Foto de portada: Rebecca Marr
Cal Flyn en su obra Islas del abandono (Capitán Swing, 2022) nos muestra una colección de lugares, alrededor del mundo, que han visto cómo la naturaleza se apropiaba de ellos después de que el hombre se fuera de allí por diversas razones: una guerra, una fuga nuclear, despoblación, un terremoto… De la Chipre invadida por los turcos, que creó una tierra de nadie —zona colchón— en la isla; viajamos a los suburbios fantasmales de Detroit, una ciudad legendaria que languidece sin remisión; y sin salir de los Estados Unidos, hacemos una excursión por los terrenos olvidados del antiguo motor de la revolución industrial norteamericana, Paterson, una mezcla de «hormigón putrefacto y residuos tóxicos». También conoceremos cómo los abedules y los arces han colonizado Pípriat, la ciudad fantasma situada en la zona de exclusión de Chernóbil; nos sorprenderemos al saber que Estonia, después de la huida de los militares soviéticos, ha conseguido una acelerada reforestación de su territorio; y en el Caribe, Flyn nos relata la maldición de Montserrat, una isla devorada por su volcán. En cada capítulo, la periodista escocesa reflexiona sobre la huella del hombre, la sostenibilidad y el futuro que nos aguarda con el cambio climático. Muchas de sus conclusiones no son nada halagüeñas. Aunque, curiosamente, la palabra que más repite durante nuestra entrevista es «esperanza».
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—Usted afirma que en su libro se ha centrado en lo positivo: «en la hierba que crece en las grietas de la acera«. Pero pocas páginas después se muestra contundente: «nosotros somos el meteoro, nosotros somos el supervolcán, es evidente que no podremos volver a la situación anterior». ¿Tenemos argumentos para ser mínimamente optimistas con lo que no espera en un futuro cercano o estamos ya sentenciados?
—Como la mayoría de la gente me muevo entre extremos. Hay días que me levanto por la mañana muy esperanzada, y, sin embargo, otros leo el titular de una noticia que me lleva a la desesperación más profunda. Creo que es muy complicado ahora mismo saber cómo debemos sentirnos porque no hay una respuesta segura. Pero también pienso que es importante, que como seres humanos, mantengamos la esperanza. Yo necesito tener esperanza.
—Hay una idea muy fuerte en su obra. A partir de las teorías del neurocientífico David Eagleman —que explica que morimos tres veces: la primera cuando lo hace nuestro cuerpo; la segunda, en el entierro; y la tercera cuando dejan de pronunciar nuestro nombre—, usted formula la siguiente frase: «los humanos estamos inscritos en el ADN del planeta». ¿Puede existir una Tierra sin nosotros?
—Sí. Y quizás ocurra. No sé si eso nos alivia. (Reímos) Hay ahora un impacto de los seres humanos sobre la tierra, pero también lo habrá con nuestra ausencia.
—En los años 50, los norteamericanos hicieron pruebas nucleares en los atolones del Pacífico. Alguna fue tan devastadora que provocó un enorme cráter y acabó con la vida marina. Más de seis décadas más tarde la naturaleza volvió a renacer en aquel lugar arrasado. Por mucho que los humanos nos empeñemos en destruirla, la naturaleza acaba imponiéndose. Como usted dice en su libro: «no hay una restitución, pero sí hay una redención«.
—Este es un ejemplo extremo. Este lugar se recuperó por su cercanía a otro arrecife. Son diferentes factores los que pueden influir en la recuperación de la naturaleza. En este caso influyó la proximidad a una fuente de semillas, como explicó el biólogo Edward Osborne Wilson. Este concepto de recuperación está muy vinculado al de las islas metafóricas de las que hablo en el libro. La naturaleza siempre se recupera, siempre vuelve, pero a ritmos diferentes. El clima, por supuesto, marca también la diferencia a la hora de lograr esa recuperación.
—Menciona un concepto muy interesante en su libro, las zonas colchón. Parajes que solo servían para luchar entre tribus enfrentadas, como ocurrió durante casi un siglo entre Chippewas y Siux, y en los que había asentamientos humanos. Esos lugares se convertían en santuarios de naturaleza repletos de animales. También pasó en Chipre tras la invasión turca y en la zona desmilitarizada de Corea. Cuando el hombre se echa a un lado, todo florece.
