marco en el que se pensó mucho y bien acerca de todo esto. Definitivamente, sí: podíamos haber entrado en una cultura mucho más rica, más interesante y menos totémica en la cual hubiera más lugar a conflictos interesantes; ha pasado esta cultura como una cultura de grandes consensos y creo que eso ha adormilado un poco a aquella generación y a las sucesivas.
—¿Te adormiló a ti? ¿Cómo notabas eso?
—Esa falta de… Hay algo curioso en que alguien como yo haya tenido los mismos tótems culturales que la generación de mi padre. Eso es algo extraño, algo roto, quizás, con el último par de generaciones.
—«Claves del éxito: persistencia, tenacidad, brillantez, mente abierta y una familia con pasta que te cubra las espaldas hasta los 35 y 40 años», tuiteaba el director Carlo Padial. ¿Estás de acuerdo con lo que dice?
—Estoy de acuerdo con la ironía de Carlo Padial y con su tuit, sí. Dicho lo cual, ¿qué hacemos? ¿Nos quejamos o lo intentamos?
—Lo intentamos.
—Pues intentémoslo. Yo no vengo de una familia con pasta y me pelo el culo con cada trabajo desde siempre, desde que empecé a trabajar a los 16 ó 17 años hasta ahora mismo, y creo que cada vez me lo tengo que currar más.
—¿Porque hay más competencia?
—No. Hay más competitividad y el mundo es más feroz.
—En este oficio uno va y vuelve. ¿Cuántas veces has pensado en dejarlo?
—¡Y cuántas veces lo he dejado! No las he contado, pero unas cuantas. Lo que tienen estos oficios nuestros, como todo el mundo sabe a estas alturas, es que tenemos que hacer muchas cosas diferentes a la vez. Hay veces, por lo menos yo, que una cosa está floja, pero te dedicas más a otra, porque pusiste algunos huevos en esta otra cesta.
—El periodista cultural Scott Timberg publicaba en 2015 Culture Crash: The Killing of the Creative Class (Yale University Press, 2015), donde criticaba los efectos culturales de la polarización económica y la gig economy. Ese mismo año, Timberg firmaba un artículo en el que contaba que por razones económicas dejaba Los Ángeles. Había sido despedido del L. A. Times en 2008, se hizo autónomo y comenzó a vivir de alquiler. «Perdí mi trabajo, mi casa, mi crédito y cualquier esperanza de una eventual jubilación», contaba. Se resistía, sin embargo, a dejar Los Ángeles, porque su trabajo se había basado en la vida cultural de esa ciudad. Al final, Scott acabó quitándose la vida en 2019. Por lo precario, ¿ser periodista cultural a los 50, por ejemplo, deja de ser un «oficio»?
—Yo creo que lo debemos ampliar más. Está la experiencia de una persona de 50 años con la que yo me identifico, pero no me parece que sea un problema que tengan los periodistas de 50, de 40 o de 60 años, sino de cualquiera que elija esta opción. Y lo digo desde la identificación con esta persona (Scott Timberg), porque a mi me pasó algo bastante parecido. En 2017 tuve un queme importante y básicamente llegué a esa misma conclusión: no me daba la vida. Dejé todo, pasé de todo y estuve «nomadeando» durante dos años y medio hasta que la llegada de la pandemia me llevó a una nueva aventura sedentaria. Es una experiencia que es muy fácil que una persona de esa edad, que es la mía, podamos tener, pero no creo que estemos hablando de un problema de personas de la mediana edad, sino de cualquier persona que tenga sentimientos y que se dedique a esto en este mundo.
—Cambiemos Los Ángeles por Madrid. ¿Sucedería lo mismo?
—Sin duda. Doy fe.
—Pongamos que te vas de Madrid y te permiten trabajar de manera telemática. Aun así, ¿todo lo que pasa está en el «rollo» de Madrid?
—Sí. Pero ¿qué es el rollo de Madrid? ¿Malasaña? ¿Lavapiés? ¿Los bares? ¿Los conciertos de Madrid? Una de las partes buenas de todo esto —que también la tiene mala— es que vivimos globalmente en una cultura global. Quiere decir que estemos donde estemos, estamos de alguna manera enganchados a esos mismos referentes y a esos mismos parámetros. No creo que lo local (o lo «glocal», en este caso) sea el asunto. El asunto es cuando vives en una ciudad de la que te sientes expulsado, cuando vives en una sociedad de la que sientes que se ha roto el pacto entre lo que te da y lo que te pide. ¿Qué haces ahí? Y eso es algo que va más allá de este señor (Scott Timberg) y de mí y del periodismo cultural. Eso es algo de lo que miles o millones de personas se han dado cuenta desde el 11 de marzo de 2020 para acá, cuando han parado, se han ido al pueblo, al campo, a la cabaña o se han quedado en su casa y se han dicho «¿qué estoy haciendo yo, cuánto obtengo y cuánto empleo en este juego de la rueda del hámster en el que estoy metido?».
