«Pasear es un entretenimiento distinguido, burgués, ocioso, elegante… Caminar es más bien algo instintivo, natural, salvaje. Pasear es un rito civil, y caminar es un acto animal. Pasear es algo social, y caminar algo más bien selvático, aunque sea por las calles de una ciudad». Nórdica publica Caminar, de William Hazlitt y Robert Louis Stevenson, libro ilustrado por Juan Palomino, del cual Zenda reproduce un fragmento.
Una de las experiencias más placenteras de la vida es una excursión a pie. Eso sí, yo prefiero hacerlas a solas. Puedo disfrutar de la compañía en un salón, pero al aire libre la naturaleza es compañía suficiente para mí. Nunca me hallo en esos momentos menos solo que cuando me encuentro a solas.
Los campos, su materia de estudio; la naturaleza era su libro.
No puedo ver el encanto de pasear y charlar al mismo tiempo. Cuando estoy en el campo, deseo vegetar como las plantas. No estoy de humor para criticar los setos ni los lomos negros del ganado. Salgo de la ciudad con el objetivo
de olvidarla, así como todo cuanto esta contiene. Hay quienes, con este mismo fin, se marchan a la costa y cargan con ellos la metrópoli; yo prefiero un espacio vital mayor y menores estorbos. Me gusta la soledad, cuando me entrego a ella, por sí misma; no requiero
un amigo en mi retiro,
a quien pueda susurrar: la soledad es dulce.
El alma de una excursión es la libertad, la completa libertad para pensar, sentir y hacer exactamente lo que uno desee. Salimos de excursión principalmente para hallarnos libres de todo impedimento y toda inconveniencia, para dejarnos a nosotros mismos atrás en mucha mayor medida que para librarnos de otros. Porque deseo un cierto espacio, un respiro para meditar sobre cuestiones banales, donde la contemplación
pueda limpiar sus plumas y hacer crecer sus alas,
que en ajetreos varios propios de sociedad
quedaron erizadas y otras veces ajadas,
es por lo que me alejo de la ciudad por un tiempo, sin sentirme desconcertado en el momento en el que quedo solo. En lugar de un amigo en calesa o en un tílburi, con el que intercambiar buenas palabras y regresar a los mismos
tópicos manidos una y otra vez, déjenme por una vez firmar una tregua con la impertinencia. Denme el limpio cielo azul sobre la cabeza, el verde pasto bajo los pies, un camino sinuoso ante mí y tres horas de marcha hasta la cena… y entonces: ¡a pensar! Raro es no comenzar algún juego en esos solitarios brezales. Río, corro, salto, canto de alegría. Desde el punto aquel donde giran las nubes, me sumerjo en mi ser pasado y allí me divierto, al igual que el indio de piel tostada por el sol se lanza de cabeza en la ola que lo transporta a la orilla en que nació. Es en circunstancias como estas cuando cosas tiempo atrás olvidadas, «pecios hundidos e incontables tesoros», estallan ante mis anhelantes ojos y comienzo a sentir, a pensar, a ser de nuevo yo mismo. En lugar de un silencio incómodo, quebrado con tentativas de ingenio o aburridos lugares comunes, el mío es ese mutismo ininterrumpido del corazón que constituye de forma única la elocuencia perfecta. Nadie disfruta con retruécanos, aliteraciones,
antítesis, argumentaciones y análisis tanto como yo, pero en ocasiones prefiero no contar con ellos. «¡Dejadme, oh, dejadme en mi reposo!». Tengo en esos momentos otras cuestiones entre las manos que quizá les puedan parecer vanas, sin embargo, son para mí «la propia esencia de la conciencia». ¿Acaso no es hermosa esta rosa silvestre sin un comentario? ¿No se apodera de mi corazón esta margarita envuelta en su manto esmeralda? Empero, si me dedicara a explicarles las circunstancias que tan apreciada la han hecho a mi corazón, solo se sonreirían. ¿No sería mejor, por tanto, dejarla para mí, que me sirva para reflexionar, de ella a aquella escarpada ladera, y desde esta hacia el remoto horizonte? Mal acompañante sería yo en este caminar y, por tanto, prefiero estar solo. He oído comentar que es lícito, cuando un arrebato temperamental aparece, caminar o cabalgar a solas y complacer las ensoñaciones propias. No obstante, esto semeja una ruptura de la buena educación, una desatención hacia el resto, y uno piensa todo el tiempo que debe regresar con su compañía. «Al demonio camaraderías a medias como esta», es mi opinión. Me gusta estar plenamente centrado en mí o bien a completa disposición de otros; hablar o guardar silencio, pasear o permanecer sentado, ser sociable o solitario. Me agradó una observación del señor Cobbett, que «consideraba una perniciosa costumbre francesa beber nuestro vino con la comida, por lo que un caballero inglés debería tomar únicamente uno u otra». De igual modo, no puedo charlar y pensar, como tampoco soy capaz de dejarme llevar por la meditación melancólica y la conversación animada a fuerza de arrebatos. «Permítanme tener un compañero de camino —dice Sterne—, aunque únicamente sea para comentar cómo se alargan las sombras cuando el sol desciende».
