David de las Heras se ha atrevido a ilustrar el que sin duda es uno de los poemarios más importantes de la literatura española: Campos de Castilla, de Antonio Machado. Y el resultado es espectacular. Con una amplia gama cromática, con un manejo de distintos estilos artísticos y con unas referencias pictóricas que remiten al Siglo de Oro, de las Heras acompaña todas las piezas del clásico con unas imágenes que nos hacen sentir el viento castellano sobre el rostro.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Campos de Castilla (Lunwerg), de Antonio Machado y David de las Heras.
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Por tierras de España
El hombre de estos campos que incendia los pinares
y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares,
talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores que conducen sus hordas de merinos
a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos, recelosos, movibles, y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto
de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,
que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El numen de estos campos es sanguinario y fiero;
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—;
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.
El hospicio
Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,
el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.
Con su frontón al norte, entre los dos torreones
de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de grietados muros y sucios paredones,
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
Mientras el sol de enero su débil luz envía,
su triste luz velada sobre los campos yermos,
a un ventanuco asoman, al declinar el día,
algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
a contemplar los montes azules de la sierra;
o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,
caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
¡sobre la tierra fría la nieve silenciosa!…
Fantasía iconográfica
La calva prematura
brilla sobre la frente amplia y severa;
bajo la piel de pálida tersura
se trasluce la fina calavera.
Mentón agudo y pómulos marcados
por trazos de un punzón adamantino;
y de insólita púrpura manchados
los labios que soñara un florentino.
Mientras la boca sonreír parece,
los ojos perspicaces,
que un ceño de atención empequeñece,
miran y ven, profundos y tenaces.
Tiene sobre la mesa un libro viejo
donde posa la mano distraída.
Al fondo de la cuadra, en el espejo,
una tarde dorada está dormida.
Montañas de violeta
y grisientos breñales,
la tierra que ama el santo y el poeta,
los buitres y las águilas caudales.
Del abierto balcón al blanco muro
va una franja de sol anaranjada
que inflama el aire, en el ambiente oscuro
que envuelve la armadura arrinconada.
Un criminal
El acusado es pálido y lampiño.
Arde en sus ojos una fosca lumbre
que repugna a su máscara de niño
y ademán de piadosa mansedumbre.
Conserva del oscuro seminario
el talante modesto y la costumbre
de mirar a la tierra o al breviario.
Devoto de María,
madre de pecadores,
por Burgos bachiller en teología,
presto a tomar las órdenes menores.
Fue su crimen atroz. Hartose un día
de los textos profanos y divinos,
sintió pesar del tiempo que perdía
enderezando hipérbatos latinos.
Enamorose de una hermosa niña;
subiósele el amor a la cabeza
como el zumo dorado de la viña,
y despertó su natural fiereza.
En sueños vio a sus padres —labradores
de mediano caudal— iluminados
del hogar por los rojos resplandores,
los campesinos rostros atezados.
Quiso heredar. ¡Oh, guindos y nogales
del huerto familiar, verde y sombrío,
y doradas espigas candeales
que colmarán las trojes del estío!
Y se acordó del hacha que pendía
en el muro, luciente y afilada,
el hacha fuerte que la leña hacía
de la rama de roble cercenada.
……
Frente al reo, los jueces en sus viejos
ropones enlutados;
y una hilera de oscuros entrecejos
y de plebeyos rostros: los jurados.
El abogado defensor perora,
golpeando el pupitre con la mano;
emborrona papel un escribano,
mientras oye el fiscal, indiferente,
el alegato enfático y sonoro,
y repasa los autos judiciales
o, entre sus dedos, de las gafas de oro
acaricia los límpidos cristales.
Dice un ujier: «Va sin remedio al palo».
El joven cuervo la clemencia espera.
Un pueblo, carne de horca, la severa
justicia aguarda que castiga al malo
Noche de verano
Es una hermosa noche de verano.
Tienen las altas casas
abiertos los balcones
del viejo pueblo a la anchurosa plaza.
En el amplio rectángulo desierto,
bancos de piedra, evónimos y acacias,
simétricos dibujan
sus negras sombras en la arena blanca.
En el cenit, la luna, y en la torre,
la esfera del reloj iluminada.
Yo en este viejo pueblo paseando
solo, como un fantasma.
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Autor: Antonio Machado y David de las Heras. Título: Campos de Castilla. Editorial: Lunwerg. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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