—Sí, voy de un sitio a otro sin propósito claro. Abro un libro y enseguida me encapricho con otro, veo una película pero cambio de canal, me hago un té por variar, aunque sé que me va a desvelar y estaré hasta las dos de la mañana dando vueltas por la casa a oscuras. «Da igual, ya no existe el tiempo. O «hay» demasiado. O «dura» más. Lo que está claro es que «es» diferente».
Buscando Las palmeras salvajes ha aparecido Historias de Nueva Orleans. Claro que me hace ilusión pero no me compensa. El caso es que estoy viendo la portada, tres palmeras azotadas por el viento, un huracán de los que se levantan a media tarde y ante su amenaza todos los bañistas huyen despavoridos mientras se dicen que la naturaleza hace lo que quiere y cuando quiere, algunas sombrillas ya por la playa, una chancla se queda atrás, la arena se clava en las piernas, en los brazos, en el cuello bronceado, en la cara, achican los ojos, aún les queda para llegar al coche, “menos mal que no ha sido por la mañana, ahora nos vamos a encontrar con una cola que no te quiero ni contar, todos como borregos, esta noche después de la ducha dos salchichas y a dormir y mañana ya veremos”.
—Fue una ráfaga, ya no sé cómo vino ni a cuento de qué, pero me llegó el rumor de La tregua, de Benedetti. Un hombre cuenta los días que le faltan para su jubilación. ¿Estaba en un sótano, clasificaba papeles, se pasaba la jornada solo? Suele ocurrir que días después de cobrar el finiquito el jubilado se muere. De repente. Sin venir a cuento. No sé qué le pasaría al de Benedetti, y ahora es lo mismo. Esperas y esperas para nada. También puede ocurrir lo contrario: te liberas y empiezas una vida nueva. “Hoy me voy a Cercedilla y voy a intentar subir la carretera de la República en bici, a ver si soy capaz”.
—“No sé por qué me está saliendo caspa en el pelo. Mira, ¿la ves? ¿Ves esos puntitos blancos? Ya voy por cuatro champús distintos y me sigue saliendo. Tengo que pedir cita con el dermatólogo pero a este paso… Me saca de mis casillas”.
—Una mujer, en el cuarto o quinto balcón del edificio de enfrente, se hurga los dedos. No lo veo bien porque igual son cincuenta metros. Puede que se esté quitando la pintura de las uñas con un quitaesmaltes. Me recuerda un cuadro de Vermeer que nunca llegó a pintar. Lo que no podré saber nunca es qué está pensando esa mujer mientras oye sin escuchar el cacareo nervioso de los pájaros y los zureos de las palomas al caer la tarde. Quién puede saber si son cantos desesperados o el gozo por que se acaba la jornada. Es el estertor de un martes cualquiera.
—Lo de Benedetti vino porque alguien me dijo que envió un trabajo, cierto que días después de haberlo propuesto, y que el coordinador no se había dado por enterado, ni siquiera le había acusado recibo. “No les intereso, a veces el silencio es la respuesta más elocuente”. No supe qué decirle. No me salió ningún consuelo.
—¿Cuándo tomó Hemingway la decisión de suicidarse? Vila-Matas apunta que después de que pasaron varios días sin que nada se le ocurriera. Después de que saliera de un hospital. No especifica por qué estuvo internado, si por depresión o por una dolencia física. Seguramente por todo y por nada. Puede que fuera tras un día de un vendaval, de que el viento hiciera temblar los abetos; puede que tras un día en que no se movió ni una hoja. “No puedo aguantar otro día así”. Estaba acostumbrado al veneno de enfrentarse con un rifle a los ojos de un león o a batallar contra un marlín, o tú o yo. El tiburón de la tristeza que había arrancado el alma de su padre regresó como una ballena blanca esa tarde tibia. Visto así, no le quedó otro remedio.
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