Foto: Don Herron.
Presentamos una muestra del libro Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro, de Cookie Mueller, que acaba de publicar en nuestro país la editorial Los tres editores con traducción de Rodrigo Olavarría. Cookie Mueller, nacida con el nombre de Dorothy Karen Mueller, fue una actriz, escritora y dreamlander nacida en Baltimore, Maryland, en 1949. Desempeñó los más diversos oficios dentro del ambiente artístico y, sobre todo, fuera de él. Es recordada por su participación en cuatro de las más célebres películas de John Waters: Multiple Maniacs, Pink Flamingos, Cosa de hembras y Vivir desesperadamente. Fue modelo y amiga cercana de la fotógrafa Nan Goldin, y tuvo escarceos con el columnismo, el teatro y el baile.
Mueller escribió la columna de salud «Ask Dr. Mueller» para la revista cultural East Village Eye y más tarde escribió crítica de arte para la revista Details. Los libros de Mueller How to Get Rid of Pimples (con fotos de David Armstrong, Nan Goldin y Peter Hujar) (1984, Top Stories #19-20), Ask Dr. Mueller (1996), una recopilación de sus columnas y Garden of Ashes (Hanuman Books, 1990) son clásicos de culto. Otras obras son la novela Fan Mail, Frank Letters, and Crank Calls (Hanuman Books, 1988) y varias colecciones de prosa corta. Mueller murió de neumonía relacionada con el SIDA el 10 de noviembre de 1989 en el Centro Médico Cabrini de la ciudad de Nueva York, a los 40 años. Sus cenizas están enterradas en varios lugares: en la playa cerca de Provincetown; en el macizo de flores de la Iglesia de San Lucas en los campos de Greenwich Village; junto a los de Vittorio, su marido, y su perra Beauty en la cripta de la familia Scarpati en Sorrento, Italia; bajo la estatua del Cristo Redentor en la cima del Corcovado en Río de Janeiro; en el sur del Bronx, y en las aguas sagradas del río Ganges. Le sobrevivió su hijo, Max Wolfe Mueller, que apareció en Pink Flamingos. Hoy traemos las primeras páginas de este libro de memorias extraño y luminoso, pero con recovecos manchados de algo oscuro, del mismo color que ese material que con el paso del tiempo se acumula en los bordes de una piscina abandonada durante años.
***
EL NACIMIENTO DE MAX MUELLER 25 DE SEPTIEMBRE DE 1971
La noche en que nació Max, los perros callejeros se paseaban en manadas. La luna se había tornado rojiza, como sangre, y mil perros hambrientos le aullaban en un trance salvaje de lujuria.
El dolor me estaba haciendo pasarlo fatal en la sala de maternidad del hospital de Hyannis, pero no era un dolor cualquiera, no: era el tipo de dolor que, para mantenerse en sus cabales, una mujer no puede recordar. Un dolor incesante, insoportable, espantoso, devastador, horripilante. Atravesaba un desmembramiento interno que implicaba que los conductos se retorcieran, que se estiraran los órganos, que los músculos quedaran hechos trizas, que los huesos se rompieran. Me había convertido en la mártir definitiva. Prometeo no vivió ni una pizca de lo que yo estaba soportando. ¿Lamaze? Un mentiroso.
No podía creer que todas las mujeres pasaran por esto para tener hijos. Después de esta experiencia, ¿por qué alguien querría tener otro?
En mis alucinaciones causadas por el dolor, vi docenas de aves nocturnas lanzarse chillando contra los ventanales del hospital… ¿O era el granizo?
Todos los sonidos se sentían amplificados. Todo rugía.
Las luces fluorescentes zumbaban como motosierras, el reloj de pared se sentía como el goteo de la tortura china, los llantos de las mujeres en las habitaciones cercanas me partían los oídos y me hacían pensar en llamadas de auxilio de ballenas jorobadas. Las baldosas blancas en el suelo estaban tan limpias que silbaban. Incluso las plantas, generalmente silenciosas en el alféizar de las ventanas, transformando el monóxido en oxígeno de forma milagrosa y benevolente, emitían un resuello como de fotosíntesis asmática.
Desde el lecho antiséptico de duras sábanas desinfectadas, en mi cruel y nívea habitación de hospital, podía ver, a través de la ventana, el cielo oscuro y la constelación de Libra erigiéndose a toda velocidad. Otras nébulas galácticas y polvo de meteoros parecían moverse girando o retrocediendo, la luna roja se acercaba, pero quizá en realidad era solo un ovni con problemas en su fuente de poder atómico, o dañado por campos electromagnéticos inversos.
