Bulgaria es uno de esos destinos que está a la vez tan cerca como para considerar dedicarle una pequeña escapada, y tan lejos como para a menudo descartarlo de nuestros planes de viajes. Quizás en esta última decisión influye el desconocimiento que se tiene del país y lo poco que se habla de él en los catálogos turísticos. Poco sabía yo de Bulgaria antes de viajar allí, y así habría seguido de no haberme surgido la oportunidad de pasar allí unos pocos días.
La invitación me llegó por parte de la Consejería Española de Educación en Sofía. Me proponían dar unas charlas a un auditorio compuesto por jóvenes de entre 16-18 años, estudiantes de español. Debo reconocer que esto me sorprendió, y mi primera reacción fue de incredulidad: ¿adolescentes búlgaros capaces de entender una conferencia en español? No puede ser, pensé. Pero desde la Consejería me aseguraron que no habría ningún problema, porque son jóvenes que llevan tiempo estudiando nuestro idioma en sus centros educativos como primera, segunda o tercera lengua extranjera.
Con estas premisas, me puse manos a la obra para preparar mi charla con el apoyo de una presentación en diapositivas que apoyase gráficamente mis palabras. Una presentación suficientemente atractiva para que, a pesar de las dificultades que los alumnos pudieran encontrar para entenderme, tuvieran alguna motivación extra para permanecer sentados escuchando a alguien hablarles en español. El objetivo era hablarles en español de mi labor como ilustrador y, sobre todo, que entraran en contacto con un nativo de esa lengua extranjera que con tanta dificultad estudiaban desde hace años. Ese doble objetivo me pareció desde el principio una labor encomiable por parte de la Consejería y no dudé en participar, humildemente, en la medida de mis posibilidades.
Un vuelo directo a Sofía, la capital búlgara, de alrededor de tres horas y media, me llevó a ese país tan desconocido para mí. Desde la Consejería de Educación en Sofía todo fueron facilidades. Tanto su consejero, Ángel Santamaría, como el resto del equipo, enseguida me ofrecieron toda la hospitalidad y ayuda posible para que la experiencia en la que me habían embarcado fuera lo más agradable posible. Me explicaron entonces la labor que hacen en aquel país y cómo habían llegado a trabajar hasta la fecha con más de una docena de centros para que el español fuera una de las primeras opciones de sus alumnos a la hora de elegir una lengua extranjera. Con unos 16 profesores españoles desplazados al país y la capacitación de profesores búlgaros para que enseñen español, la Consejería trabaja duro para que nuestro idioma esté muy presente en los centros educativos de primaria y secundaria, y sea la opción número uno de estudio de una lengua extranjera —por delante incluso del inglés— para muchos de esos adolescentes. No es una labor novedosa. Por lo visto llevan ya décadas introduciendo la lengua cervantina en un país cuyo alfabeto es el cirílico y, por tanto, se presenta como una tarea tan quijotesca como la famosa batalla contra los molinos del famoso hidalgo español. Sin embargo, y a raíz de lo que yo pude percibir, la contienda se está ganando. Me sorprendió gratamente comprobar cómo esas chicas y chicos seguían atentamente la charla y formulaban preguntas en un español más que aceptable. Lo más sorprendente fue constatar que los búlgaros tienen gran facilidad para aprender español y de hablarlo con muy buen acento. Entre el profesorado y miembros de los equipos directivos de los tres centros que visité había personas que dominaban la lengua perfectamente. Incluso el cámara búlgaro que grabó en vídeo las tres charlas que di hablaba tan bien español que en algún momento pensé que era paisano nuestro.
Como la estancia fue corta y el trabajo intenso, pero muy gratificante, no tuve mucho tiempo para hacer turismo. Pude, por suerte, visitar el monasterio ortodoxo de la localidad de Rila, a dos horas de viaje en coche desde Sofía, un hermoso edificio de paredes encaladas y decoradas con vistosas cenefas en color teja, protegido por majestuosas montañas. Aparte de esa breve escapada, el resto del poco tiempo libre lo dediqué a conocer Sofía, una ciudad pequeña, con un centro histórico abarcable a pie y que me sorprendió por encima de mis expectativas.
Ahora Bulgaria ya no me parece tan lejana y tengo la impresión de que pronto volveré a visitarla para seguir descubriendo sus secretos. Se ha vuelto más atractiva también porque ahora sé que allí, gracias a la inmensa labor de la Consejería de Educación en Sofía, late un corazón en español. Y porque, además, me he encontrado con gente muy amable, muy acogedora y muy agradecida por la oportunidad de poder estrechar vínculos con España y los españoles.
A menudo en los viajes, según mi experiencia, la impronta que uno se trae de vuelta a casa es más histórica y paisajística, pero en este caso yo siento con mayor fuerza la huella humana que los búlgaros han dejado en mí.
Bulgaria es un país, con un gran corazón, no tan lejos de España.
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