Algo que uno tiene que empezar a aceptar cuando pasa de la mitad de la vida, esa frontera que se sitúa en torno a los cuarenta y tantos, es que la memoria no alcanza para todo. Incluso en el caso de contar con una buena retentiva hay cosas que sencillamente se pierden. No recuerdo cómo llegué hasta Canadá, de Richard Ford. No es que tenga mayor importancia el lugar donde uno ha comprado un libro, pero siempre he creído que el momento en que nos encontramos con una obra explica el devenir personal casi tanto como el inicio de una amistad, de un trabajo o bastante más que trivialidades como el restaurante donde comíamos los domingos. Somos lo que somos, también, por el momento en que leímos lo que leímos.
La novela permaneció para mí inédita hasta ahora, hasta hace unos meses que, sin saber bien por qué, reclamó mi atención. Hay libros que se compran y no se leen, puede que por pereza, puede que porque otros ocupan su lugar, quizás porque nos recuerden a alguien. Hay libros que nunca leeremos, pese a que de vez en cuando nos cruzamos con ellos y nos señalen nuestra falta tristes desde la estantería. Otros, sin embargo, parece que estaban esperando el momento justo para que el encuentro se produjera. Intuyo que si hace una década hubiera leído esta historia no la hubiera entendido de la misma manera que la he sentido en nuestro presente. Hace falta contar con las suficientes cicatrices propias, ya bien suturadas, para reflexionar sobre la pérdida, el dolor y cómo sobreponerse a ellos.
Canadá narra el devenir de Dell Parsons, un adolescente que se encuentra súbitamente frente a la inclemencia cuando sus padres toman la funesta decisión de atracar un banco. Es Ford, desde la primera página, desde la primera línea, el que nos adelanta qué es lo que va a suceder, porque lo importante no es el hecho en sí mismo, quizá tampoco cómo sucede, sino las consecuencias que tendrá para los que lo sufren. Y aquí viene una de las primeras virtudes de esta ficción: el pedir al lector, por la manera en que está escrita, que intente perder la ansiedad por lo que pasa y preste atención a la reflexión sobre los porqués pero sobre todo por las consecuencias de lo acaecido. Suena raro, especialmente en un momento donde el giro sorprendente en los argumentos se ha impuesto dictatorial, producto de las necesidades comerciales de las series de televisión.
De hecho, pensaba mientras pasaba las páginas de la primera parte —de un total de quinientas, llenas de sucintas pero precisas descripciones que nos ubican en el lugar, una pequeña ciudad de Montana, y nos dibujan a los protagonistas, una familia de cuatro miembros guiada torpemente por un padre, ex combatiente de la Fuerza Aérea, que no ha sabido reintegrarse a la vida civil— si este libro, por su forma, tiene ya cabida en el mundo de hoy, habitado por individuos que hemos sido presas de la tiranía del fraccionamiento, de la incapacidad de centrar nuestra atención en algo que no sea la pantalla de nuestro móvil. ¿Tanto ha cambiado todo en diez años para que una novela americana al uso, escrita por un autor de relevancia literaria, no desde luego un experimento vanguardista, no sea ya accesible para el gran público? Es, desde luego, una conjetura, pero casi prefiero no conocer la respuesta.
La narración, en lo formal, gravita sobre la mirada extrañada y limpia de un adolescente que va capturando detalles que para él carecen de importancia o, mejor dicho, la tienen pero sin saber aún la profundidad de lo que significan. Desde la época, principios de los sesenta, que sin hacerse explícita hasta el final de la historia, aparece en pinceladas políticas, los coches —siempre los coches y Norteamérica— o pequeñas pasiones, como la apicultura o el ajedrez, a las que se accedía lentamente a través de revistas que constituían un tesoro para quien las poseía, hasta su madre, una mujer judía de clase media, más sofisticada que su entorno, que quiere a los suyos pero que no puede abstraerse de la frustración de haber tenido una existencia más brillante de haber elegido otra pareja.