—Recuerdas en Toma de tierra que en El Gran Musical perdían dinero por teneros contratados…
—Simplemente aplicaron a la plantilla de esa revista, en el año 95-96, un despido bajo una figura totalmente novedosa y sorprendente en aquella época llamada ERE. Cuando hoy te aplican un ERE, te están diciendo que están aplicando eso mismo que tú acabas de decir. En realidad es algo que no lo hemos oído así, pero es que ni siquiera preguntamos, simplemente las tres letras ya te explican perfectamente lo que tienes que hacer, que es irte. En todo caso es curioso, porque en aquellos tiempos de rabia contra la máquina, de rabia contra el sistema, decías: «¡Qué cabrones, cómo nos tratan de mal, no reconocen nuestro talento y nuestra valía, no pueden hacernos esto a nosotros!». Y hoy por hoy, muchas veces ya hasta lo entiendes con cierta pena, porque ya sabes cómo está el periodismo musical.
—Se está en este oficio para que sobreviva la prensa cultural, pero no sirve para que el periodista pueda subsistir. O te salvas tú o se salva la industria.
—Efectivamente, es un auténtico brete. Hay que ver caso por caso, porque no es lo mismo que te eche una empresa con miles de empleados sin mirarte a la cara que en una oficina donde hay cinco personas y ya no da para más la cosa.
—En la página 90 narras una anécdota en una asamblea del 15-M: «Levanto la mano y expongo mi cuestión: el trabajo en la música. En la cultura en general. Nos estamos quedando sin nada. Rostros comprensivos. Comunico mi experiencia acerca de la precariedad del trabajo de los autónomos. Termino y escucho a la persona que me ha dado el turno: ‘Muchas gracias. Es una aportación interesante, lo que pasa es que aquí estamos hablando de trabajo, de trabajo asalariado. Pero gracias, compañero’. El moderador recupera el tema del día, que son los trabajadores. Y yo me pregunto qué somos nosotros».
—Bueno… Ahí hay bastante información, ¿no? Esto quizá haya cambiado, no lo sabemos, pero lo primero que se desprende de ese recuerdo es que el trabajo que hace el sector cultural o el sector musical no es visto como trabajo por una parte de la sociedad. Ahora, ¿cuántos autónomos hay? Está el mundo familiarizado con lo que es trabajar de autónomo o de freelance, pero en esa época era muy desconocido y daba miedo y mal rollo. Si tú trabajabas como autónomo es que te había ido mal. En ningún caso se planteaba o se plantea, no lo sé, el trabajo como autónomo como una opción.
—En teoría…
—Sí, en teoría. Hace muchos años que yo me puse a trabajar como autónomo y la gente se reía: «¿Pero cómo autónomo. Irás a una oficina, ¿no? Y tendrás un horario y un jefe». Pues no, porque yo hago una cosa para uno y para el otro y para el otro… Evidentemente no soy la única persona que ha estado haciendo eso, pero no era muy común.
—¿Se sufría en silencio?
—Yo no sufría. Para mí era una cosa que me gustaba mucho, porque me gustaba poder hacer una cosa y otra, todas diferentes. Y eso es una cosa que reivindico; me gusta y lo he disfrutado muchas veces, aunque otras no. El 15-M fueron millones de experiencias, pero el sabor de boca que a mí me dejaron algunas experiencias… Como que en realidad lo que se buscaba era restaurar un anhelo, un bienestar, restaurar una burguesía que fue duramente vapuleada en la crisis del 2008 y Lehman Brothers. Y esto no deja de ser significativo, porque redefine un poco la noción que teníamos o que tenemos de lo burgués: una cosa como mal vista, de «¡muerte al burgués!». Pero yo creo que ahora cualquiera de nosotros desearía y haría lo que fuera por recuperar el estilo de vida burgués.
—Cito una reflexión de tu autoría en Toma de tierra: «Yo creo que son los problemas los que te alejan de la música. No es menos cierto que en esas mismas situaciones la música te saca adelante». ¿No es esto contradictorio?
—Puede serlo. Ahí yo me estaba refiriendo a una situación personal. Tú estás en un mundo pop, con tus conciertos y con las copas que te tomas, y de repente tienes un problema de salud grave en tu familia. O tienes una muerte o no tienes para pagar tu piso. Es muy jodido tener una vida pop cuando la vida te empieza a dar determinados toques y vas cumpliendo años. A eso me refiero en particular, sin entrar mucho en materia, por pudor y porque cada uno sabe lo que puede entender en esa frase. También es cierto —y ahí no hay contradicción— que cuando no estás en tus mejores momentos de repente suena una canción que te alegra el día.
—¿Esto no va tener dinero, sino de tener algo que contar?
