Esta es la historia de una huida: un chico, de apenas diez años, escapa de una enfermedad que pretende acabar por aplastarlo. La voz del narrador le susurra vientos de esperanza.
Cabeza rapada, un cuento de Jesús Fernández Santos
Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, aparecía oscura del sudor y el sol, como las piernas con sus largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, mecidos por el rumor de los frondosos eucaliptos, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones de los bancos, las vías… Menudas y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.
Cruzaban sombras negras, luminosas, de los coches; los faros rojos atrás, acentuando su tono hasta el morado. Aunque no hacía frío nos arrimamos a una hoguera en que el guarda de las obras quemaba ramas de eucaliptos esparciendo al aire un agradable olor a monte abierto. Allí estuvimos un buen rato, llenando de él nuestros pulmones, hasta que el chico se puso a toser de nuevo.
—¿Te duele? —le pregunté.
Y contestó:
—Un poco —hablando como con gran trabajo.
—Podemos estar un poco más, si quieres.
Dijo que sí, y nos sentamos. Eran enormes aquellos árboles flotando sobre nosotros, cantando las ráfagas en la copa con un zumbido constante que a intervalos subía; y, más allá del pilón donde el hilo de la fuente saltaba, se veía a la gente cruzar, la ropa pegada al cuerpo, íntimamente unidas las parejas.
El chico volvió a quejarse.
—¿Te duele ahora?
—Aquí, un poco…
Se llevó la mano bajo la camisa. Era la piel blanca, sin rastro de vello, cortada como las manos de los que en invierno trabajan en el agua. Otra vez tenía miedo. Yo también, pero me esforzaba en tranquilizarle.
—No te apures; ya pasará como ayer.
—¿Y si no pasa?
—¿Te duele mucho?
El guarda nos miraba con recelo, pero no dijo nada cuando nos recostamos en el cajón de las herramientas. Freía sardinas en una sartén de juguete. A la luz anaranjada de la llama, el olor de la grasa se mezclaba al aroma de la madera que ardía.
—Ese chico no está bueno…
—¡Qué va! No es más que frío…
El chico no decía palabra. Miraba el fuego pesadamente, casi dormido.
—No está bueno…
Ahora no tenía un gesto tan hosco. El chico escupió al fuego y guardó silencio.
—Va a coger una pulmonía, ahí sentado.
Me levanté y le cogí del brazo, medio dormido como estaba.
—Vamos —dije—; vámonos.
Le fui llevando, poco a poco, lejos del fuego y de la mirada del guarda.
Mientras andábamos, por animarle un poco, froté aquella cabeza monda y suave, con la mano, al tiempo que le decía:
—¡Que no es nada, hombre!
Pero él no se atrevía a creerlo, y por si era poco, vino de atrás las voz del otro:
—¡Le debía ver un médico!
—¡Ya lo vio ayer!
Esto pasó con el médico: como no conocíamos a nadie fuimos al hospital, y nos pusimos a la cola de la consulta, enana habitación alta y blanca, con un ventanillo de cristal mate en lo más alto y dos puertas en los extremos abriéndose constantemente. La gente aguardaba en bancos, a lo largo de las paredes, charlando; algunos en silencio, los ojos fijos, vagos, en la pared de enfrente. La enfermera abrió una de la puertas, diciendo: “Otro”, y el que en aquel momento salía, saludaba: “Buenos días, doctor”.
Una mujer olvidó algo y entró de nuevo en la consulta. Salió aprisa, sin ver a nadie, sin saludar. Exclamaba algo que no entendimos bien. Todos miraron las baldosas, como si cada cual no pudiera soportar la mirada de los otros, y un hombre joven, de cara macilenta, maldijo muchas veces en voz baja.
El médico auscultaba al chico y, al mismo tiempo, me miraba a mí. Nos dio un papel con unas señas para que fuéramos al día siguiente.
—¿Es hermano tuyo?
—No.
Al día siguiente no fuimos adonde el papel decía.
Se inclinó un poco más. Debía sufrir mucho con aquella punzada en el costado. Sudaba por la fiebre y toda su frente brillaba, brotada de menudas gotas. Yo pensaba: “Está muy mal. No tiene dinero. No se pude poner bien porque no tiene dinero. Está del pecho. Está listo. Si pidiera a la gente que pasa no reuniría ni diez pesetas. Se tiene que morir. No conoce a nadie. Se va a morir porque de eso se muere todo el mundo. Aunque pasara el hombre más caritativo del mundo, se moriría.”
Reunimos tres pesetas. Decidimos tomar un café y entrar en calor.
—Con el calor se te quita.
Era un café vacío y mal alumbrado, con sillas en los rincones. La barra estaba al fondo, de muro a muro, cerrando una esquina, con el camarero más viejo sentado porque padecía del corazón, y solo para los buenos clientes se levantaba. Tres paisanos jugaban al dominó. Llegaban los sones de un tango entre el soplido del exprés y los golpes de fichas sobre el mármol.
Solo estuvimos un momento; lo justo para tomar el café. Al salir todo continuaba igual: el viejo tras el mostrador, mirando sus pies hinchados; los otros jugando, y el que andaba en la radio con los botones en la mano. La música y la luz parecían ir a desparecer de pronto. Viéndolos por última vez, quedaban como un mal recuerdo, negro y triste.
En el paseo, bajo los árboles, de nuevo empezó a quejarse, y se quiso sentar. Pisábamos el césped a oscuras. Buscó un árbol ancho, frondoso, y apoyando en él su espalda, rompió a llorar. De nuevo acaricié la redonda cabeza, y al bajar la mano me cayó una lágrima. Lloraba sobre sus rodillas, sobre sus puños cerrados en la tierra.
—No llores —le dije.
—Me voy a morir.
—No te vas a morir, no te mueres…
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