Volver a cuándo
El desfase horario al que inevitablemente abocan los viajes transoceánicos les acaba confiriendo un suave poso de irrealidad. Salgo de Ezeiza a las doce del mediodía del sábado y llego a Barajas en torno a las cinco de la madrugada del domingo, sin haber dormido apenas y con la sensación de que un demiurgo malvado me ha arrebatado la jornada que he dejado pasar entre las nubes y que ha sido en realidad un día sin huella, una laguna en la memoria, un tiempo muerto del que apenas guardaré más recuerdo que el de unas pocas turbulencias, una serie afortunada que al fin he tenido ocasión de ver, alguna que otra lectura arbitraria y unas pocas cabezadas insuficientes para compensar el destrozo inducido por los meridianos y su caprichosa relación con los relojes. Salgo del avión y recorro los pasillos del aeropuerto, casi desiertos a estas horas intempestivas, como si nada de lo ocurrido durante la semana hubiera pasado realmente, como si el viaje hubiese sido una fabulación que se abrió en el mismo momento en que unas fechas atrás crucé el umbral de la puerta de embarque y que se cierra justo ahora. El cansancio, la desorientación después de un vuelo tan largo y el abotargamiento, hacen que mis movimientos sean torpes, que no acierte a la primera con algunas indicaciones, que me irrite levemente el tiempo de espera hasta que llega el trenecito que nos tiene que llevar a la terminal desde la satélite; también es la extenuación la culpable de que piense que me han extraviado la maleta cuando veo que no acaba de aparecer en la cinta de recogida de equipajes, y la que evita que me reconforte demasiado cuando la descubro al fin y la agarro y me la llevo conmigo hacia la salida. Le hablo de esta desubicación transitoria a Lorenzo mientras paseamos, a la hora del aperitivo, por las casetas de la Feria del Libro Antiguo de Recoletos. Lo llamé a media mañana para pedirle auxilio y me convidó a apuntarme al plan que había tramado con Eva Cosculluela y Félix, que han venido a pasar el fin de semana, y al que se unirá Txani en cuanto su tren llegue a la estación de Atocha: ayer presentó La seca en Málaga y tiene unas pocas horas de escala en Madrid antes de proseguir su viaje desde Chamartín hacia Bilbao. Mi vuelta a la cotidianidad otoñal tras el espejismo de la primavera argentina es dura: nos encontramos el centro de la ciudad vallado porque está a punto de comenzar un concierto en la Puerta de Alcalá y tenemos que dar unos rodeos inverosímiles para terminar a los pies de la iglesia de Jesús de Medinaceli, en una taberna que acaso alguna vez quiso ser castiza pero que es ahora un mero estacionamiento de turistas. No me puedo quejar porque no me han ido mal las cosas en el camino: llevo en una bolsa un libro raro de Torrente Ballester y una edición de Sudamericana de los cuentos de Borges, lo cual constituye, por raro que sea el día, un buen botín. Rechazo la invitación de mis acompañantes para ir luego al cine: necesito mantenerme despierto hasta que empiece a caer la noche y no creo que acomodarme en una butaca entre penumbras sea la mejor estrategia. La tarde está tan intempestiva como yo, no hace calor pero tampoco frío, y a ratos hay más de una cosa y luego más de la otra, y parece que la ciudad se acompasara conmigo y ambos nos moviéramos por un territorio impreciso y volátil mientras la miro como si estuviese ante un paisaje extraño, despertando medio a regañadientes de un sueño que ocurría en Buenos Aires.
Metropolitana
Se tiene asumido, porque seguramente es cierto, que la gran ciudad deshumaniza y que no hay mejor cosa que la acumulación desmedida de individualidades para deshacer cualquier conato de conciencia colectiva. Sobran ejemplos que respaldan tal axioma, pero también, de vez en cuando, asiste uno a escenas que parecen indicar lo contrario. Estoy en el metro, en una de esas horas punta que uno aprende a detectar en seguida en cuanto se instala en Madrid, y en seguida me fijo en él porque lo tengo muy cerca: es un señor que seguramente ha sobrepasado los ochenta, su mano derecha se aferra a una de las barras que soportan la estructura precaria del vagón y la izquierda sujeta uno de esos planos que ya apenas se ven ni se reparten, porque todo el mundo los lleva incorporados en sus teléfonos, que él escruta con sus ojos inquietos, parapetados tras unas gafas ni muy finas ni muy gruesas. Le tiembla un poco el pulso, no sé si por la edad o por los nervios, y cuando retomamos la marcha después de la parada en Retiro se atreve a alzar la voz, con timbre dubitativo, para preguntar si alguien sabe el tiempo que queda hasta Banco de España. Quienes estamos a su alrededor nos miramos, incluido un muchacho que acaba de subirse, y parece como si dilucidáramos en silencio a quién corresponde sacar al hombre del error: vamos en dirección a Las Rosas y Banco de España ha quedado atrás hace unos momentos ―fue, de hecho, la estación en que me subí yo, ahí estaba ya el anciano con su mapa arrugado entre los dedos, tan nervioso o tan concentrado en el itinerario que ni llegó a darse cuenta de que aquél era su destino―, y creo que a todos nos apena la tesitura de decirle que se ha equivocado, que pese al esfuerzo ímprobo que debe de estar haciendo para no perderse en los laberintos subterráneos no ha sido incapaz de dar con su camino a la primera. De pronto, como si un fantasmal director de orquesta hubiese dado una señal invisible, las seis o siete u ocho personas que nos encontramos cerca lo vamos rodeando, pese al abigarramiento, y comenzamos a explicarle que va mal orientado, que tendrá que detenerse y tomar el tren que circula en dirección contraria. Él escucha sin terminar de entender del todo, quiere saber si estamos seguros de eso que le decimos, no puede ser que se le haya pasado inadvertido su destino. Finalmente, se encoge de hombros con resignación lastimera ―como si el incidente le acabara de hacer consciente de su edad―, nos agradece nuestra ayuda y promete que seguirá nuestras indicaciones, pero ninguno de nosotros termina de convencerse de que vaya a acertar a la segunda. «No se preocupe, señor, yo me bajo con usted y lo llevo hasta el andén», dice el muchacho que se ha subido en Retiro, que es el más alto del grupo ―nos saca una cabeza, cuando menos― y que tal vez por eso se atribuye la función de líder natural de la manada. Lo agarra suavemente del brazo y se bajan los dos en Príncipe de Vergara y los vemos alejarse por el pasillo, rumbo a las escaleras que conducen al andén opuesto, mientras nuestro tren se vuelve a poner en marcha. Luego se hace el silencio de nuevo, y cada cual vuelve a sus asuntos.