—En el pasado este tipo de zonas han sido una herramienta de intercambio entre los diferentes rivales en tiempos de guerra. Porque estas zonas colchón, cuando actuaba la naturaleza, se revalorizaban y se convertían en algo por lo que negociar. Algunos de estos lugares se han convertido en parques de paz. Son símbolos muy importantes para nosotros, como personas, y para las naciones. El problema surge cuando estas tierras que se transforman en tierra «de nadie» estaban pobladas hasta hace unos años. Como ocurre en Chipre. Pero, por otro lado, cuando la naturaleza recupera estas zonas creo que es importante mantenerlas así. Porque estas zonas colchón pueden alimentar la esperanza. Este renacimiento nos sirve de ayuda para moldear el futuro al que nos enfrentamos. El cinturón verde de Europa es un buen ejemplo, que intenta conservar la naturaleza y busca un desarrollo sostenible en el antiguo corredor del telón de acero, las zonas muertas que quedaron entre los bloques del este y el oeste.
—¿Cómo fue su experiencia en Chernóbil, uno de los lugares más contaminados del mundo?
—Esta fue una experiencia emocionalmente muy intensa. Había una mezcla de miedo y de esperanza. Cuando entré con mi coche en esta zona, lo primero que vi fueron unos cervatillos, y me sorprendió darme cuenta de que había muchísima vida en ese lugar. Fui a Chernóbil en invierno, y aunque elegí una mala época del año para mi viaje, se escuchaban los pájaros, había ruidos de animales por todas partes. En función de cómo te encuentres emocionalmente, puedes entender todo eso como algo hermoso o como algo catastrófico, un desastre total. Yo decidí cambiar el foco e interpretar este lugar como un sitio con muchísima vida. Hay en Chernóbil dos realidades, dos perspectivas y dos visiones que coexisten a la vez.
—En qué consiste el blight, o deterioro urbano, que sufren en Estados Unidos ciudades como Detroit.
—El concepto del blight nos explica el abandono como un contagio. Si hay un edificio abandonado se irá deteriorando, y lo mismo puede ocurrir con el resto de casas de esa misma calle. Muchas de esas construcciones abandonadas se relacionan con el crimen y los robos. Lo que más me interesó fue ver cómo esta idea negativa había calado en las autoridades, y de qué forma consideraban este fenómeno como un virus. Esto provoca que la solución sea derribar estos edificios para cortar el contagió. El término blight es una palabra muy común en Estados Unidos, y que la gente lo utiliza sin pensar mucho en su significado. Para mí era un concepto nuevo y muy provocador. Aunque las metáforas a veces nos resultan útiles, no sirven para comprender ciertas situaciones y contextos. A mí, como como escritora literaria, me produjeron un gran impacto estos lugares, que me resultaron sobrecogedores y espeluznantes. Hay un riesgo a la hora de describir estas zonas de abandono sin resultar morboso. Espero que en el libro haya conseguido encontrar el equilibrio justo.
—Lo que ha acabado ocurriendo con lugares con Detroit, de la que estamos hablando, y otros como Baltimore, es que las instituciones han quebrado, el estado ha desaparecido, los propios ciudadanos son los que se han tenido que poner a limpiar, cuidar y proteger las calles de esas ciudades. ¿Puede llegar a ocurrir esto mismo en Europa?
—Sí. Creo que sí. Esto puede ocurrir en cualquier sitio en el momento en que las personas pierden la confianza en las autoridades, y entonces decidan autogestionar sus espacios. Esto sucedió en Detroit en la época en que se declaró la bancarrota. No había ningún tipo de dinero ni de subvenciones. Yo respeto mucho a estas personas, y me parece muy impresionante que tuviesen fuerzas y energías para salir adelante en esa situación. Y sí, claro que esto puede suceder en Europa, puede ocurrir en cualquier lugar del mundo.
—»La naturaleza siempre encuentra una fisura por la que brilla la luz», explica en su obra. Ante la contaminación de PCB y dioxinas en Newark, USA, un lugar al que dedica un capítulo, y otras partes del planeta, surge una fuerza evolutiva recuperadora para enmendar el daño que hemos causado. Si hiciéramos solo un poquito mejor las cosas la tierra sería un paraíso, ¿no?
—(Risas). Yo creo que sí, que si dejamos espacio a la naturaleza, se nos va a mostrar como el paraíso que era. Y también debemos saber que el resto de las especies animales tienen su propio interés, y que van a hacer todo lo posible para sobrevivir. Esto va a provocar que nos beneficiemos de esta situación, porque todas las demás especies van a tomar la responsabilidad y van a pasar la acción directa para que la naturaleza se regenere. Todo esto es positivo para nosotros porque dependemos de la naturaleza.
