En Cabeza alta Francisco Álvarez reúne lo mejor de su narrativa corta, relatos protagonizados por hombres y mujeres que pisan fuerte. Anónimas unas, conocidas otras, todas ellas personas que aun en las peores circunstancias prefirieron plantar la batalla de la dignidad.
Zenda publica el relato que da título al libro.
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CABEZA ALTA
Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos de pie.
(Emily Dickinson)
Volví a casa llevando bajo el brazo el libro ilustrado que me habían regalado por mi cumpleaños: Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Tal vez por eso mi padre me pareció, en la escena con la que allí me topé, un hombre diminuto y gigante a la vez, una especie de Gulliver en Brobdingnag y en Liliput al mismo tiempo. Porque lo vi pequeño como un liliputiense mientras lo sacaban de nuestro hogar, aferrándolo por los brazos, dos policías enormes que con sus zapatos de suela ancha y sus cascos aparentaban aún más altura. Pero lo vi muy grande, gigantesco, cuando pasó a mi lado y sonrió con los ojos y me guiñó uno de ellos para tranquilizarme, aunque ese gesto no surtió efecto y rompí a llorar con ese llanto indefenso que tienen los niños cuando no saben leer los acontecimientos adversos. Mi madre, serena y digna como una diosa, sorteó el corrillo de gente y vino hacia mí para posar en mi nuca la caricia de su mano. Yo, instintivamente, agaché la cabeza. «La cabeza alta, Matthew. La cabeza siempre alta», susurró ella disfrazando de dulzura su dolor y su rabia. Y me obligué a alzar la cabeza para ver cómo encerraban a mi padre en uno de aquellos furgones que partieron haciendo chillar sus sirenas para intentar solapar los silbidos y los gritos de apoyo a la huelga minera que estaban inflamando el aire de nuestro vecindario.
Alguien había pronunciado el nombre de mi padre como integrante de un piquete al que se atribuían actos de sabotaje, según la policía; actos de lucha obrera, según el sindicato. El juez decretó prisión preventiva para él y para otros mineros. En las semanas siguientes de aquella larga huelga yo tuve que racionar mis lágrimas, aunque hice mío el llanto de alguno de mis compañeros el día que nos notificaron en la escuela que las hijas e hijos de los huelguistas habíamos sido privados del derecho a comedor escolar, por decisión del Gobierno. La respuesta a ese agravio no se hizo esperar: a la mañana siguiente nos recibió a la entrada de nuestro colegio una enorme pancarta formada con sábanas cosidas, muy limpias, muy blancas, con una frase pintada en el color del carbón: Las cabezas bien altas, compañeros. Nuestras madres la habían hecho para nosotros, los niños y niñas a los que el Gobierno británico negaba el pan, los hijos de mineros, sus pequeños compañeros.
El comité de madres organizó un comedor popular como alternativa al comedor escolar y allí algunos renacuajos echábamos una mano, ayudábamos a llenar y a rellenar tazas, vasos y platos. Allí empuñé por primera vez el cucharón de la sopa, y no podía imaginar que ese utensilio iba a acabar convirtiéndose en mis manos, quince años más tarde, en un arma artesanal de la lucha de clases…
Estaba ultimando en Londres mi tesis doctoral sobre el movimiento sindical galés del último tercio del siglo XX. Los fines de semana sacaba un dinerillo trabajando como camarero itinerante en una empresa de catering. Nos llamaron para servir un banquete en un selecto club de golf al que asistiría un restringido grupo de invitados. Intrigado, le tiré de la lengua al encargado y acabó revelándome el nombre de la personalidad a la que iban a agasajar en ese evento. Acudí con puntualidad, vestí el uniforme de traje y pajarita, superé las miradas fiscalizadoras de los guardaespaldas al entrar en el salón. El jefe de sala me observó con inquietud creciente mientras me dirigía con la sopera a la mesa presidencial, porque no era yo el encargado de servirla. Me acerqué a la homenajeada, saqué de la sopera un cucharón con un amasijo de puré y de carbón, y lo eché en su plato. «De parte de los hijos de los mineros del comedor popular de Wakefield», le dije a media voz. La ex primera ministra, desconcertada, ocultó púdicamente con su servilleta el plato de crema de nécoras con tropiezos de hulla, pero para entonces casi todas las miradas del salón apuntaban hacia nosotros. Los dos escoltas llegaron a paso rápido. «Llévenselo», les murmuró entre dientes Margaret Thatcher mientras esgrimía una sonrisa de cartón piedra ante el resto de los comensales.
Cuando me sacaban del salón, uno de los escoltas trató de doblar mi nuca hacia adelante. Se lo impedí tensando con todas mis fuerzas la musculatura del cuello, afronté aquel agudo dolor diciéndome a mí mismo: «La cabeza alta, Matthew. La cabeza siempre alta, compañero».
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Autor: Francisco Álvarez. Título: Cabeza alta. Editorial: Hoja de Lata. Venta: Todostuslibros
Que fuera capaz, de decirle, a la primer ministra: «De parte de los mineros…, osadía no me parece, sino prueba de una conciencia adquirida, del Valor del concepto Trabajo.