El punto y la idea
A veces hay toda una novela detrás de la novela. En el año 2007 los miembros del jurado del premio de narrativa que organizaba el periódico argentino Página1/2 recibieron un original tan peculiar, tan atrevido, tan inusual, tan fascinante, que sintieron de inmediato el deber moral de premiarlo. Los folios estaban mecanografiados a máquina y no a ordenador, lo que no dejaba de añadir exotismo al asunto, y hubo quienes pensaron que su autor ―los aspirantes al galardón, como suele ser lo preceptivo, concurrían con seudónimo y bajo plica― era o bien un joven narrador con vocación de enfant terrible o diletante o bien algún nombre consagrado que emprendía con esa narración una suerte de tour de force personal en pos de un nuevo estilo. Cuando se consumó el fallo y se procedió a desvelar su identidad, la sorpresa fue grande: aquella novela tan inesperada y tan salvaje, tan divertida y tan terrible a su manera, la había escrito una mujer de ochenta y cinco años de la que nadie había oído hablar y que, sin embargo, tenía una trayectoria considerable a sus espaldas. Aurora Venturini había recibido en 1945 de manos de Jorge Luis Borges el premio Iniciación, que le concedieron por su poemario El solitario, y huyó de Argentina tras el golpe de Estado de 1955. Se instaló en Europa y trabó amistad con Violette LeDuc, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Albert Camus, Eugène Ionesco, Juliette Gréco y Salvatore Quasimodo, y cuando volvió a su país se dedicó a impartir clases de filosofía en Banfield. Amiga personal de Eva Perón, a la que había conocido cuando trabajó como asesora en el Instituto de Psicología y Reeducación del Menor, publicó varios libros que vieron la luz en editoriales menores y provincianas, sin que nadie les hiciera mucho caso, hasta que aquel premio de novela la sacó del anonimato de una vez y para siempre, a una edad en la que la locución «para siempre» no podía infundir ya mucho optimismo. Esta historia me la contó Fran en Metaphora, que es una de las cuatro librerías que se abren en las esquinas de Junin con Bartolomé Mitre, porque justamente allí me regaló el ejemplar de Las primas que leo ahora, a la vuelta de mi viaje, con deleite y estupefacción. Me entero de que la novela la publicó en España Caballo de Troya hace ya unos cuantos años, en la época en que dirigía la editorial Constantino Bértolo, y que se habló bastante de ella por entonces, pero los comentarios tuvieron que pasarme inadvertidos porque no recuerdo que nadie me hubiese hablado antes de la prosa de Venturini, con ese estilo que es desmadejado y pobre sólo en apariencia, porque bajo su abrigo exhiben las palabras sus filos más cortantes, esa capacidad de sanar y herir según la circunstancia, arropadas en una primera persona dominada por una sinceridad brutal y bendecida con el don de la belleza y el vértigo. Leo que se murió con noventa y tres años, así que algo de tiempo tuvo para saborear las mieles del éxito, y que más de una vez había reconocido su aversión hacia las ortodoxias gramaticales, especialmente en lo que respecta a la sintaxis y la puntuación: «Si pongo el punto, se me va la idea».
Genial el último comentario: «Si pongo el punto, se me va la idea». Da cuenta de la futilidad y huida temporal del proceso creativo, donde el fondo -lo que se cuenta o se quiere contar- es más importante temporalmente que la forma; donde las musas dan oportunidades que son engullidas por la realidad al segundo siguiente de cuando aparecen para no volver jamás.
Pero una cuestión me reconcome al darme cuenta de ella: en la frase analizada, tras la palabra «punto» aparece una coma. ¿Esa coma se puso antes, coetaneamente o después de escribirse la frase de de un tirón? ¿Se le iría la idea a la autora si también ponía esa coma y por eso la escribió después o nació la coma por generación espontánea en la redacción? Nunca lo sabremos.
Muy interesante su relato viajero.Y gracias por descubrirme a la octogenario autora argentina