A punto de cruzar las Columnas de Hércules, dejando atrás el viejo Mare Nostrum para adentrarnos en el Mare Tenebrorum.
Sábado 10 de septiembre de 2011
A bordo del Lola, en la Mar.
A 6 de septiembre del 2011. Martes.
Escribo estas líneas desde la soledad de mi camarote, surcando las quedas aguas del Mar de Liguria que se extienden ante mi vista más allá del portillo. Por estribor se adivina, difusamente definida a través de la bruma matinal, la Isla de la Gorgona. Me gusta navegar por el viejo Mare Nostrum, un mar cargado de historia, leyenda, mito y tragedia. Surcar las mismas aguas que navegaron fenicios, griegos, persas, cartagineses, romanos, moros y cristianos desde los albores de la Historia hasta el día de hoy. Las mismas aguas del mar que surcó Ulises en su mítica Odisea, veintiocho siglos atrás. Un mar que fue cuna y motor de civilizaciones y que simboliza la esencia de lo que hoy nosotros somos.
Tras el Mar de Liguria navegaremos el Mar Tirreno, atravesaremos el Canal de Sicilia y bordearemos la amplia extensión de los bajos Kerkenah, que dificultan la entrada a nuestro destino: el puerto de Sfax, en Túnez. Después, de vuelta a “mi” Mar, el Océano Atlántico. Correremos la costa norteafricana, cruzaremos las Columnas de Hércules, dejando atrás el tibio Mare Nostrum para adentrarnos en el Mare Tenebrorum, y arrumbaremos a las Islas Canarias, donde deberíamos recalar a mediados de la semana que viene.
Hoy es seis de septiembre. Dentro de dieciséis días el Sol cortará la línea del Ecuador por Libra, dando comienzo a la nueva estación. El verano toca a su fin aunque nada en el ambiente parece presagiarlo. La Mar sigue tranquila, el ambiente caluroso, la atmósfera límpida y azul. A veces, sobre todo durante las tranquilas y templadas noches estivales mediterráneas, me abandono a la placidez del momento sin pensar en nada, apoyado en la regala del puente, sobre la Mar y bajo las estrellas. Son momentos en los que me reconcilio con el mundo y todo parece olvidarse o perdonarse, son como momentos de dulce borrachera extática en los que me parece estar suspendido en un lugar y un momento indefinido.
* * *
A bordo del Lola, en la Mar, en los 37º 20’N y 006º 05’E
A 9 de septiembre del 2011. Viernes.
Corre mi guardia vespertina en el puente del Lola. Corremos la costa de la Berbería, navegando frente a Argelia con rumbo oeste, en demanda del Cabo de Gata. El viento de Poniente arrecia, levantado borreguillos de espuma en las crestas de las olas. Escribo en mi cuaderno de bolsillo desde el alerón de barlovento, sintiendo la caricia tibia del Sol de la tarde en mi piel, el viento alborotando mis cabellos. El primer oficial se encuentra enfrascado en sus papeles, frente al ordenador y rodeado de documentos, cuadernos, notas y carpetas. Fuma sin parar. Yo atiendo a la proa y a la navegación.
Tomamos la guardia en bonanza y sin ningún solo barco en el horizonte. Pero a la hora, más o menos, nos fuimos a juntar una docena. Uno —un enorme portacontenedores de no menos de 12.000 TEU’s y más de 300 metros de eslora— nos adelantaba por estribor a toda máquina, propulsado a veinte nudos. Cogí un par de reglas y un lápiz y dibujé en un folio su perfil a escala, tras contar con ayuda de los prismáticos el número de contenedores —cuyas dimensiones exactas conozco por ser estándar— que llevaba en cubertada y comprobar la eslora exacta del buque en el AIS. Luego calculé el ángulo de visión que tendrían desde su puente de gobierno de las aguas en su proa. El resultado fue escalofriante: con toda la carga de contenedores estibada en cubierta delante del puente, sus navegantes no podían ver nada en los 720 metros justo a proa del buque. Casi un kilómetro de ceguera. Cualquier cosa en las aguas en esos 720 metros por delante del gigante de acero que navegaba a toda velocidad permanecería invisible a los ojos del oficial de la guardia. Sentí un escalofrío, a pesar del calor bochornoso, imaginando la Suerte que cabría esperar al pequeño balandro que se cruzara en la derrota del inmenso monstruo en una noche obscura, cerrada de niebla, tempestuosa o sencillamente de escasa visibilidad. Abordado, triturado por las inmensas hélices del gigante de acero negro y enviado a pique con toda su tripulación. Adiós muy buenas. Sentí una profunda antipatía por el inmenso portacontenedores.
