Aquí me encuentro, otra vez en medio de este vacío insoportable, flotando en la nada, escuchando el sonido del silencio. Cuando el rayo cegador me arranca de mi existencia carnal y me arrastra a esta dimensión, pienso que así sería el Caos primigenio, ese bostezo universal en el que todo y nada existía; ese lugar mítico del que hablan los aedos; la fuente de donde surgió Gea, la madre de todas las cosas; el lugar en donde los poetas son besados por las musas; el espejismo donde los adivinos como yo asistimos a la representación de la vida, esa que en la dimensión física va hacía el futuro o hacia el pasado, pero que realmente es una opción de las múltiples diseñadas por la fuente primigenia: ésta en la que ahora me encuentro. Y ahora, ¿qué me espera esta vez?
Se enamoró de mí un dios, un dios peligroso y vengativo, Apolo. Su persecución fue incesante. No se lo puse fácil, yo era una niña que acababa de cumplir once años y en lo que menos pensaba por aquel entonces era en el matrimonio. Mis ilusiones eran otras: quería ser libre, unirme al cortejo de Artemisa, explorar los bosques, bañarme desnuda en las fuentes, correr por las praderas, adornarme de guirnaldas frescas, montar a caballo, cantar y bailar al son de la lira, componer versos, jugar con mis juguetes. Pero él y su deseo fueron implacables, a sabiendas de que no podía ni quería forzarme, usó todas las artimañas que poseen los hombres para embaucar a las mujeres: me agasajó, aduló mi belleza, me dedicó poemas y me cubrió los ojos con el fino velo de la pasión, hasta que caí rendida a sus pies o eso pensé yo. Los meses pasaron entre conversaciones, paseos y besos, poco a poco fui abandonando mi infancia, me recluí en Palacio y me alejé de mi esencia, hasta que la tristeza se apoderó de mí y me postró en el lecho. La vida había dejado de tener sabor. Me di cuenta de que estaba actuando en contra de mi alma, de que lo que menos deseaba era casarme con aquel dios, quería ser libre y deshice el compromiso.
Aquello chocó frontalmente con las expectativas y el orgullo del dios y me maldijo para siempre. Desde entonces nadie volvió a creer en mis profecías y llegó la desgracia a mi vida y a la de cuantos me rodeaban.
Aquí en esta nada infinita los recuerdos se hacen imagen y vuelven a representarse. Ahí estoy, una noche de verano, siento el húmedo calor abrasándome la piel, veo las antorchas encendidas, las estrellas luminosas y escucho el balanceo suave del mar. Llega el rayo que me ciega y caigo en el vacío que me vuelve a transportar a este lugar donde se representa la tragedia: Troya arde. Veo a mi madre llorar, Héctor murió a manos de un tal Aquiles, un caballo atravesó nuestras inexpugnables murallas y oigo el nombre del culpable: Paris. Salgo del trance, no conozco ningún Paris, pienso, y justo con ese pensamiento vuelvo a caer. Otra escena, esta vez veo a mi madre dando a luz: lo llamaremos Paris.
Dos años me persiguió aquella visión hasta que se hizo realidad. Mi madre iba a tener un hijo, al que llamaría Alejandro Paris. Grité, pataleé, lloré, me estremecí, me arranqué los cabellos, me abracé a sus rodillas y me creyeron. Esa fue la última vez que alguien me creyó, más por insistencia que por ciega creencia en los vaticinios de una vidente maldita.
A mi hermano Paris lo abandonaron, mis padres pretendían que muriese, pero no, no fue así y yo tampoco pude advertirlo. Las visiones llegan cuando quieren y solo muestran partes de este rompecabezas que llamamos vida y el destino, esa rueda que gira, arrastrándonos en su torbellino, es como un río que, tras ser desviado por mano humana, busca con ferocidad su cauce original. Así que tras diecisiete años se desencadenó la tragedia. Mi hermano, durante años criado como pastor, acudió a un certamen que se había convocado en Palacio. Mi madre lo reconoció y quiso compensar el tiempo perdido y pagar la culpabilidad que la roía, dejándole hacer cuanto quiso. Acompañó a mi hermano Héctor al otro lado del mar en una misión comercial y, al volver, trajo consigo el mal. Once años duró la guerra y ocurrió como aquella noche de verano la fuente me había revelado: Troya ardió.
Mi suerte tampoco la vi, pues las visiones jamás son propias. Tras la destrucción, caí en las garras de la esclavitud y toqué por suerte a Agamenón, rey de Micenas y uno de los generales más importantes de la contienda. Ahora se representa mi drama: me veo, arrastrada a su Palacio, convertida en concubina. Allí el rayo cegador me devuelve a la nada y veo su muerte a manos de su esposa, Clitemnestra. Vuelvo en mí y le advierto, pero mi maldición impide que me crea. Se fía de su esposa, de sus palabras y soy testigo de su final. Después he sentido un golpe y he vuelto aquí, a esta nada primigenia, donde estoy contemplando mi vida a pedazos. ¿Acaso esto será también la muerte?
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