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Burriagas, un cuento de Eva Navais

El cuento del verano de la Escuela de Imaginadores está dedicado al pueblo. No a la playa ni a los viajes exóticos, sino al pueblo, con todo lo que tiene de bello y de terrible.

La imaginadora Eva Navais (Talavera de la Reina, Toledo) goza de una voz poética, sucinta y destellante, que poco a poco ha logrado disciplinar para en ocasiones poder contar más largo. En «Burriagas», aúna su amor por los pequeños detalles, por la melodía de la prosa y la fuerza de las palabras del terruño con su fascinación por las crueldades, grandes y pequeñas, de las que somos capaces los seres humanos. El ser humano siempre decepciona. En la escuela, Eva es conocida por su amor a los animales y su colonia felina de más de treinta gatos, pero esa es otra historia. Leamos su cuento abiertos al asombro y a la inquietud.

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Burriagas

Mi abuela era la bruja del pueblo. En realidad, no era bruja, ella decía que era curandera, pero a la tía María todo el mundo la llamaba la bruja. Y yo era la niña de la bruja.

Tenía mi abuela una piedra clara, lechosa, del tamaño de la palma de una mano, que utilizaba en sus trabajos. A veces era quitar una verruga, o un lunar, o sanar una pierna, o quitar un dolor; otras eran cosas más difíciles, porque se llevaba a la mujer dentro, a su habitación y, aunque yo no podía ver mucho, sí oía palabras sueltas, y en alguna ocasión miré cómo pasaba su piedra mágica por el vientre de una mujer mientras murmuraba algo que parecía una oración, pero no como las del colegio, y les decía que debería nacer en junio, o en septiembre, dependiendo de la época en la que estuviésemos.

Nunca cobraba dinero, dice mi padre que si lo hubiera hecho podríamos haber sido ricos. Solo aceptaba cosas como hogazas de pan, tan grandes como una mesa camilla, o pañuelos muy blancos bordados con su nombre en letras doradas y muy chiquitas dentro de una caja y que nunca utilizaba, y hasta una vez le trajeron un burro, pero no lo aceptó, aunque a mí me encantaba el burrito tan manso, tan esponjoso, tan acariciable.

A mí, cuando me veían por la plaza, me decían que le diera las gracias a mi abuela de parte de la tía Luisa o la tía Dolores, pero nunca me decían por qué.

Luego llegaba la hora de irme para la ciudad con mi padre y mi abuela me daba miles de besos por toda la cara como hacen las abuelas, y miraba fijamente a mi padre y le decía ten cuidado, pero no le daba besos, supongo que porque era un hombre.

Antes de irnos había ido a la tienda de comestibles a comprar chocolate, de esos de cuadrados gordos que costaba morder y te ponían la cara llena de burriagas. Al pasar por el bar que está al lado, vi al fondo a mi padre con un grupo de amigos, todos riéndose, se reían con él o más bien de él, porque le coreaban y le daban palmadas en la espalda, que más que palmadas parecía que le empujaban y, aun así, mi padre les estaba invitando a otra ronda. Entonces me vio y me llamó. Hija, ven aquí, que te he pedido una coca cola. La coca cola era lo que más me gustaba después del chocolate de cuadrados gordos, y me bebí de un trago más de la mitad del vaso, pero cuando lo dejé en la mesa empezó a subirme del estómago un sabor horrible, amargo, doloroso y los hombres se reían y mi padre se reía. Me había bebido su whisky y me quería marchar corriendo, pero mi padre me agarró fuerte del brazo y me dijo que me quedase un ratito, que iba a hacer un truco. Me dijo que me concentrase, que le mirase a la cara mientras fumaba, porque le iba a salir humo de las orejas. Yo me quedé mirando fijamente para ver cómo era posible aquello y cuando más concentrada estaba, esperando ver salir el humo de las orejas de mi padre, acercó el cigarro sigilosamente hasta mi brazo y sentí como si me hubiera picado una avispa.

Íbamos en un coche bastante viejo, tipo furgoneta. A veces tenía quitado los asientos de atrás y yo daba vueltas y vueltas por el suelo y no paraba de reír, o me subía al techo del coche y me tumbaba a la largo y sentía cómo el viento me daba en la cara con mucha fuerza y se me ponía colorada, y sentía frío y miedo y gritaba, pero mi padre no paraba.

Aquella noche, yo iba tumbada en el asiento de atrás, porque tenía mucho sueño, y sentí cómo el coche se paró de golpe y tuve que agarrarme al asiento para no caerme. No sabía qué estaba pasando, hasta que me incorporé y miré al frente. Era un ciervo, un ciervo pequeño, que tenía los ojos iluminados por los faros del coche y nos miraba fijamente. Entonces mi padre aceleró de repente y escuché el choque. Vi que salía del coche y cogía la escopeta de la puerta trasera. También escuché el tiro.

