Cacho Kotz aterrizó en Jerusalem, en 1961, de modo totalmente inesperado para sí mismo. A sus 25 años trabajaba en la revista Anticipos, escribiendo una columna de recorridos turísticos porteños. También publicaba, más espaciadamente, una página de reseña de letristas musicales argentinos. El propio Kotz componía letras de tango, y aspiraba a participar de una corriente que renovara ese arte. Una de sus canciones había sido interpretada y grabada por el trío Guariales, con un incipiente éxito. Entre las dos columnas, los royalties de la canción editada y otros tantos encargos, hacía su vida, en un pequeño departamento, sin más a su cargo que su propia persona. Repentinamente, Poriceno, el jefe de redacción de Anticipos, hace algo que nunca: le ofrece un cigarrillo a Kotz —empedernido fumador—, espera a que se lo calce, se lo prende y le pregunta:
Kotz asiente, sorprendido. No se tutean. Se respetan, e incluso se aprecian. Kotz le está interminablemente agradecido por darle trabajo.
—¿Conoce Israel?
Kotz replica que no con la cabeza.
—Lo mandamos a cubrir el juicio de Eichman. Tres meses, por lo menos. Quizás cuatro. Se queda hasta el alegato final.
Kotz aprendió el alemán por su abuelo materno, Herman, a quien adoraba, tempranamente fallecido. Ese idioma, para 1961 embebido en crimen, es lo único que le resta de ese abuelo. En rigor, en Israel vive un primo lejano del abuelo alemán, con quien Herman nunca se volvió a hablar. En la familia no estaba bien visto que el abuelo preservara el alemán, mucho menos que se lo enseñara a Cacho. Pero ahora esa transmisión clandestina funciona. Lo amedrenta en parte el desafío, pero es también una oportunidad prodigiosa. Al día siguiente sale para Israel en una conexión de vuelos laberíntica. La línea aérea israelí El Al ya no despega de Ezeiza, desde que el comando del Mossad capturó a Eichman en Buenos Aires.
Cacho aterriza en Tel Aviv y es trasladado inmediatamente en taxi a Jerusalem, por un camino de palmeras y calor tropical. Pero en la capital de Israel campea un clima destemplado, insospechado, que no sabe si llamar húmedo. Pasa la noche en el hotel, solitario, repasando un tango sobre una esposa. Al día siguiente se acredita en la sede judicial donde están juzgando al genocida alemán.
Entre los periodistas que cubren el evento, se destaca la famosa filósofa, también alemana, y también judía, como Kotz, Hanna Arendt. La nacionalidad argentina de Kotz, dado el periplo de Eichman, resulta relevante.
Casi con la misma fugacidad con que se le apareció en el escritorio Poriceno, le ofreció un cigarrillo y lo mandó a Israel; al final de una de las jornadas, aparece el primo perdido del abuelo alemán: Bern. Es de la edad que tendría en ese momento el abuelo de Cacho, un septuagenario tardío, y guarda cierto parecido físico. Pero el rostro más seco, austero, contenido. A diferencia de su abuelo, pero igual que Cacho, Bern fuma como una chimenea.
Lo pasa a buscar espontáneamente, se presenta, lo lleva a pasear por Jerusalem. Visitan Iad Vashem, el Museo de la Shoá. A la salida, regresan caminando al centro de Jerusalem. La ciudad se interrumpe. Del otro lado, la Ciudad Vieja, el Muro de los Lamentos, permanece en manos jordanas.
Bern y Cacho se sientan en un café. Todo en Jerusalem es módico, discreto como el rostro de Bern. Hablan en alemán.
Deslumbrado por la acumulación de acontecimientos, Cacho no puede precisar el momento en que la conversación de su ¿tío abuelo? Bern se torna entre confidencial y potencial, y le explica que, pese a lo que se cree, Hanna Arendt, muy crítica del juicio a Eichman, mantiene una frecuente y amistosa correspondencia con el filósofo nazi Martin Heidegger, desde el fin de la guerra; e incluso algunos encuentros presenciales secretos. Se sabía que habían sido amantes hasta la elección de Hitler como canciller, o hasta el exilio de Arendt, detalla Bern, pero la revelación es la intensa continuidad del vínculo. El asunto es el siguiente: un alumno de Heidegger tiene contacto directo con otro criminal nazi, aún prófugo, el infame Josef Mengele. La conexión de Arendt con Heidegger podría redundar en la consecución de cierta pista, en una carta, que condujera al paradero del monstruoso “doctor” de los campos de exterminio.
—Creemos que no sería imposible —remata Bern—, por lo que sabemos de ti, que fueras capaz de concertar una cita con la destacada intelectual alemana.
Bern hace una pausa, dejando flotar un velo de ironía sobre la definición, enciende el enésimo cigarrillo y acota como parte de soltar el humo:
—Acceder a su habitación.
—Pero nunca intercambiamos una palabra —contrapone Cacho.
—Me pidieron que te transmita exactamente esto: “que le recite uno de sus tangos en alemán”.
En las jornadas restantes del juicio, Cacho despliega una cercanía cómplice con Arendt. Efectivamente le recita uno de sus tangos; salen a beber, ocultos de la atención pública. En dos noches cada uno regresará a su respectivo país: Arendt a Norteamérica. Es el instante en el que ella debe preguntarle si quiere subir a la habitación. La diferencia de edad ha estado presente desde el primer encuentro; pero como bien intuyeron los “asociados” de Bern, y el propio Bern, Cacho logró convencerla de una mutua singularidad, una simpatía enigmática.
Sin embargo, Arendt no da ese paso. Cacho no tiene más remedio que forzar el protocolo:
—Si me invitas a subir, te recitaré un tango que nunca olvidarás.
Ella niega, sin sonreír, y le tiende la mano para despedirlo, evidentemente para siempre. Allí han terminado las opciones. No podrá cumplirle a Bern. Arendt está por atravesar la puerta de entrada de su hotel, un botones le hace el gesto de que pase.
Antes de marcharse, Cacho no puede reprimir preguntarle:
—Pero… ¿por qué con Heidegger sí?
Arendt gira bruscamente, como tomada por sorpresa. No responde. En las facciones de esa mujer atravesando la cincuentena, Cacho deduce dos posibilidades: que ella misma desconoce la respuesta; o que la respuesta es tan oscura, que ni siquiera se atreve a pronunciarla.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.
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