Canadá, que recibe el título por el destino al que Dell Parsons huye en la segunda parte para evitar la tutela de los servicios sociales, es una novela que se asienta sobre tres pilares éticos. El primero es cómo nos sobreponemos a situaciones traumáticas que nos marcan indeleblemente aunque no hayamos tenido mayor responsabilidad en su suceso, “un puto desastre sobre el que todo fue amontonándose”. Precisamente esa ausencia de responsabilidad del protagonista en el acontecimiento que cambiará todo es la llave para entender su diferencia respecto a su hermana gemela. Mientras que ella culpa a sus padres, con razón, del desaguisado, él entiende que responsabilizarlos no les va a devolver su vida. Mientras que ella encuentra una coartada en la falta de sensatez de otros para perder la suya, él no se deja arrastrar por la impericia ajena para torcer su camino.
El segundo es la banalidad de lo malo. Ford insiste en que si a menudo los hechos que te cambian la vida no parecen lo que son, “el preludio de las cosas malas puede ser ridículo, pero también fortuito y anodino. Lo cual conviene tenerlo en cuenta, por cuanto puede mostrarnos de dónde pueden surgir tales acontecimientos funestos: a apenas unos centímetros de distancia de cualquier hecho cotidiano”. En la novela se siente el peso que el escritor siente por cómo nos acecha la desgracia, algo que no es una obsesión pero que se queda tan sólo a unos pocos centímetros de serlo. No es fatalismo, no es el miedo a que el tiesto caiga sobre nosotros en el momento más inesperado, es la advertencia de que las peores decisiones que podemos tomar no aparecen ante nosotros mostrando su crudeza, sino como opciones que creemos razonables.
Que el protagonista consiga sobreponerse no implica que la mayoría no lo logre. El tercer pilar de la novela es un homenaje al realismo, uno de una suciedad contenida pero patente, que viene a explicarnos por qué Estados Unidos, la tierra de las oportunidades, el paraíso de los triunfadores, es en realidad un lugar lleno de gente rota. “He visto este fenómeno en las caras de otros hombres, de hombres sin techo, de hombres tirados en la calzada enfrente de bares o en parques públicos o en estaciones de autobús, o en la cola de albergues de caridad para buscar refugio a la llegada del largo invierno. En sus caras —muchos de ellos eran apuestos pero estaban hechos una ruina— he visto los vestigios de quienes por poco llegan a ser pero fracasaron, de quienes fueron antes de llegar a ser ellos mismos”.
Esa idea, que se refleja en los rostros, “como si sus rasgos faciales no encajaran bien en sus huesos de la cara”, por la tensión, la culpa, la enfermedad o el delito, es la expresión de que quien lleva años quebrado o está a punto de romperse, pierde a esa persona que pudo ser, quien quiso ser, y se queda tan sólo en aquella para la que le alcanza su existencia. “La vida se nos entrega vacía”, dice el protagonista escrito por Ford, ya en una breve tercera parte que sirve de conclusión, también como un desacomplejado recordatorio de lo que el autor ha querido poner de manifiesto en su novela. Frente a un sentimiento de misticismo o trascendencia, uno de honrado materialismo: “el sentido oculto no existe”, “lo que uno ve es más o menos lo que hay”.
Canadá es una novela que enseña a vivir desde la humildad de una narración marcada por un robo y un asesinato pero que, restando la truculencia que toda trama requiere, podría ser la historia de muchos otros, para los que un error en apariencia trivial supuso un cambio dramático en el devenir, pero también la oportunidad de recuperar el control, de encontrar la senda pese a todo. En un mundo dominado por coaches, psicólogos de Instagram, consejeros personales y demás mercachifles de la nadería, este libro es un refugio, un decálogo, una oportunidad para mirar de frente a esas equivocaciones que nos costaron tanto. Nunca sobra escribir sobre la esperanza, nunca sobra hacerlo así.
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