Son palabras hermosas, pero, en mi opinión, esta continua comparación de impresiones interfiere con la involuntaria impronta de la naturaleza en la mente y afecta a la apreciación. Si únicamente se intuyen los sentimientos en un cierto ejercicio de pantomima, resulta insípido: si es necesario explicarlos, se cobra un coste sobre el placer. No es posible leer el libro de la naturaleza con la continua molestia de traducirlo para beneficio de otros. Prefiero una metodología sintética cuando se realiza una excursión, en lugar de la analítica: me doy por satisfecho con acumular una serie de ideas en ese momento para examinarlas y diseccionarlas con posterioridad. Prefiero observar mis vagas nociones flotar como el vilano de los cardos al viento y no verlas enmarañarse entre las zarzas y los espinos de la controversia. Por una vez, anhelo aprehender todo a mi manera, algo imposible sin estar solo o al encontrarme en una compañía que yo no deseo. No tengo objeción alguna a discutir una cuestión con cualquiera a lo largo de treinta kilómetros de acompasado camino, si bien no por placer. Si se alaba el aroma de una plantación de alubias que bordea el camino, quizá nuestro compañero de viaje no posea el sentido del olfato; si se señala un objeto distante, quizá este sea corto de vista y tenga que ponerse las gafas para mirarlo. Existe una sensación en el aire, un tono en la coloración de una nube, que agita nuestra imaginación, pero cuyo efecto somos incapaces de explicar. No existe entonces comprensión mutua, sino una incómoda búsqueda de este placer y una insatisfacción que nos persigue al avanzar y termina posiblementeprovocando mal humor. En mi caso, nunca riño conmigo mismo y asumo todas mis conclusiones por sentadas hasta que considero necesario defenderlas contra ciertas objeciones. No se trata únicamente de que uno pueda no armonizar con los objetos y circunstancias que se presentan por sí mismos ante nosotros: estos son capaces de despertar otra serie de ideas y conllevar asociaciones demasiado delicadas y refinadas como para que puedan ser comunicadas a terceros. Sin embargo, estas asociaciones me son gratas y en ocasiones las abrazo con cariño cuando puedo escapar de la multitud. Expresar nuestros sentimientos ante otros parece extravagancia o afectación y, por otra parte, tener que desmenuzar este misterio de nuestro ser a cada momento y lograr que otros asuman un interés igual en él (de otra forma no logramos respuesta adecuada) es una actividad para la que pocos se muestran competentes. Debemos «otorgarle comprensión, mas no lengua».Mi viejo amigo Coleridge, no obstante, era capaz de ambas; podía, sobre colinas y valles, en un día de verano, extenderse en las más deliciosas explicaciones y convertir un paisaje en un poema didáctico o en una oda pindárica: «conversar superando el canto». Si yo pudiera de este modo vestir mis ideas en sonoras y fluidas palabras, quizá desearía contar con alguien a mi lado que admirara la creciente composición; o estaría aún más satisfecho si todavía me fuera posible oír su resonante voz en los bosques de All-Foxden.Tenían sus palabras «esa fina locura en su interior con la que contaban nuestros primeros poetas», y si hubieran podido quedar registradas por algún raro instrumento, habrían exhalado compases como los siguientes:
Haya aquí bosques más verdes
que ningún otro hubo, aire tan dulce y blando
como el suave poniente que juega con los barcos
que la corriente afrontan, con tantas flores tantas
como ofrece la joven primavera y tan varias;
haya aquí todo goce, cuevas, frescas corrientes,
cubiertos cenadores, amplios valles y fuentes.
Escoge tu descanso, mientras reposo y canto
o acumulo los juncos que anillos formen tantos
para tus dedos largos, o te hablo de amores:
cómo Febe, la pálida, de caza por los bosques,
vio al joven Endimión, y tomó en sus pupilas
el fuego eterno, vivo, el que jamás termina;
cómo dormido en sueños, con dulzor lo cargaba,
de amapolas envuelto, hasta la tan alzada
Los Autores de Caminar
William Hazlitt (Maidstone, Reino Unido, 1778 – Londres, 1830). Escritor inglés, célebre por sus ensayos humanísticos y por sus críticas literarias. Se le ha considerado como el crítico literario inglés más importante tras Samuel Johnson. De hecho, los textos de Hazlitt y sus reflexiones sobre las obras y los personajes de Shakespeare solo han sido igualados por los de Johnson en cuanto a profundidad, penetración, originalidad e imaginación.
Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850 – Vailima Upolu, Samoa Occidental, 1894). En la tumba de este escritor escocés, en una lejana isla de los mares del Sur a la que fue por motivos de salud, figura grabado el apodo que le dieron los samoanos: Tusitala, «el contador de historias». Se dio a conocer como novelista con La isla del tesoro (1883). Fue muy reconocido en vida y su escritura ha sido de gran influencia para importantes autores posteriores.
El ilustrador
Juan Palomino (Ciudad de México, 1984). Estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha ilustrado libros de literatura infantil y juvenil para varias editoriales de México y España. Ganador de la cuarta edición del Catálogo Iberoamericano de Ilustración, y del Premio de Ilustración de la Feria del Libro de Bolonia en su edición de 2016.
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Autor: William Hazlitt y Robert Louis Stevenson. Ilustraciones: Juan Palomino. Título: Caminar. Editorial: Nórdica. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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