¿Qué estaba pasando?
Abandoné toda esperanza. Me hundía en la cama, me ahogaba, me desplomaba. Estaba siendo aserrada en vida como la mujer cortada en las cajas de los magos.
¿Era esto un parto, entonces? Nadie me había explicado esta parte. No era justo. Los hombres no tenían que pasar por esto y, de todas formas, jamás podrían soportarlo. Los hombres no pueden sufrir dolor sin convertirse en completos idiotas. O en vegetales.
—¿Qué es este infierno? ¿Qué está pasando? -le grité a la enfermera que pasó comiéndose un sándwich de jamón y queso mientras leía la revista House & Carden. Tenía una mancha de mayonesa en la barbilla.
—Tranquilízate, querida. Va a terminar antes de que te des cuenta. No es tan malo.
—¿Has pasado por esto alguna vez? —le pregunté. Estaba desesperada por sentir la empatía de alguien.
—Bueno, no, pero lo he visto miles de veces.
La mayonesa en su barbilla debía de ser sintética porque sus poros no la absorbían. Simplemente, estaba ahí como una bandera del orgullo de los idiotas, y me enervaba.
—Si nunca has hecho esto, entonces no sabes nada. ¿Por qué no contratan enfermeras que tengan alguna noción de empatía? Seguro que hay enfermeras con hijos, ¿no? —gruñí.
—¿Por qué no pruebas otra vez hacer la respiración Lamaze? Era la embarazada menos crédula del hemisferio norte. La miré boquiabierta.
—¿¡El método Lamaze!? ¿Estás de coña? ¿No se te ocurre pensar que ya probé esa estupidez?
En este punto, el método Lamaze se sentía tan útil como llevar sandalias en una tormenta.
La enfermera se quedó mirándome con ojos vacíos, muertos, carentes de toda expresión. Las víctimas de ataques de tiburón han descrito los ojos de los animales, y todo me hace pensar que se ven exactamente así.
Quería escapar. Quería saltar por la ventana y acabar con el dolor, pero la enfermera no me dejaba.
—Túmbate aquí —me dijo—, solo túmbate.
—Esta no es una posición natural para un parto, tumbada como un cerdo; quiero hacerlo en cuclillas. ¿Por qué no puedo hacerlo en cuclillas?
—No te puedo permitir ponerte en cuclillas.
—Esto es demasiado estúpido. Lo único que pido es ponerme en cuclillas. Las mujeres africanas hacen un hoyo en el suelo y se ponen en cuclillas sobre él cuando dan a luz. El bebé se desliza como si estuviera saliendo por un tubo.
—Mira, ¿quieres algo para el dolor? —preguntó sonriente, como si me ofreciese heroína. Y recordé la vieja frase que dice que la primera vez es siempre gratis: una mentira se mire por donde se mire.
—No. ¡Soy una mártir! —grité—, ¿no lo ves?
No era una mártir: estaba delirando, que es distinto. Había dejado de consumir drogas y alcohol durante los nueves meses de embarazo; ni siquiera había tomado una aspirina. ¿Por qué tomar algo el último día?
Intenté sentarme, girarme, ponerme en cuclillas, subirme a la cama, girarme otra vez, pero ella insistía en sostenerme.
—Vamos a tener que amarrarte si te empeñas en moverte tanto —dijo.
—No lo puedo creer, ¿dónde estoy? ¿En Dachau? —grité.
Debí haberme quedado en casa y tener al bebé allí. Tengo amigas que dieron a luz en casa y que estuvieron activas hasta minutos antes de sentir que el bebé venía. Simplemente, se pusieron en cuclillas y lo dejaron salir.
Estaba tan enfadada que quería llorar. Me sostenía el puente de la nariz como Marlo Thomas cuando intentaba contener el llanto en la serie That Girl.
—Tengo mucha sed. No he tomado nada líquido en veinti-cuatro horas —le dije a la enfermera—. ¿Podrías traerme agua?
—No podemos darte agua. Si llegamos a administrarte anestesia, no puedes tener nada en el estómago.
Por supuesto que sabía eso. No querían que la anestesia me produjera vómitos y que el vómito quedara atrapado en mi esófago. Ella no lo sabía, pero se necesita mucho más que un poco de anestesia para hacerme vomitar.
