No por fuerza lleva el confinamiento físico a la liberación de las neuronas. Una pandemia alcanza para explicarse a modo cantidad de rarezas, ya sea que ocurran éstas por voluntad de Dios o como consecuencia del paso inexorable de la Historia. Nada que sea raro o lo parezca tarda mucho en hacerse pan comido para una mente de por sí claustrofílica, cuyos conocimientos se precian de ser definitivos y autosuficientes. No tienen que ir muy lejos sus usuarios para obtener respuesta —a menudo la misma, con idéntico gesto iluminado— a cada una de sus inquietudes, pues todo cuanto importa en esta vida se halla dentro de los confines marcados por sus creencias, más allá de los cuales no puede haber nada bueno ni verdadero. Valdría añadir: evidentemente.
El primer despropósito está en la tentación de discutir con gente que padece ideas fijas. A preguntas como “¿cree usted en Dios?” o “¿qué piensas del papel de nuestros diputados?” tendría uno que responder blandiendo una navaja, para cortar de tajo probables confusiones filológicas. Al igual que los huéspedes de la cueva alegórica de Platón, experimenta el confinado mental la redentora urgencia de que todos estemos de acuerdo con él, pues de otro modo seguiremos viviendo en el error y eso sí que no puede permitirlo. Como quien dice, tiene que impedirlo.
Me pongo en su lugar y los entiendo. Si tuviera el cerebro cundido de murallas, alambradas y púas, me sentiría de algún modo compensado plantando prohibiciones por doquier. ¿A qué clase de instancia sobrenatural obedece, por cierto, esa declaración: “no puedo permitirlo”? ¿Qué inflamada autoestima determina que no-es-posible hacer lo que en realidad no se le antoja? ¿Desde cuándo y por qué requerimos de su venia magnánima para hacer o decir lo que nos dé la culifloja gana?
Imposible evitarlo: somos nuestras taras. Tampoco es que uno pueda presumir de tener por cabeza una estación de tráfico intergaláctico, con todas esas nubes de atavismos que a ratos se confunden con plaga de langosta. Suena siempre bonito cuando un preso inocente dice que en su cabeza sigue siendo libre, pero ocurre que la monserga del encierro tiende a ser expansiva y pegajosa. O al menos es así como intento explicar por qué despierto a veces con el cerebro lleno de confines. Lo sabe el carcelero: las murallas más altas las pone el inquilino.
Ya entrados en Platón, noto que en estos días el mundo de las sombras se ha apoderado de las redes sociales. Entre el confinamiento y la cerrazón, la gritería de imperativos, interjecciones y mayúsculas remite a un pabellón de desahuciados por la ciencia psiquiátrica recién soliviantados por un terremoto. Si tú me lo preguntas, Cuarentenario, y de paso disculpas los estrechos confines de mi conocimiento científico, te diré que no puede ser muy sano pasarse el día entero contrayendo un mismo esfínter (al cual, justo es decir, nadie invitó a la fiesta). Porque si ya goza uno del alto privilegio de elegir a sus compañeros de ergástula, ¿qué tendría que hacer entre tantos extraños pletóricos de taras autoimpuestas? ¿Y qué hace aquí el teléfono, a todo esto? ¿Qué hago yo amurallado en su interior? ¿Por qué no estoy oyendo a Ney Matogrosso? Say no more! Si preguntan por mí, Cuarentenario, diles que vi la luz hace un instante.
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