Cuando regresó, corriendo y con la cara tan colorada como cuando yo me subía al techo del coche, y respirando como un búfalo, llevaba algo entre las manos, algo que tiró con fuerza hacia el asiento de atrás y me pasó rozando, y sentí algo mojado en un lado de la cara. Cuando me la toqué y me miré la mano me di cuenta de que era sangre. Me volví hacia el otro asiento y vi el ciervo, con sus pequeños ojos cerrados, desangrándose a mi lado. Estaba muerto. Eso es lo que pensé, que estaba muerto, pero noté cómo su corazón, o donde yo pensaba que estaba su corazón, se movía, y le grité a mi padre que estaba vivo, que podíamos salvarle, que me llevara donde la abuela que ella lo salvaría, pero mi padre cerró la puerta y arrancó muy deprisa, mirando alrededor. Entonces empecé a coger aire, como cuando buceaba en la piscina. Mis pulmones se llenaron más y más de aire y cuando ya no pude más, el aire salió por mi garganta como un grito duro, sólido. Empecé a gritar y gritar. Grité mientras pasábamos por el camino y cuando entramos en la carretera, grité cuando íbamos ya por el pueblo de al lado, y dos pueblos después seguía gritando. Grité cuando pasábamos por la gasolinera y cuando entramos en la carretera grande y cuando quedaban dos calles para llegar a casa seguía gritando. Entonces mi padre, sin parar el coche, me dio un guantazo con una de sus manos grandes y sudadas y del golpe me di de bruces contra la ventanilla y me hice una brecha encima de la oreja. Cuando me llevó al hospital me dieron siete puntos y seguía gritando. Le dijo a mi madre que había derrapado en una curva, y mi madre me preguntó mirándome a los ojos y yo le dije que sí.

Cuando mi madre me acostó en la cama y me tapó con el edredón ya no me quedaban fuerzas para gritar, aunque lo intentaba, pero mi grito ya sonaba como el de un cachorro.

Fue entonces cuando dejé de hablar, no solo a mi padre, no hablaba a nadie. Ni a mis tatas, ni al médico al que me llevaron, ni en el colegio, ni a mi madre. No podía hablar, de eso me acuerdo, pero es que tampoco quería, ni siquiera cuando me regalaron un cinexin, que era lo que más del mundo había querido. Solo hablaba para dentro y solo decía una frase: que se muera, que se muera, que se muera…

Y me llevaron con mi abuela. Con ella tampoco hablaba, pero me sentía mejor. Me ponía en su regazo y ella me besaba encima de la oreja, donde los puntos, y no le daba asco y también me peinaba con su cepillo de plata, de hebras muy suaves y largas que me acariciaban la cabeza y así podíamos pasar horas, porque mi abuela nunca se cansaba.

En esos días le ayudaba a tender la ropa al sol, después de lavarla con un jabón que hacíamos dentro de un perol, con el agua hirviendo y removiendo sin parar.

Por las tardes comíamos castañas calentitas cogidas de la chimenea y sacaba fotos de una lata vieja, plateada. Me iba explicando quién había sido su madre y su padre, que aparecían en unas fotos color ceniza, muy arreglados y muy tiesos, sin sonreír, posando, con una niña en brazos que era ella. Y luego ella de joven con los mismos ojos de gata que ahora, pero más brillantes, y en otra caminando por la era con mi abuelo de la mano. Y después mi padre de niño, tirando del pelo a su hermana pequeña. Le señalé con el dedo a la niña, que nunca había conocido, y sus ojos se pusieron húmedos como el día y pasó a otra foto, pero yo la volví a poner encima de la mesa la foto con la niña y me contó que aquellas piedras cuadradas y puestas en fila por las que yo saltaba, que dividían una parte del pueblo y la otra, se levantaron porque hace muchos años un riachuelo pasaba por allí y a veces el agua llegaba tan alto que había que cruzar por las piedras para no hundirse, y uno de esos días, iba cruzando primero mi abuelo, luego mi abuela y por último mi padre, que llevaba a su hermana en brazos. Algo salió mal, mi padre resbaló y la niña cayó al río, dándose con una piedra en su pequeña cabeza. Y volvió a meter todas las fotos en la lata y la cerró.

También me ocupaba de las visitas que venían de vez en cuando y las iba sentando y llamándolas por turnos. Fue con una de esas visitas cuando vi algo que no debería haber visto. La mujer estaba tumbada en la cama hasta la altura de la cadera, con las piernas colgando, pero mi abuela no le pasaba la piedra por el vientre, sino que estaba metiendo su mano ahí abajo. Un chorro de sangre empezó a fluir de entre sus piernas e iba cayendo en un barreño de plástico. Cayó mucha sangre y hacía mucho ruido, como si fuese sólida y la mujer estuvo casi todo el día tumbada en la cama de mi abuela.

Una de esas tardes le pedí que me enseñara la piedra, sin tan siquiera darme cuenta de que estaba hablando. Ella también hizo como si no llevase meses sin hablar, me miró a los ojos y me dijo espera.

Y así pasaron muchas lunas, lunas de pueblo, luna de lobos, sin que ninguna de las dos hablara de ello. Y una mañana cualquiera, una mañana del color de la lana fría, nos sentamos al calor del brasero. Buscó en mis ojos. Se quitó del cuello la cadena de oro de la virgen que siempre llevaba. Abrió lentamente la antigua caja de membrillo y con cuidado puso la piedra clara, lechosa, en mi palma. No preguntó, porque ella ya sabía.

Fue una caída limpia, no sufrió. Los otros cazadores que lo vieron dijeron que era como si se hubiese tirado al barranco, o quizá lo único que ocurrió fue que se resbaló.

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