Raúl del Pozo, amén de almirante periodístico y chamán literario, crea más amistades que Mayoral —la marca de ropa; no sé si recuerdan sus anuncios televisivos—. El maestro desborda —como el Ebro estos días, pero sin ahogar— generosidad y espíritu de famiglia con la excusa de un arroz en Cuzco, unos huevos fritos en Lucio o un güisquito en su jardín. También lo hace con/en sus textos. De hecho, cuando yo digo que el escritor David Jiménez Torres (Madrid, 1986) es «amigo mío» se debe, sin más, a que el ilustre conquense nos arrejuntó en una columna llamada «Agua de mayo«, publicada en El Mundo el 12 de mayo de 2016, y que trataba sobre nuestro admirado Camilo José Cela. De esa mecha prendió nuestra camaradería.
Jiménez Torres acaba de publicar su segunda novela, Cambridge en mitad de la noche (Entre Ambos, 2018). Me ha encantado. Alguno apuntará: «¿Qué va a decir del libro, si el autor es su amigo?». Respondo: no creo en el tráfico de influencias, por minúsculo que sea. Si la obra me hubiera disgustado, no le dedicaría un solo minuto a escribir sobre ella. Lo juro. Quedaría con mi compadre y, en privado, un par de cervezas mediante, le soltaría un «menudo ñordo has parido». En estas cosas, soy muy manchego. Creo, como Calamaro, en la honestidad brutal.
En Cambridge en mitad… encontramos las historias entrelazadas de cuatro jóvenes que estudian en la prestigiosa universidad inglesa. Son carne de dudas, esperanzas, patinazos, frustraciones, resignación. Engrosan las filas del «proletariado intelectual», esa masa en constante migración que acumula títulos y sapiencia y que, o bien puede acabar viviendo de lo suyo —en la novela encontramos el siguiente dato real: «sólo un tercio de la gente que realiza doctorados de Ciencias obtendrá algún puesto de trabajo que tenga que ver con lo que ha estudiado»—, o bien doblando camisetas en el Zara de la esquina.
Jiménez Torres ofrece un escenario, si se me permite, muy normal, rutinario, alejado de la caricatura o de la glorificación. Los trámites se resuelven con rapidez, «las togas, las barcas y los jardines —escribe— no son más que anécdotas, distracciones», la «deseada aura de bonhomía secular —que esperaba encontrar un estudiante mexicano— no cuadra con los compañeros del equipo, quienes parecen incapaces de hablar de otra cosa que no sean dietas de proteínas, técnicas de entrenamiento, y la dupla mi/tu/su madre-mis/tus/sus genitales».
Sí sorprende encontrar en una novela sobre Cambridge cosas que son el pan nuestro de cada día, por ejemplo, en las facultades de Ciencias de la Información, en la de Historia o en la de Políticas de la Complutense: profesores que sólo quieren hablar sobre —y adoctrinar con— sus libros, periodistas-activistas —un personaje está inspirado en Owen Jones— que quieren acabar con el neoliberalismo, boicots a políticos, estudiantes movilizados contra el sistema, etcétera. En un momento de la novela, una joven le dice a otra: «El pueblo no está en casa viendo la BBC; está aquí con nosotros. Y me parece bien que por fin se decida a hacer algo«. «¿A hacer qué?», pregunta su interlocutora. «Pues no sé —sigue la otra—, pero yo llevo toda la vida sabiendo que el capitalismo es una mierda…». En el segundo capítulo de la novena temporada de South Park —es mi serie de animación favorita—, «Morid, hippies, morid», encontramos una conversación similar: un niño pregunta a un hippie si ha llegado el momento de hacer la revolución, y este le suelta algo del estilo de «sí, hay que acabar con las corporaciones, ¡sigamos bailando!».
Va un apunte sobre la prosa de Jiménez Torres: más de una vez me ha dicho que admira a Galdós en el sentido de cómo construir una novela. Francisco Umbral, que odiaba al escritor canario, dijo: «Galdós, cuando se pone estilista, dice que Tristana tenía ‘una borriquita’… Y es cuando arrojamos el libro». El autor de Cambridge… sabe navegar en el turbión de las palabras, torea con gusto, y se permite fogonazos que pasan por greguerías: «La barca se desliza dejando tras de sí una larga cicatriz de espuma», unas botellas de whisky que «casi parece una colección de murciélagos conservados en alcohol por algún científico loco», un flequillo que «se alza engominado, surfeable».
Termino aplaudiendo la banda sonora del libro —»Blackbird» de The Beatles y «Chelsea Hotel» de Leonard Cohen son dos canciones clave en la novela— y el homenaje discreto y elegante a Ignacio Echevarría. Alguna que otra vez me he sentido identificado con el personaje de Jane. Es triste descubrir, tras el enésimo tostón del «menchevique de la esquina», que, como canta Sabina, la revolución tiene un talón de Aquiles al portador.
Enhorabuena, compadre.
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Autor: David Jiménez Torres. Título: Cambridge en mitad de la noche. Editorial: Entre Ambos. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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