—Yo creo que el dinero es un camino que mucha gente busca y elige y otra gente no busca tanto. El dinero también puede ser una etapa, esperemos, pero definitivamente no va del dinero. Va de tener una vida, pero esto y cualquier otra cosa. La vida no es dinero, la vida es una partida que se nos concede. Y no hay mucho más; te mueres igual con dinero que sin dinero.
—Nombras en los agradecimientos de Toma de tierra a Jesús Rodríguez Lenin, otro freelance histórico del periodismo cultural.
—Lenin es una rara avis, como suele decirse. Mi primera entrevista en toda mi vida fue en 1992 a Ketama, cuando todavía eran cuatro, en una revista de Lenin, alguien con una vida muy interesante llena de etapas: tienes al Lenin parapentista, al Lenin rockero raro, al Lenin bon vivant del sector del lujo… Y siempre es él. ¿Qué más podemos decir de un tipo que se cambia el apellido y se pone Lenin?
—Otra persona que mencionas es al fotógrafo Francis Tsang. Si entre redactor y fotógrafo hay química, ¿serían estos como Robert Plant y Jimmy Page?
—Sí. Una de las cosas que más me gusta del oficio periodístico es ir con un fotógrafo o una fotógrafa, porque cuentas una historia a dos y tiene que haber una comunicación muy fina que no significa que vean la cosa igual ni que el trabajo de uno dependa del otro, pero si se hace un historia a dos es más divertido, sobre todo cuando hay reportajes, viajes y te vas tres o cuatro días con alguien a no sé dónde. A mí me encanta. Me gusta mucho ver cómo son, qué obsesiones tienen, cómo trabajan… Parece que te saca un poco de tu autorreferencialidad.
—Hay una entrevista en Jot Down al fotógrafo Manu Brabo, que dice: «En España no existe la figura del editor gráfico. Aquí hay jefes de fotografía que se encargan de mover a los fotógrafos y mirar las fotos de las agencias. No digo que la fotografía tenga que ser la esencia de la prensa escrita, pero no puede ser que se la considere una manchita de color, que se pueda mandar a cualquier redactor con una cámara compacta para que haga la foto del día. Cuando se ha querido abaratar los gastos, lo primero de lo que se ha tirado ha sido la fotografía». ¿Lo crees así?
—Yo lo creo así. Pero incluso aunque no lo creyera, tendría un enorme respeto, porque esas son las palabras de un tipo que que se ha jugado la vida para hacer una foto, que ha estado encarcelado y amenazado por hacer una foto. Tiene toda la razón. Una redacción de un medio serio y ambicioso tiene que considerar la presencia de esa figura, otra cosa es que el presupuesto no se lo permita. Muchas veces llega una foto que se ha pedido a no sé qué gabinete de prensa y se pone y ya está. Eso diferencia también a un medio interesante de otro que no lo es.
—Recuerdo un artículo de Paula Corroto en El Estado Mental en el que narraba su experiencia en una entrevista con John Banville y discurría acerca de las ruedas promocionales: «El lector, ahora con Internet, leerá en casi todos los medios las mismas preguntas y respuestas. Como si fuera un eco repetitivo. Como un anuncio que sonara a todas horas pero que ha salido gratis. Ése es al fin y al cabo el propósito, y todos hemos entrado en el juego».
—Y eso que en el mundo de los libros las entrevistas son mucho más libres, creo yo. Si te fijas en las entrevistas que se hacen en las rondas promocionales de las películas, los famosos yunkets, nadie se sale del caminito. Es que está hasta mal visto y yo creo que está hasta prohibido preguntar al director o al actor o la actriz por otra película o por otra cosa. Te llamarían la atención y te echarían inmediatamente si lo hicieras. En la música creo que está más abierto, y en los libros yo creo que nadie mira; puedes preguntar lo que quieras. Paula tenía razón cuando escribía eso, pero yo a día de hoy lo que diría es que la peor censura es la autocensura. Como periodista, digo que puedes preguntar lo que te dé la gana, que no asumas que tienes que hablar de esto en concreto porque es lo que se vende ahora mismo. Forma parte del trabajo del periodista preguntar lo que cree que tiene que preguntar.
—Si todos hemos entrado en el juego, ¿a qué se supone entonces que estamos jugando?
—Muy buena pregunta. Contamos nuestras impresiones. Eso es distinto que transmitir información; la información es gratuita, como todo el mundo sabe. Eso es lo que nos queda y es lo principal de nuestro trabajo, y donde nos permiten ser más finos, ser más elegantes o ser más contundentes. Eso es lo que hacemos: vendemos y transmitimos impresiones.
—¿Cuántas veces vamos a fracasar en este juego?
—Muchas, obviamente. Nos equivocaremos o no lo haremos bien, revisaremos nuestro trabajo antiguo y nos daremos cuenta de que hoy lo haríamos de otra manera, pero seguiremos haciéndolo.
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