Cae de cajón. Solo hay un tipo de libro incólume, blanco como una pared recién pintada: aquel que nadie ha leído jamás. Ese es el libro mágico, el libro que entra directamente en los cajones de la historia de la literatura. Tiene todo lo que un buen libro debe tener: no participa de los fenómenos sociales, permanece ajeno a la mancha extensa de la crítica literaria. Está simplemente ahí, llevando a efectos prácticos ese acto de insólita irreverencia: ser un libro. Nadie lo critica y nadie se deshace en alabanzas en torno a él. Nadie lo ensucia. Nadie lo desvirtúa. Vive por y para sí mismo, sin miedo a represalias. No le hacen fotografías, no asiste a eventos benéficos ni a preestrenos de películas con las que no tiene nada que ver. Estaríais muy confundidos si os decidieseis a afirmar lo contrario. Ese libro desconocido representa la buena literatura.
Si existe alguna verdad por todos reconocida, ésta es que la literatura —la de verdad, la que respeta las cimas del arte, la que persigue la belleza como fin último de su existencia— está para no ser leída por nadie. La gente se acerca a ella y la tiñe de vulgaridad. Pensadlo: el libro se sostiene en su blancura sobre los anaqueles de la librería. Uno lo coge con sus manos sucias, lo hojea, lo soba, lo amarillea. Escribe sobre él, lo pintarrajea. Se come un bocadillo de chorizo y se le caen las migas en la página 75. A ver quién tiene el valor de llamar literatura a un objeto con manchas de chorizo.
De hecho, cuantas más personas leen un libro, más se aleja éste de la buena literatura. Es posible —por poner un ejemplo al azar, con los ojos cerrados, sin saber bien hacia dónde señala uno— que Patria, de Fernando Aramburu, tuviese algo de literario cuando el escritor donostiarra terminó de escribirlo. Después empezó a leerlo alguna gente, y la cosa se extendió hasta que el libro terminó por copar las cristaleras de medio país y por convertirse en un elemento más del paisaje urbano y el transporte público. Una portada negra con una fotografía empañada en la que una persona sostiene un paraguas. Es impensable que algo que vemos todos los días en el metro sea literatura, porque otra cosa que todo el mundo sabe es que los buenos libros se leen en mesas de cristal, después de ducharse uno y sentado sobre una silla con la espalda colocada formando un ángulo recto.
Ha pasado alguna vez que algunas personas han considerado literatura alguna obra sin haber dado tiempo al conveniente análisis de su impacto sociocultural. Es posible que alguien considerase que Moby Dick tenía algún valor como libro cuando Melville lo publicó allá por mediados del siglo XIX. Cabe destacar, de cualquier manera, que por aquel entonces no se tenía una visión clara sobre lo que es arte y lo que no entre los ciudadanos, que no se habían parado demasiado a pensar sobre este tema. Hoy, afortunadamente, tenemos las armas y las redes sociales suficientes para determinar que el libro de la ballena es ampliamente conocido, ergo antiliterario.
Hace escasamente un mes, los ilustres miembros de la Academia de cine de Hollywood decidieron crear una nueva categoría para la próxima edición de los premios Oscar. En ella se premiará a la mejor película popular. Resulta inconcebible que esta decisión no hubiese sido tomada hasta la fecha, dada su necesidad rotunda, su relevancia y su fundamental propósito de devolver el arte al lugar que le corresponde: la más rotunda ignominia. A partir de ahora, las películas que ganen en la categoría principal podrán haber sido vistas por prácticamente nadie, lo cual asegura que éstas se aproximen en mayor medida a ese ideal inalcanzable de ser una buena película. Todo lo demás, lo popular —qué palabra más fea, le recuerda a uno a aquellos niños repelentes que eran los más famosos de su clase y lo trataban fatal—, podrá ser acumulado en el contenedor de los restos.
Esta decisión contribuye sin duda a preservar el coto en el que el arte debe mantenerse, como uno de esos muñequitos de coleccionista que se compran y nunca se sacan de la caja. Porque, recordemos: la gente come bocadillos de chorizo. La gente ensucia. Me gustaría, para terminar, recomendaros alguna obra que sí pueda encuadrarse dentro de los estándares de la buena literatura. Sin embargo, no puedo: de haberla leído yo, probablemente la haya leído alguien más, y seguramente ese alguien más termine convirtiéndose en grandes grupos irrespetuosos que no saben entender el arte de verdad. Así que, ante la literatura, recordad: no leáis. Podríais provocar que a alguien más le entrasen ganas de hacerlo.
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