El jueves 23 de enero de 2025, el presidente de Argentina —mi país—, Javier Milei, dio un discurso en el Foro Económico de Davos. Fue provocador, como es su costumbre, pero una de sus provocaciones no pudo ser pasada por alto. En una larga tirada en contra del wokismo con citas a Ayn Rand, dijo: “Hace pocas semanas fue noticia en todo el mundo el caso de dos americanos homosexuales que, enarbolando la bandera de la diversidad sexual, fueron condenados a cien años de prisión por abusar y filmar a sus hijos adoptivos durante más de dos años. Quiero ser claro que cuando digo abusos no es un eufemismo, porque en sus versiones más extremas la ideología de género constituye lisa y llanamente abuso infantil. Son pedófilos, por lo tanto, quiero saber quién avala esos comportamientos”. Más allá de este caso policial puntual en USA, la generalización sobre la ideología de género como abuso infantil —¿qué es lo que considera su “versión más extrema” Milei?— causó indignación y, dos días después, el colectivo LGTBIQ+ organizó una enorme marcha, llena de fiesta y de una rabia democrática genuina.
En 2023, la editorial independiente Blatt y Ríos publicó la poesía de Miguel Ángel Lens con el título de Tu muchacho tan soñado (1990-2009). Lens elige el término “gay” que, entonces, cuando escribía, no era el favorito de la comunidad, por extranjerizante. Pero él rechazaba “homosexual”: creía que, en la palabra “gay”, estaba la posibilidad de no limitarse a un estereotipo y de incorporar todo tipo de influencias y experiencias. Sobre todo la urbana, sobre la que más escribió. La seducción callejera, que en las ciudades de Argentina se llama “yire”, una palabra que viene del lunfardo del tango y del rock, se une en Lens a la alta cultura gay europea canalla, desde Fassbinder hasta Jean Genet, Pasolini o Kavafis. El cruising, como se llama en otros países, ese merodeo de la caza sensual, fue poetizado por Lens, y en particular el cruce de clases sociales que implica este encuentro furtivo entre desconocidos. Está Pasolini allí, claro, está Kavafis, pero sobre todo está Lens en Buenos Aires de dictadura y después. Ese cruce pone en jaque a la identidad como fetiche, porque en el anonimato quién es quién se pierde, los cuerpos se encuentran sin titulares, orientación o pertenencia. La fascinación por lo plebeyo es constante, por ejemplo, en “Callejón”:
Llovizna
y los dos entre los tachos de basura
haciendo el amor anónimo bajo
las estrellas borrosas
llovizna sin preguntas
nos besamos lengua con lengua
un nudo de lenguas
y nos miramos eternos los ojos clausurados
en la noche rasposa se retuercen
melodiosos y enmarañados:
bigote de cana con
bigote de gato.
La ternura también se asoma —entre homenajes a Tadzio, Querelle, Oscar Wilde, Juan Sorolla, Idea Vilariño— en poemas como “Destellos”:
extraño cosmos
donde un adolescente
enamorado
se maquilla
y enciende la sombra
de sus noches desiertas
con el rojo potente
de un lápiz de labios
Militante inorgánico y librepensador, poeta popular, Miguel Ángel Lens no tuvo el reconocimiento que buscó. Marta Muriago, una amiga, cuenta que su familia era del barrio de clase media de Floresta, inmigrantes españoles que tenían un negocio de telefonía: Miguel atendía al público. Lens atravesó la dictadura y transitó la Buenos Aires de los primeros años de democracia, que aún era muy violenta para los jóvenes y las disidencias sexuales, a pesar de todos los mitos del Destape.