—La I Guerra Mundial fue terrible. La sufrieron los soldados, los civiles y también la naturaleza como vemos en el capítulo dedicado a Verdún. ¿Cuáles son las consecuencias de un conflicto armado para el terreno y el entorno natural? ¿Qué va a ocurrir en Ucrania?
—Durante las guerras, al no haber supervisión, lo que ocurren son atrocidades. La Primera Guerra Mundial será recordada siempre por la gran cantidad de explosiones. En Verdún se aprecia toda esa erosión de la naturaleza. En otros conflictos, como la Guerra Civil de Ruanda, lo que se produce es un incremento de la amenaza a ciertas especies animales. También se produce una deforestación ilegal porque nadie está mirando. La guerra en sí misma es una fuerza de destrucción increíble. En el caso de Ucrania creo que es muy pronto para dar una opinión. Tengo que reconocer que no tengo una visión muy formada sobre lo que está pasando. Sí que ha sido un alivio muy grande saber que la zona de exclusión de Chernóbil está controlada. Su recuperación y su estabilización dependen de que haya este control justamente. Cuando vimos a los soldados hacer trincheras en una de las zonas más contaminadas del planeta, yo me asusté muchísimo. Fue algo aterrador. Todo esto nos demuestra lo vulnerables que somos y el gran riesgo que vivimos ante la amenaza de las contaminaciones. Hay un concepto muy interesante que se llama semiótica nuclear. Consiste en dejar mensajes de advertencia a la población futuras sin utilizar el lenguaje. Se trata de saber cómo traspasar la información de ese peligro nuclear a las futuras generaciones para protegerlos.
—Otro de los grandes retos que enfrentamos es el de las especies invasoras en los ecosistemas. Un ejemplo que muestra en su obra es de los fresnos ingleses que desaparecerán en un 80 % por la importación de ejemplares asiáticos. ¿Nos tomamos lo suficientemente en serio este problema?
—Creo que estamos empezando a hacerlo, después de muchas décadas con un comportamiento muy irresponsable. Ahora hay unas normas muy estrictas para traspasar fronteras con animales y con plantas. Aunque aquí en Gran Bretaña seguimos teniendo nuestra pasión por la jardinería y la botánica, y hay muchas de estas especies de plantas que se escapan al control y se asilvestran. Estamos empezando a comprender las consecuencias de todo esto. Pero en algunos lugares ya es demasiado tarde para frenar la invasión. Esto refleja la incapacidad para aceptar el daño que se está haciendo. Además, también se puede llegar a causar daños a la hora de contener a estas especies invasoras. Las personas que trabajan en el campo de la biología invasora piensan que la gente ha desistido. Es un dilema, un verdadero dilema.
—Al final del libro, relata su experiencia en la isla de Swona, donde estuvo sola con la única compañía del ganado, que hace décadas era doméstico y ahora se está asilvestrando. En ese entorno se hace una pregunta: ¿qué es ser salvaje? ¿Tiene ya la respuesta?
—(Ríe) Creo que «ser salvaje» adopta diferentes formas: puede ser un comportamiento salvaje, una sociedad salvaje… Y también se puede hacer una selección de lo salvaje a través de la evolución. Volverse salvaje tiene que ver con la supervivencia. Quizás sea justamente por esa razón por la cual los salvajes, los asilvestrados, nos asustan. Cuando entramos en conflicto con otras especies. Hay algo muy emocionante al encontrarse con lo salvaje.
—Terminamos. ¿Cuál es su próximo proyecto de escritura?
—No está confirmado todavía, pero estoy sopesando hacer algo sobre ese concepto de lo salvaje. Creo que es un concepto interesante y bastante profundo.
En cualquier lugar en el que excavemos, tenemos posibilidades de encontrar restos del paso del hombre. Hay poblaciones, monasterios y castillos enterrados por el tiempo. Junto a mi casa hay piedras que debieron pertenecer a alguna villa romana y puedo señalar las piedras del antiguo castillo que se reutilizaron en las casas de mi pueblo. También puedo señalar lo que en la Edad Media fueron zonas pantanosas e insalubres, y que gracias al trabajo del hombre hoy son campos de labor, bosques amenos y deliciosos sotos. No creamos el cuento de que el hombre es enemigo fatal de la Naturaleza. No sustituyamos el mito de la lucha de clases por el de la lucha de sexos, de razas y de hombre contra Naturaleza, sobre todo cuando lo promueven esas fundaciones de multimillonarios malvados, peores que cualquier villano de película de James Bond.