—Dios, tengo que mear —dije.
Y era cierto, tenía que mear. Estando en el baño podía aprovechar para tomar agua. Pero esta mujer ni siquiera me dejaba ir al baño.
—Tengo que mear —gritaba—. ¡Eso es todo, solo quiero mear!
—No puedo dejar que te pongas de pie —dijo—. Voy a traerte un orinal. Espera.
Tan pronto como estuvo fuera, me puse de pie, fui al baño e hice pis. También puse mis labios partidos en el grifo y sorbí el agua que pude, como alguien que acaba de volver a la civilización después de estar perdida en el desierto.
La enfermera regresó y me atrapó justo cuando venía de vuelta del baño. Estaba furiosa.
—¡No puedo creer que te pusieses de pie cuando te insistí en que no lo hicieras! ¡Vuelve a la cama y quédate ahí! —Lanzó el orinal al suelo y me dio una piruleta rara, amarilla y alargada—. Esto es lo único que puedes probar antes de una operación. Te va a quitar la sed, chúpalo.
Eso hice.
No hay muchas cosas en el planeta que puedan chuparse o comerse que no puedan ser reconocidas o clasificadas según alguna nomenclatura. Esta cosa amarilla era una de ellas, un horror preoperatorio en un palo, pero era más o menos dulce y, en efecto, aportó cierta humedad a mi lengua. Había estado en trabajo de parto casi veinticuatro horas y estaba seca; cualquier cosa remotamente húmeda se sentía bien.
Cuando llegó la siguiente contracción y el dolor empeoró, estuve segura de que iba a morir. Las mujeres mueren todo el tiempo durante el parto. Tenía que pensar en otra cosa. Me forcé a mí misma a relajarme.
Bien. Si tenía que ser así, entonces que valiera la pena. Este niño debía ser tan formidable como mi dolor. Este niño debía salir del vientre hablando de física cuántica, tener poderes telequinéticos, cabellos blancos, ojos púrpura, un aura azul, o ser capaz de levitar. Debía ser el nuevo mesías, llegar con sus pequeñas manos cargadas de oro o al menos hablando el idioma de los delfines.
Un par de horas más tarde nació, y ya. La cabeza y los hombros necesitaron un empujón, pero el resto de su cuerpo se deslizó sin más. Sentí como si saliera un pez de mi interior, algo como un jurel hinchado.
Mi bebé era un niño y se parecía a todos los que había visto ese mismo día en la sala de neonatos, arrugados y rojos de tanto llorar. El cordón umbilical era idéntico a un cable telefónico gns.
Cuando salió, el doctor se quedó mirándolo y dijo:
—Es un niño. ¡Oh! Pero… ¿qué es esto? Naturalmente, entré en pánico y grité:
—¿Qué tiene? ¡Dígamelo!
—Oh, no… No es nada. Lo siento… Pensé… —El doctor se reía—. Es solo una marca de nacimiento, una marca negra que nunca verá en su vida… Está bajo su escroto.
No había nada raro en él salvo su cabello. Tenía el cabello más largo, denso y negro que nadie jamás había visto en ese hospital. Y nació con el cabello peinado hacia atrás, como engominado gracias al tratamiento de nueve meses con líquido amniótico. Las enfermeras se volvieron locas con su cabello y lo peinaron como Elvis Presley para las fotos de hospital. Al menos eso valió la pena.
Cuando su padre lo vio por primera vez pareció satisfecho, pero confesó que estaba aterrado.
Sostuve a mi hijo en brazos cuando lo trajeron para que lo amamantara. Era como un mono pequeño, musculoso y macizo, para nada gordo, con las piernas poderosas de una rana adulta.
Me deslicé lentamente hacia el sueño abrazada a él.
—Buenas noches, Max —le dije—, ya me voy a dormir.
Y entonces soñé que Max me hablaba.
—Es buena idea que duermas ahora, mientras puedes… —sugirió con voz de barítono—, porque durante varios años echarás de menos poder hacerlo.
Desperté horrorizada.
—Tendré que comprar un libro del doctor Spock —me dije antes de caer de nuevo dormida. Esa sería la última vez que dormiría bien en dieciséis años.
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Autora: Cookie Mueller. Título: Caminar por aguas cristalinas en una piscina pintada de negro. Editorial: Los tres editores.Venta: Todos tus libros.
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