Arrugué el folio y en el instante en el que lo arrojé a la papelera me vino a la memoria aquella estupenda historia narrada por Justin Scott en El cazador de barcos. Me quedé inmóvil, en suspenso, durante unos instantes durante los cuales recordé la implacable cacería de Peter Hardin a lo largo del globo, y su épica confrontación con el Leviathan del capitán Ogilvy en el Golfo Pérsico. Y recordé también aquella sentencia tan acertada contenida en el libro: «En la Mar puedes hacerlo todo bien, ateniéndote estrictamente a las normas, y aún así te matará; pero si eres un buen navegante, al menos sabrás dónde te encuentras en el momento de morir.»
Volví a ocuparme del tráfico. Salvo el mencionado portacontenedores que nos adelantaba a poco más de una milla por estribor, todos los demás buques venían de vuelta encontrada, navegando a rumbos opuestos o casi opuestos, hacia Levante, extendidos sobre la línea del horizonte y a diferentes velocidades. «Toda una escuadra lanzada al ataque», pensé. Estudié el movimiento de sus siluetas, aún lejanas en el horizonte, a través de los inexplicables prismáticos soviéticos —nadie me supo explicar cómo demonios llegaron a bordo—. Luego pasé a la pantalla del radar. Estudié la imagen y la evolución de los puntitos que representaban los buques sobre la pantalla.
Concluí que sería necesario variar el rumbo para cruzarme con los primeros barcos que venían de vuelta encontrada. Varié el rumbo 12º a babor, propiciando el cruce y facilitando la maniobra a los buques que venían de frente. Me crucé con el más próximo a menos de media milla marina, a escasos tres cables; salí al alerón y lo observé con detenimiento a través de los inexplicables prismáticos soviéticos. Se trataba de un buque granelero de cerca de 200 metros de eslora y cinco bodegas. Leí su nombre, Megan Hope, pintado en blanco sobre el casco de acero negro. No alcancé a leer su puerto de registro. La blanca chimenea, que lanzaba volutas de humo al cielo, estaba cruzada por dos bandas horizontales de color azul celeste intenso; no reconocí la naviera que representaban.
Y entonces sucedió algo que me reconcilió con este gremio desvirtuado y venido a menos, un gremio con su tradición, arte y oficio perdidos quizás irremisiblemente y para siempre. Sucedió algo que, por un rato, me hizo volver a sentirme un marino. Me transportó a tiempos pasados, a los que llegué tarde, en sus últimos coletazos; cuando aún existía cierto entendimiento y solidaridad en la Mar. Cuando los marinos navegaban, y cuando los marinos entendían. Al enfocar los inexplicables prismáticos soviéticos al puente del Megan Hope vi a un hombre, probablemente el piloto de guardia, que a su vez me observaba a mí a través de sus prismáticos, de pie en el alerón de su puente. Me saludaba agitando lentamente su brazo alzado. Le devolví el saludo; ambos permanecimos un minuto saludándonos desde nuestros respectivos puentes, mientras los buques se cruzaban, observándonos mutuamente a través de los prismáticos. Creí adivinar —quizás sólo lo imaginé— una franca sonrisa en el rostro del anónimo marino, surcando su espesa barba entrecana.
Quizás nunca nos volvamos a cruzar, tal vez éste sea el último viaje para alguno de los dos —nunca se sabe—. Es más que probable que nunca echemos un trago juntos acodados en la barra de alguna taberna de cualquier puerto del orbe, donde la caprichosa Providencia, siempre imprevisible, haya decidido cruzar nuestras derrotas. Pero sin duda ambos experimentamos ese sentimiento solidario y comprensivo tan habitual otrora entre las gentes de la Mar.
Me sentí tentado de correr a la caja de banderas para izar el “uniform – whishey”, UW, la izada de banderas que en el Código Internacional de Señales transmiten el mensaje «buen viaje». Caí en la cuenta de que, en estos infames tiempos dominados por la ineluctable tecnología, ya no hay cajas de banderas en los barcos ni izadas que valgan. Observé la popa del Megan Hope —entonces sí vi su puerto de registro, Panamá— alejándose hacia el Este, preguntándome de dónde vendría y adónde iría, y deseándole en silencio la mejor de las suertes.
«Buena proa, compañero»
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