En una de las escenas más estremecedoras de la película En el nombre del padre, Gerry Conlon, aquel joven irlandés acusado erróneamente de terrorismo, contempla con rabia la entrada de su padre Giuseppe en la celda. Gerry se lamenta —minutos antes lo ha visto desnudo, con el cuerpo cubierto de cal y arrastrado por dos policías entre golpes e insultos— y le pregunta qué demonios hace allí. Este, sin perder su autoridad y limpio ya de ignominia, relata la situación en que Gerry ha dejado a su familia. «Nos acusan de conspiración». Y pregunta con aire desafiante: «¿Lo hiciste?». «Por supuesto que no», responde el hijo, empujando al padre cuando lo coge cariñosamente del cuello. Dando vueltas alrededor de la celda, repite febrilmente: «¿Por qué me sigues a todas partes? ¡Estamos en esta maldita cárcel! ¿Por qué solo me sigues cuando hago cosas malas y no al revés?».
El pobre Giuseppe no responde. Sentado en el catre, pálido bajo la luz que se cuela por el ventanuco, observa a su hijo desordenar el pasado. Con insultos y acusaciones, reconstruyendo hechos ya prescritos, busca Gerry las raíces de su miseria. Y tras esgrimir sus porqués, ambos se abrazan en medio de la celda neblinosa, lejos del hogar y muy cerca de la ciudad que ahora entrelaza su dolor. Es entonces cuando el padre, cada vez más débil, emerge para Gerry como un símbolo de lucha e identidad, de reivindicación frente al poder y alivio cuando la humedad de la cárcel se hace eterna. Su grito final —«Lucharé en el nombre de mi padre y su verdad»— no hace sino subrayar una verdad universal: las relaciones entre padres e hijos son un complejo tejido de amor, resentimiento y aprobación. Y esta, que trasciende fronteras y décadas, se hace muy visible en la extraordinaria novela de Xavier Le Clerc Un hombre sin título (Cabaret Voltaire, 2023).
Esta es la historia de Mohamed Ait-Taleb, un emigrante argelino que abandonó su país tras proclamarse la independencia y que sacrificó su vida en Francia, trabajando como obrero no cualificado, siempre angustiado por la hostilidad del otro y la precariedad, a espaldas de un idioma que jamás aprendería y opacado por esa inutilidad tan común entre los padres que se sacrificaron ciegamente por el progreso es, en el fondo, una declaración de amor.
Pero el amor es un sentimiento contradictorio. Albert Camus, que relató en su reportaje La miseria en Cabilia la opresión del sistema colonial, expresó más tarde su preocupación por las violentas represalias que sufrieron los pieds-noirs, ciudadanos franceses nacidos en Argelia, que se vieron obligados al exilio tras la declaración de independencia. Su profundo amor por la causa no estuvo exento de desconexiones y búsquedas, de regresos a esa tierra virgen que representa lo mejor y lo peor del padre, y cuya herencia lastró el destino de sus hijos.
La apatía de Meursault en El extranjero no puede comprenderse sin el desapego que Europa impuso al emigrante. Al igual que el desapego de su víctima, recuperada por Kamel Daoud en su novela El caso Meursault, una reconsideración, no puede concebirse sin la alienación literaria y política del hombre árabe, al que ni siquiera Camus puso nombre. En el corazón de su idea del existencialismo yace el factor de lo absurdo, el enfrentamiento entre la búsqueda del ser humano por encontrar un significado a su vida y la respuesta inerme del entorno. Mohamed Ait-Taleb, al igual que Meursault, busca su propia autenticidad en medio de un entorno alienante. El dilema entre la libertad y la responsabilidad fue siempre opresivo y silencioso.
Un ejemplo similar lo encontramos en la novela Quién mató a mi padre, del escritor francés Édouard Louis. En ella se aborda una forma diferente de silenciamiento. No es la colonización la que oprime, sino las divisiones de clase y las imposiciones socioeconómicas de la Francia contemporánea. Son sus clases más bajas las que padecen la precariedad, el peso de las rígidas expectativas que imponen las estructuras de poder, la violencia que se deriva de la frustración y la muerte social.
Y si bien todas estas circunstancias están presentes en el relato de Xavier Le Clerc, hay en él una notable diferencia. Su testimonio demuestra que la lejanía con el país de origen nunca es en vano. Como tampoco lo es el sacrificio del emigrante en el lugar de acogida, ni su terrible desdoblamiento, y menos aún su exilio, esta vez voluntario, de las múltiples vidas del hijo. «Pagaste con tu vida —le confiesa el protagonista a su padre— para que yo fuera francés, una vida de la que no reniego, al contrario. Y cómo olvidarme de Argelia, cuyo aliento busco incesantemente, libro tras libro». Esta confesión, que es soberbia, refleja la fortaleza y el equilibrio de quien va al reencuentro del padre sin resentimiento, desde una tierra situada en las antípodas y con un nombre (Xavier Le Clerc, antes llamado Hamid Ait-Taleb) que rompe con su herencia para mantenerla con vida. Con un estilo pulcro y poderoso, Leclerc nos brinda una declaración de amor, una búsqueda en la niebla de las raíces, la memoria y la cautividad; el ejemplo de cómo un abrazo entre padre e hijo sobrevive siempre a la muerte y a las palabras que jamás se pronunciaron.
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Autor: Xavier Le Clerc. Título: Un hombre sin título. Traducción: David Martín Cope. Editorial: Cabaret Voltaire. Venta: Todostuslibros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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