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Caminos de la vida, caminos literarios

Caminos de la vida, caminos literarios

Los caminos de la vida suelen ser, para el escritor, para muchos lectores, caminos literarios. A veces pienso que cada paso que doy se traduce en una letra, en una palabra, en un futuro escrito: todo lo que veo acabará de un modo u otro plasmado en texto. Por otra parte, busco lo que leo, o el reflejo de lo que leo, en la realidad. Lo que me suscita la lectura puede guiar mis pasos. Así, por ejemplo, hace unos días visité la tumba de Gonzalo Torrente Ballester y su casa natal, en Serantes, aldea que fue incorporada a la ciudad de Ferrol.

Decía Mario Vargas Llosa en La orgía perpetua, su extraordinario ensayo sobre Madame Bovary y La orgía perpetua, que dada su pasión literaria, si le dejaran coleccionar vértebras de escritores las coleccionaría. Yo creo que no llegaría a tanto, pero comprendo muy bien esa pasión, porque es la mía. Supongo que a una persona ajena al mundo de la literatura le extrañaría que yo quisiera visitar la tumba de Torrente. Hace poco, como sabe el lector de Zenda, escribí una “Carta a Torrente Ballester”, y me quedé con ganas de conocer su tumba, que sabía que estaba en Ferrol, y por lo tanto muy cerca de donde yo veraneo, en Pontedeume (A Coruña, Galicia).

Creo que allí donde ha vivido o trabajado un gran escritor, o un escritor que nos guste mucho simplemente, o un escritor auténtico, quizá “un escritor”, simplemente… se puede erigir una especie de santuario para sus lectores. Imagino que lectores muy fervientes. También puede ser su tumba. ¿Cuántas veces ya he visitado la Fundación Camilo José Cela, en Iria Flavia? ¿Qué sentí la primera vez que fui a entrevistar a Francisco Umbral en su casa, en La Dacha, en Majadahonda, cuando tenía 23 años? ¿Cuáles fueron mis sensaciones al entrar en la biblioteca del escritor Antonio Prieto, mi profesor? ¿Qué recuerdo tengo de Isla Negra, en Chile, la casa de Pablo Neruda a la orilla del mar? Al final esos lugares, y muchos otros, están impregnados de la personalidad de los que los vivieron, y a mí me sirven para rememorarlos, para seguir leyéndolos con deleite, con sumo placer pero también mejor, con más profundidad, con mayor conocimiento. Con más sentimiento.

Recuerdo hace unos días cuando entré en el cementerio de Serantes. Me llevó mi tío Joaquín Martínez Pérez-Mendaña, al que le agradezco todo lo que me ayuda, y nos acompañó su amigo Juan Bouza, gran amante de los libros. Recuerdo que al franquear la puerta del cementerio me santigüé. Entonces empezaron a sonar las campanas del lugar.

Torrente murió en 1999. Había nacido en 1910, aquí, en esta aldea. Mi tía Chelo Romero, mujer de mi tío Joaquín, asistió al entierro. Me ha contado que acudió Saramago, y que le dijeron cómo llegar al cementerio, porque lógicamente no sabía dónde estaba. Mi tía me ha contado el buen aspecto que tenía Saramago, que le llamó la atención. Saramago es otro escritor al que admiro mucho.

El cuerpo de Torrente llegó a las diez de la noche a Ferrol, según he podido saber, y lo estuvieron velando en el ayuntamiento, hasta la mañana siguiente. Acudieron muchísimas personas al entierro, según me contó mi tía.

En su tumba se alude al “insigne escritor”, “hijo predilecto de Ferrol”, como también en la placa que colocaron en su casa natal, muy cerca del cementerio.

Yo, delante de su tumba, no pude más que decir que los escritores no mueren, que si parece que mueren dejan toda su obra para desmentir este hecho biológico, que no es un hecho literario, o espiritual, y al final no es un hecho vital. Me acuerdo que mi profesor Antonio Prieto, al que acabo de citar, decía en sus clases de Poesía Renacentista en la Complutense que debíamos leer a los clásicos como si estuvieran vivos, pues cuando escribieron sus obras estaban vivos. En realidad el texto literario no es otra cosa que un testimonio contra la muerte, un testimonio de vida. La literatura es un fenómeno de inmortalidad.

Sí, los caminos de la vida, los caminos literarios. El paseo marítimo del río Eume, aquí en Pontedeume, donde vivo en verano, se llama Rosalía de Castro. Y siempre que camino por aquí, solo o con mi perra Padme, me acuerdo de ella, de Rosalía. Pienso lo que fue, lo que escribió, lo que significó y significa. Y cuando vuelvo a casa acudo a Follas novas, precioso libro de poemas donde uno penetra en el alma de una mujer, de un pueblo, de una tierra. Ése es el gran valor de la literatura, que comunica con todo, pero en primer lugar nos comunica con nosotros mismos, y desde ahí con el mundo entero. Tras haber leído algo que nos llena es como si respirásemos mejor, como si entráramos en comunión con todo lo circundante. Al menos así lo siento yo.

—Hay que sentir, hay que sentir —me dijo en una ocasión Luis Alberto de Cuenca sobre la poesía, sobre el escribir poesía, cómo hacerlo—.

Nunca se me ha olvidado. Nunca lo olvidaré. Yo creo que esto vale para cualquier texto, de cualquier género, porque considero que el sentimiento beneficia a cualquier tipo de literatura.

También el entendimiento, y la memoria, y la voluntad. Memorias, entendimientos y voluntades bautizó Cela su segundo libro de memorias, y me parece un gran título. Qué más se puede pedir: memoria, entendimiento y voluntad.

En ocasiones uno cree que no vive cuando lee mucho, cuando escribe mucho. La realidad es que todo se potencia cuando uno lee y escribe. Yo diría que es mucho más esencial el leer, que el escribir es una especie de lujo que se da el ser humano, ciertos seres humanos, lujo del que otros, los lectores —que somos todos, o muchos—, nos beneficiamos.

Uno ve el paisaje, la vida, de otra manera cuando ha leído, cuando sigue leyendo. Al final vamos descifrando la vida a medida que la vivimos, como si fuera un texto. Caminos de vida, caminos literarios, sí. No sólo para el escritor, también para el lector, para todos los hombres, en verdad para todos los que poseen un poco de sensibilidad, de interés. No hace falta ni siquiera leer, saber leer, porque la literatura está en el aire, entre nosotros, como todo lo que merece la pena.

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