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Cada chango a su paréntesis (Arresto domiciliario 31)

Cada chango a su paréntesis (Arresto domiciliario 31)

Atraviesas las puertas de un centro comercial y una edecán sonriente se acerca a regalarte ya no una ni dos, sino tres copias de la misma revista. ¿Tendrías que agradecerle tres veces el obsequio… o quizás increparla por confundirte con un bote de basura? Porque de eso no hay duda: todo lo que nos surten en exceso es bazofia automática. Uno valora aquello de lo que tiene poco; no por casualidad “caro” y “querido” son sinónimos en varios idiomas.

Se pasa uno la vida regateándole los minutos a la agenda, y cuando le regalan la primavera entera –algo así como mil quinientas horas, descontando las ocho diarias de sueño– para que se haga fuerte en su guarida, las administra como revistas gratuitas. A ojo de buen claustrófilo, entre más horas se conceda uno para garrapatear un par de páginas, menos líneas terminará escribiendo. No es la holgura sino la extrema urgencia el motor que hace andar la narración, pero tampoco por saberlo y repetírtelo sabes qué hacer con tantas horas por delante: páginas aún en blanco y ya encerradas en un gran paréntesis.

"Todo lo que nos surten en exceso es bazofia automática. Uno valora aquello de lo que tiene poco; no por casualidad «caro» y «querido» son sinónimos en varios idiomas"

Sabes, Cuarentenario, que no soy muy afecto a los paréntesis. Me queda la impresión de que son pies de página impertinentes, como el primo lejano y encimoso que se suma a la foto y automáticamente la echa a perder. Los uso, sin embargo, cuando no veo mejor alternativa y encuentro la manera de disimular su calidad de protuberancias. Se diría que el texto entre paréntesis es una información suplementaria, una advertencia para los distraídos o un retruécano meramente opcional, si bien no es imposible que una novela entera quepa en un paréntesis (no está de más decir, hábitat natural de la ironía). En todo caso es todo lo que hay, y nadie te asegura que al final del paréntesis cuarentenal la vida siga tal como antes de él. La sintaxis del mundo se ha hecho cisco: las horas se amontonan y se pudren porque no sabes cómo acomodarlas, qué va antes, qué después, qué querías decir hace tres mil renglones.

Solamente a los muertos les sobra el tiempo, no por nada sus años de debut y despedida suelen aparecer debajo de su nombre, separados por un guión fatalista y encerrados en un sugerente paréntesis. Antenoche soñé que estiraba la pata, y en la escena siguiente el dios de la escritura me pedía cuentas por estos miles de horas de confinamiento que debieron rendir cientos de páginas. ¿Qué había yo hecho con el gran paréntesis que generosamente me concedió?

–Subí diez mil niveles del Toon Blast –respondíale, cabizbajo y morado de vergüenza porque cualquiera sabe que al dios de la escritura le recagan la madre los videojuegos.

"Antenoche soñé que estiraba la pata, y en la escena siguiente el dios de la escritura me pedía cuentas por estos miles de horas de confinamiento que debieron rendir cientos de páginas. ¿Qué había yo hecho con el gran paréntesis que generosamente me concedió?"

No puede uno evitar que sus pesadillas tomen por estos días carices arrancados al catecismo. Cada vez que las horas se amontonan y me consume el miedo a dilapidarlas como una profecía autogestiva, trato de recordarme que el dios de la escritura no sólo está muy lejos de morir por mí, sino que ya me espera con un whisky y unos chicharroncitos bajo la sombra de la enredadera. Esta hora, cuando menos, no se irá a la basura.

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