La sociedad es una laguna con peces en la cual vive gente.
Mantenla clara y tranquila, evita alterar y agitar sus aguas.
Como mínimo debemos desear ser independientes y vivir en paz.
Las personas poco desarrolladas son incapaces de hacerlo;
por lo tanto, es un gran mérito espiritual guiar a los demás hacia la paz.
HUA-CHING NI
Llegamos al último tramo de nuestro viaje. Espero que el trayecto haya sido de vuestro agrado y que hayáis sacado alguna lección valiosa de todo esto.
En esta entrega, trataré de exponer el fin último de esta sección: una reflexión sobre el arte de la paz.
Tal vez resulte un tanto contradictorio recurrir al bushido o al arte de la guerra para señalar el camino hacia la paz, si bien lo cierto es que es del todo razonable: los conflictos en la vida cotidiana son casi inevitables, de modo que lo mejor es contar con un arsenal de armas y estrategias para salir airosos de todo trance, causando el menor número de daños posible. Aunque el bushido ofrece numerosas tácticas para contener o incluso abatir al enemigo, no es menos cierto que la finalidad última es la restauración de la paz. A fin de cuentas, ¿quién desea vivir eternamente en guerra?
Por muy alejada de nuestros días que pueda parecernos esta filosofía, espero que hayamos advertido hasta qué punto puede aplicarse en el presente. Algo que, por lo demás, tampoco debería extrañarnos, pues los temores y anhelos que habitan en el corazón humano traspasan épocas y escenarios.
En líneas generales, lo que voy a defender aquí es que la única batalla que se gana es aquella que no llega a librarse; la que, de acuerdo con Sunzi, se gana antes de llevarse a cabo, se gana «en el cuartel». Considero firmemente que el derramamiento de sangre, literal o figurada, es siempre innecesario (y perjudicial). Por supuesto que los habrá más belicosos y que afirmen que ciertas guerras están justificadas —con derramamiento de sangre incluido—. Sin entrar a debatir si hay guerra justa, sí matizaré que es posible encontrar formas pacíficas de resolver los conflictos. «Ya, pero entonces no sería una guerra», me parece oír. Pues precisamente de eso va: de que no haya guerra. Ningún tipo de guerra.
Otros dirán que la lucha forma parte de la naturaleza humana. Mi impresión, sin embargo, es que cualquier tipo de enfrentamiento (especialmente el físico) es un residuo de una época bárbara y un tanto irracional, que debe ser sustituido por un espíritu de cooperación pacífica. Sólo de este modo seremos capaces de evolucionar como sociedad y como especie.
«Ō-sensei» Morihei Ueshiba, fundador del aikido, nos dice: «Aiki no es una técnica para luchar con el enemigo o para derrotarle, sino una vía para reconciliar al mundo y hacer de los seres humanos una familia». Comparto por completo esta afirmación, tanto como la siguiente: «El verdadero budo es la protección amorosa de todos los seres con un espíritu de reconciliación. Reconciliación significa permitir la consumación de la misión de cada uno».
Esta misma idea la encontramos en fundadores de otras artes marciales como Jigoro Kano (judo) o Ip Man (wing tsun), así como en los mayores expertos en sable de todos los tiempos. En última instancia, el objetivo buscado es la disolución del conflicto, la unión de los contrarios (en realidad, la afirmación de que no hay «contrarios»), la reconciliación… la anulación del ego y la fusión con todo el universo. Por supuesto, esto va más allá de los límites de esta serie de notas.
Casi podríamos decir que, en realidad, el budo es una danza, un juego, un camino como otros tantos para trascendernos a nosotros mismos y conectar con lo que nos rodea. La ventaja que ofrece frente a otros planteamientos es su carácter eminentemente práctico.
Podemos tomar la siguiente afirmación de Miyamoto Musashi a fin de ilustrar esta última idea: «La forma de ganar una batalla según la ciencia militar es conocer los ritmos de los adversarios concretos y utilizar los ritmos que vuestros adversarios no esperan, produciendo ritmos sin formas a partir de ritmos de sabiduría». ¿Recordáis la entrega en la que hablábamos de la acción y el timing? Estas palabras suponen una expresión cuasi poética, pero extremadamente clara, de tales conceptos, y de cómo todos, en gran medida, se hallan conectados. Además, introduce dos elementos valiosos: la importancia del factor sorpresa y el concepto taoísta de la «no forma» (como el agua) como estado victorioso.
Volveré a esto unos párrafos más abajo.
Mientras tanto, me gustaría plantear la siguiente cuestión: ¿y si eliminamos los conceptos de «enemigo», «victoria», «derrota», de la ecuación y lo sustituimos por el de «cooperación»? Tal vez suene un tanto naïf, mas se me antoja más deseable que el sufrimiento y la violencia. No hay que aniquilar a nadie para conseguir nuestros objetivos, sólo jugar mejor la partida, recordando que no hay partida limpia sin una actitud elegante por parte de los participantes. «¿Y si el contrincante es sucio?». En ese caso, tal vez convendría plantearnos si deseamos algo que nos obliga a vérnoslas con un rival marrullero. Si, aún así deseásemos seguir adelante con la lucha, deberíamos ser capaces de neutralizar a los oponentes más díscolos sin necesidad de recurrir a la violencia bajo ninguna de sus formas.