El otro poeta que recordé, Ioshua, o Josué Marcos Belmonte, le pertenece a otra Argentina. Nacido y criado en la periferia de la ciudad, en el tercer cordón del gran Buenos Aires, donde lo rural se junta con la villa miseria, es un poeta de la crisis del 2001. Su primera exhibición fue en 2005: sus fanzines y poemas y cómics como Cumbiagei son un solo proyecto. Habitante de cibercafés, de fotologs, de blogs, de Facebook, esa internet que parece de la Edad de Piedra, hacía lecturas de poesía en la intensa escena under de esos años duros. Se cortaba los brazos en vivo, pateaba micrófonos, lloraba. Peleado con su familia, dejó muy chico la casa natal. No tenía relación con sus hermanas, su madre murió, su padre suicida había abusado de él. Vivía donde podía: si no tenía dinero dormía en la calle, y si lo recibían, pasaba temporadas en casas de amigos, amantes e incluso centros culturales. Su poética era confesional: su estética, la cumbia y los “pibes chorros”, en Argentina los jóvenes ladrones de los barrios periféricos, que Ioshua deseaba e idealizaba también en sus ilustraciones, como un Tom de Finlandia de las barriadas de América del Sur. Los chicos de Ioshua toman cerveza y juegan al fútbol, se drogan, son descarados. Recuerdan un poco a los scally lads, ese fetiche gay de pants deportivos, medias blancas, Adidas, gorras, sudaderas con capucha y pelo de barbería. Pero el tono de Ioshua es local, argentino, melancólico, como en “La mano de Dios”:
En mi barrio
nada es más importante
que un pibe sin remera
sudando a mil en la canchita
humedeciendo todo el short de fulbito
adidas blanco, obvio guachín, bien blanco.
Nada es más importante para mí
que ese cuerpito atorrante
brillando de tan agitado
corriendo
llevando ese bulto atorrante
brillando de tan furioso
al frente, obvio guachín, bien al frente.
Nada es más importante un domingo
que ese flaquito sin remera
sudado
brillante
agitado
pasando de a ratos su mano por el bulto.
Yo lo miro y sé
que esa mano atorrante con la que arrulla de ratos
su bulto, esa…
esa es la mano de Dios.
La obra de Ioshua está publicada, pero no es tan fácil de conseguir, porque todas son ediciones independientes: se agotan rápido, pero los poemas de Pija, birra y faso o En la calle se encuentran en librerías, a veces también la recopilación Todas las obras acabadas, así como la excelente biografía de Facu Soto editada por Editorial Mansalva, que sólo se titula Ioshua y muestra ese descenso en la oscuridad del poeta, fogoneado por las adicciones, la enfermedad —cáncer de hueso y VIH—, el resentimiento, la soledad, la falta de dinero. Al final, pocos soportaban su presencia. Cuando murió, sin embargo, fue una conmoción, esperada pero llena de la sensación de haber perdido a un talento ingobernable. Murió a los 37 años, en 2015. Estaba solo, en una casa-estudio que alquilaba en el partido de Merlo, bien lejos de la gran ciudad.
Sin embargo, después de leer su obra, y saber de su vida, algo brilla con la insistencia de un láser: Ioshua quería enamorarse, quería compañía, su poesía es mucho más romántica que sexual, como en “Amor en bici”:
Ay guacho, cómo tira este corazón. Vos sos mi verdadero vicio, en serio, lo otro… lo otro es pena…
…Ay, loco… sí. Así de jodido es este amor. Pero
yo, como cualquier otro, sólo quiero lo que
cualquier otro pibe quiere en esta re puta vida:
que al menos una vez, una tarde, venga
a buscarte el varón que más te gusta para
llevarte a pasear en su bici y tomar una birra
hablando giladas y dar un par de vueltas
por ahí.
Para Miguel Ángel Lens y Ioshua ese reconocimiento que querían, el de una estética y de una clase que no tiene que ver con los discursos sino con la auténtica aceptación y ¡abrazo!; abrazo de la diferencia sin corrección, no les llegó en vida, y para ellos, personas, ya es tarde. Pero ojalá se los lea, porque sus poemas y sus dibujos disparan verdad y la imagen de estos chicos en sus habitaciones, fumando, deseando, con ganas de gritar y bailar.
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