Foto: @jicarnero @LitRandomHouse
Soy un viajero perezoso. Puedo viajar miles de kilómetros, llegar a una ciudad y no moverme de una misma calle durante un mes. Comprar en la misma tienda, comer en el mismo restaurante y pasear por los mismos lugares. Los vecinos acaban por conocerme y el camarero me sirve sin preguntar qué quiero tomar. Llevo una vida sencilla: compro pan, hago café, leo y duermo. Soy un paisano más. ¿Por qué hago eso? ¿Por qué viajar miles de kilómetros para después acabar moviéndome por los mismos lugares? Porque puedo ser otro sin dejar de ser yo mismo. Eso fue lo que hice en el verano de 2019. Me fui cuatro semanas a Buenos Aires para ser otro, un escritor, alguien que hace novelas, y debí creérmelo, porque de ese viaje saqué la materia prima, unos cuantos folios en bruto, con los que después, ya en Barcelona, trabajé con más detalle.
Alquilé un departamento en el barrio de San Telmo y allí, en la mesa que ilustra este texto, fui escribiendo esa historia titulada Hombres que caminan solos. Cada día me encontraba con la misma gente: una vecina medio chiflada, una transexual que vendía empanadillas y un librero que me instruía en los secretos del peronismo. Macri había perdido las elecciones y el país estaba revuelto. No se vendían empanadillas, ni libros, ni nada, así que todo el mundo tenía mucho tiempo para hablar, que es, por encima de todo, lo que más me gusta hacer en esta vida. Por las mañanas me despertaba, preparaba café, escribía durante tres o cuatro horas, comía, echaba la siesta y luego seguía escribiendo otras dos o tres horas más. Al atardecer, quedaba con gente a la que iba conociendo o, simplemente, me sentaba en una terraza y leía hasta que me entraba sueño. Fueron unas vacaciones estupendas: las mejores vacaciones de mi vida. Siempre en la misma calle, siempre con la misma gente, pero feliz. A D., a quien conocí en aquel viaje, todos mis amigos le parecían muy raros, muy viejos, muy pobres. Ella, muy cheta, muy porteña, muy de universidad privada, se aburría con tanta cháchara. Le desquiciaba el librero peronista (un abrazo, F.) y decía que todo lo que me explicaba era mentira. Estaba muy preocupada por la derrota de Macri y, cuando vio que la gente de las villas llegó al centro de la ciudad y encendieron hogueras junto al Obelisco, se metió en mi casa y ya no la pude sacar. Decía que le daba miedo salir a la calle, si bien D., tras leer este texto, sostiene que era yo el cobarde. En fin, que así fue como pasé de ser un turista soltero a un escritor casado, que es algo que está bien ser un ratito, pues en estas líneas quiero dejar constancia de la productividad en la escritura que tiene lugar en esa vida semi conyugal: conozco matrimonios que han durado menos que el sucedáneo que me unió con D. Comíamos espaguetis, veíamos películas y, mientras yo escribía, ella terminaba los deberes de un máster que estaba haciendo sobre gestión de proyectos, que vete tú a saber qué es eso. Y así, encerrado en aquel departamento de San Telmo, fui observando a D., a la demente de la vecina y al librero, y me fue saliendo la parte argentina de la novela, que es lo que os quería contar aquí, porque lo otro, lo que se puede entender que es más autobiográfico, ya es suficientemente explícito y tampoco es cuestión de que en este artículo me revuelque en el mismo fango de nuevo.
Me volví a Barcelona y volví a ser yo mismo. Aquí estoy, escribiendo sobre algo que parece pertenecer a otra vida. No sé si éramos nosotros o eran otros. Íbamos sin mascarilla y la gente se abrazaba y se besaba en las calles. O quizá lo haya imaginado, porque todo eso debió de sucederle a otra persona. Esa que fui durante aquel agosto de 2019 en el que escribí parte de esta novela de la que me piden que os hable.
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Autor: José Ignacio Carnero. Título: Hombres que caminan solos. Editorial: Literatura Random House. Venta: Todostuslibros y Amazon
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