Las mudanzas son tiempos de limpieza, de soltar lastre, de saldar cuentas con tu propio pasado. He tenido la ocurrencia de cambiar de casa en estos tiempos de pandemia y, entre las docenas de cajas trasladadas, me he topado con una que no recordaba: la caja de los recuerdos. Estoy seguro de que no soy el único infectado de por vida por ese incómodo virus que es la nostalgia. Creo que la nostalgia también tiene algo de pandemia, no mortal pero sí crónica, que hace que todos tengamos, real o imaginaria, una caja de recuerdos. Aunque me abochorne un poco, contaré lo que guardaba en mi caja: un pésimo poema (que publiqué en una ignota gacetilla, que era un homenaje a un amigo perdido en accidente de tráfico y que guardé por si era lo único que publicaba en mi vida), un amarilleado ejemplar de un ABC en cuya portada aparece un joven príncipe Felipe y en cuyo interior se me menciona como uno de los ganadores de un accesit en un modesto concurso de cuentos (en aquel momento pensé que debía guardarlo porque podría ser la única vez en mi vida que mi nombre aparecería en la prensa), mi primer pasaporte (un librito verde con un único sello de aduanas de un viaje a Londres para aprender inglés, que guardé por si nunca más volvía a viajar), un casete con canciones de los 80 (guardado por si Loquillo y Alaska no volvían a grabar nada más) y un llavero con el escudo de la Guardia Civil que sabe Dios por qué había ascendido a reliquia de mi vida.
Cuando fueron depositados en la caja, cada uno de esos objetos eran importantes y únicos para mí. Luego he publicado más cosas y he aparecido muchas veces en prensa y he conocido bastante mundo y Loquillo y Alaska han seguido creando canciones y aquellos recuerdos de mi caja se han devaluado de únicos a solo pioneros. Suficiente valor para sobrevivir a varias mudanzas. Las cajas de recuerdos suelen acabar al fondo de algún trastero y de nuestra memoria. Y me temo que solo sirven para que algún día tus hijos se pregunten qué demonios hacer con los trastos que dejó papá. En alguna mudanza del futuro terminarán en su destino natural: el Punto Limpio más cercano.
He estado a punto de adelantarme a esa inevitable posteridad de contenedor y tirar ya mi caja de recuerdos. Pero no he sido capaz. Me he sentido obligado a conservarla. Es una forma de agradecer ante el azar, el destino o no sé bien qué, allá cada uno con sus creencias, que mis recuerdos sigan aún vivos en mí.
En estos días de encierro, mientras sigo deshaciendo cajas con contenido más útil que unos viejos recuerdos —cubiertos, toallas, sábanas, ceniceros—, no puedo evitar pensar en todas esas cajas de otros que ya nadie conservará. Me pregunto a dónde van a parar los recuerdos que ya nadie recuerda. Hijos, parejas, amigos, abrirán esas cajas y encontrarán esos objetos inútiles de tiempos lejanos y no sabrán cómo era el recuerdo que los mantenía vivos. Un recuerdo que nadie recuerda solo es viento en una calle vacía.
Estos días se nos han llenado las calles de ráfagas de recuerdos. Se nos han llenado los armarios de cajas sin dueño demasiado deprisa, casi sin darnos cuenta, y creo que aún no sabemos qué vamos a hacer con tanta memoria perdida.
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5 poemas de W. D. Snodgrass
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/abril 16, 2025/La propia editorial apunta, acerca de la obra: “Tras su publicación en 1933, Helada en mayo causó un auténtico terremoto en la sociedad británica de la época. Cargada de un fuerte contenido autobiográfico, la historia nos lleva a comienzos del siglo XX, cuando Nanda Grey, hija de un católico recién convertido, es enviada al Convento de las Cinco Llagas, a las afueras de Londres, un lugar entre cuyos muros las estudiantes reciben una severa educación católica, en la que la conformidad y la sumisión son ley. En esta gélida atmósfera, Nanda, de naturaleza extrovertida, encontrará en la literatura y en las…
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