Ganar aplastando al enemigo no constituye una verdadera victoria. Por el contrario, tal y como afirma el maestro Hua-Ching Ni, «la vida espiritual es el premio para aquellos que vencen mediante la armonía, y no a base de la guerra».
A quien considere este planteamiento como un signo de debilidad, ingenuidad, o incluso cobardía, le invito a profundizar en la anécdota sobre Tsukahara Bokuden, un maestro legendario en el uso del sable, recogida por Daisetz T. Suzuki en su imprescindible El zen y la cultura japonesa. En ella se cuenta cómo el samurái fue capaz de derribar a un bravucón haciendo uso de lo que él denominaba el arte de la «no espada». Probablemente se trate del relato que mejor ilustra el sentido de lo que trato de transmitir aquí.
En resumen, la historia narra un momento en el que el maestro Bokuden se encontraba en un bote. Había más pasajeros, entre ellos un samurái muy grosero y arrogante. Fanfarroneaba y presumía de ser un gran guerrero invencible. Los demás escuchaban con atención, pero el maestro anciano parecía no darle importancia y prefería dormitar. El samurái advirtió que éste llevaba los dos sables tradicionales, el corto y el largo, de modo que dedujo que era uno de los suyos, y le preguntó por qué no decía nada, a lo que el maestro respondió que su estilo era diferente al suyo, que no consistía en derrotar a otros sino en no ser derrotado. Al preguntarle por esa escuela, el anciano contestó que era conocida como escuela mutekatsu, que consistía en derrotar al enemigo sin manos, es decir, sin usar la espada. Esto irritó al samurái y lo retó de inmediato. El maestro accedió, pero rogó que el combate se llevase a cabo en una pequeña isla que no quedaba muy lejos a fin de que ningún curioso resultase herido. El samurái estuvo de acuerdo y se dirigieron a dicha isla. En cuanto estuvieron cerca, el bravucón se arrojó al agua y comenzó a caminar hacia la orilla. El maestro hizo el amago de seguirle pero, en lugar de saltar de la barca, arrebató los remos al barquero con un movimiento rápido, impulsó la barca con ellos y se alejó de la isla adentrándose de nuevo en alta mar. Cuando el bote estaba lo suficientemente alejado, Bokuden, sin perder la sonrisa, le gritó al desconcertado samurái de medio pelo: «¡Ésta es la escuela de la no-espada!».
Por supuesto que Bokuden podría haber acabado sin demasiados problemas con el fanfarrón, pero, al igual que un oso no tiene por qué ponerse en pie para impresionar a una ardilla, el maestro de la «no espada» ganó el combate sin luchar.
Este relato nos lleva a la última parte de «Bushido para la vida cotidiana».
A lo largo de estas entregas, he tratado de ejemplificar de qué modo «el camino del guerrero» constituye una excelente y útil filosofía de vida para nuestro día a día. Asimismo, he sugerido una idea en apariencia paradójica: que el verdadero «samurái» es el que lucha por la paz sin recurrir a la violencia.
Aparcando el ego, advertimos que las disputas no son necesarias, las ofensas no pueden afectarnos, ya que una flecha no puede atravesar un objetivo que no está en ninguna parte.
Quisiera despedirme con una breve reflexión sobre el concepto taoísta de «no forma», ilustrado de manera magistral en el cuento del gallo de madera, narrado, entre otros, por el maestro Zhuangzi. Aplicado desde el amor, desde la asunción de que todo y todos estamos conectados, en lugar de desde el espíritu de la guerra, resume el modo en que es posible ganar cualquier batalla.
La fábula cuenta cómo Ji Shengzi entrenaba un gallo para el rey. Al cabo de diez días, el rey le preguntó si el gallo estaba listo, a lo que el entrenador respondió que no, pues todavía se mostraba arrogante y temperamental. Diez días después, el rey volvió a preguntar, obteniendo otra negativa de Ji Shengzi. «Todavía reacciona con violencia ante ruidos y sombras». Diez días después, el rey insistió. «Todavía se muestra excesivamente vigoroso y con un carácter dominante», respondió Ji Shengzi. Finalmente, diez días después, el rey volvió a visitar al entrenador y éste le respondió: «Ahora está listo. No le se altera cuando oye el sonido de otras aves de pelea. De hecho, se asemeja a un gallo de madera, inmutable e imperturbable. Está listo para ganar cualquier combate, pues los demás gallos no osarán enfrentarse a él. Por el contrario, saldrán huyendo despavoridos».
Aquí no hay conflicto, ni huida, ni ataque… pero sí una victoria.
¿La respuesta? La «no forma».
¿Cómo derrotar a un enemigo que ni lo es ni siquiera se parece?
Conviene reflexionar en esto con asiduidad.
Ha sido un placer compartir con vosotros y con vosotras estas joyas que he encontrado a lo largo del camino. Espero que el caballo de viento os lleve allá donde soñéis y que nuestros caminos vuelvan a cruzarse en breve. Aunque de ello estoy seguro.
¡Salud y buena suerte!
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