El camarero no recordaba la primera vez que le vio sentado allí, al final de la terraza. La primavera se cernía sobre Madrid como un manto perfumado de diversos olores, acentos y lenguas. Los turistas jubilados llenaban ciertas mesas que, a su edad, ocupaban una y otra vez durante toda su estancia, hasta que se marchaban.
¿La noche? El camarero desconocía dónde pasaba la noche pero sabía que unos diez minutos antes de cerrar el bar y guardar las sillas, aquel hombre se levantaba con paso lento y abandonaba la plaza Mayor, siempre por la misma salida de la calle Cuchilleros. A la mañana siguiente, bien temprano, el hombre regresaba por el mismo lugar, con gesto cansado y se sentaba en su mesa.
Los primeros días alguien se quejó, pero inmediatamente otras personas, entre turistas y ciudadanos, comenzaron a pagarle “un café pendiente” y bajo esa excusa, permitieron al hombre permanecer en su mesa durante todo el día.
El café se servía pronto, sobre las nueve, bien caliente como le había dicho el primero que encargó “su café pendiente”. Después de la primera vez, vinieron otras con diferentes variantes de un café, pero el camarero al ver la cara de satisfacción del hombre cuando le sirvió el primero, decidió hacer caso omiso de las demandas de aquellos que quisieron continuar con la tradición, dejando solo que pagaran el café pendiente.
El verano transcurrió con parsimonia y las sucesivas olas de calor no amedrentaron al hombre que, día a día, continuaba ocupando su mesa y bebiendo a sorbitos cortos un café pendiente bien caliente. Ya no tenía abrigo, no tenía botas y el camarero, entonces, se dio cuenta de un gran detalle que le pasó desapercibido durante todos estos días: aquel hombre no tenía móvil. El camarero pensó “¿cómo no me he dado cuenta?” Y es cierto que con el trajín primaveral de una terraza situada en la plaza Mayor de Madrid, uno no está para fijarse si fulano o mengano saca su móvil de la gabardina. Fue el verano, la quietud de la capital, el silencio del calor abrasador, el que permitió al camarero quedarse durante horas tras el cristal, bajo el aire acondicionado, observando a ese hombre cada día con menos atuendo. Y entonces lo vio: no había sacado un móvil en todo el día. Ni al día siguiente, ni al otro, ni al de más allá. Ese hombre, solo vivía del café pendiente de por la mañana y de sus propios pensamientos. Su mirada perdida, clavada en los soportales de la plaza, dejaba entrever un mundo paralelo en el interior de su mente, o un tormento que, o desaparecía con el paso del tiempo, o qué sabría el camarero, que a fuerza de intentar comprender casi pierde su puesto de trabajo por estar distraído.
Entonces llegó la alerta. Fue fulminante, tremenda, sonora como las sirenas que avisaban de bombardeos. Ocurrió al mediodía, cuando la gente está comiendo y bebiendo, disfrutando del último aliento del verano que da paso a la tormenta perfecta y en ese instante, cuando el aguacero se desploma contra la ciudad, todos los móviles suenan a la vez. El camarero, sorprendido, leyó la alerta y levantó la vista: el cielo gris no dejaba apenas el paso de la luz del sol y el agua acuchillaba el suelo con fuerza mientras el hombre había desaparecido. ¿Dónde estaría? Era la primera vez que no soportaba una tormenta pero pronto lo localizó apoyado sobre una de las columnas de la plaza. Sin embargo, encontrarlo no fue lo más sorprendente pues el camarero no podía creer lo que estaba viendo: aquel hombre no paraba de reír.
¿Qué le haría tanta gracia? Entonces observó a su alrededor y comprendió de qué se tronchaba. Una multitud de personas miraban sus dispositivos móviles con sorpresa, a la vez, como si de una película claustrofóbica se tratase. Todos comentaban, señalaban sus pantallas y hablaban en bajito. Mientras el hombre reía y observaba el cielo. Entonces, comenzó a caminar hacia el centro de la plaza, dando vueltas sobre sí mismo dominado por una danza circular. Las gotas de agua rebotaban sobre sus brazos y entraban en su boca abierta, resbalando otras por su barba poblada. Aquel hombre parecía tan feliz bajo la tormenta, que nadie cayó en la cuenta de su desaparición.
Al día siguiente, nadie se sentó en su mesa. La tormenta había pasado y aún le pagaban cafés pendientes, pero nadie se presentaba. Pasaron los días y el camarero, con una mueca de resignación, pidió que ya no pagaran más cafés pendientes. Sabía que el hombre no volvería.
Una semana después, dos policías municipales comentaron en la barra, donde se encontraba el camarero, que habían encontrado a un indigente medio desnudo ahogado en la línea de metro cercana a la plaza. Al parecer, no se había enterado de la alerta por extremo peligro debido a las lluvias torrenciales porque no tenía móvil, y nadie le detuvo cuando bajó corriendo al metro. El camarero escuchó la conversación con cierta alegría, pues de observar a aquel hombre dedujo que solo quería pensar, sin distracciones. Pero en seguida su rostro se tornó triste pues pensó que el hombre evitó tanto la distracción que se olvidó del peligro que acechaba un par de calles más abajo.
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