Nada más enterarse del tamaño y el número de nuestros perrotes, la gente se interesa por dos cosas: cuánto comen y qué tanto descomen. Por extraño que suene, lo segundo parece preocuparles aun más que lo primero. A juzgar por sus muecas de espanto contenido, deben de imaginarnos paleando a toda hora estalagmitas colosales y pestíferas entre enjambres de moscas corpulentas, como si en vez de canes alimentáramos a cinco hipopótamos. Lo cierto es que se trata de una actividad con amplias propiedades terapéuticas.
A nadie le cae mal un toque de humildad al empezar el día. Con un poco de práctica y un buen recogedor de mango largo, el trabajo es muy fácil de mecanizar. Se enseña uno además a controlar la intensidad de su respiración, de modo que los gestos del vecino insolente cuando te ve vaciar la mercancía en una alcantarilla no corresponden a la realidad. Peor las pasaban los autores de tus días cada vez que tenían que cambiarte el pañal y nadie les hacía asquitos mentecatos.
¿Y cómo iría a quejarme de la sana digestión de nuestros bien amados compañeros de ruta, si el tufo verdaderamente insoportable me llega más temprano, al revisar las noticias del día? ¿Cuánta inmundicia brota en tiempos de pandemia, cuando la inteligencia es casi tan escasa como la información? ¿Y no son las columnas inteligentes y documentadas las que más te refuerzan la misantropía?
Hay quienes aconsejan no leer los periódicos en la mañana, puesto que eso equivale a autozancadillearte y de antemano echar el nuevo día al canal del desagüe, pero no todo el mundo lo ve así. Precisamente por su fetidez, creo que las noticias han de leerse temprano y desecharse junto a la mugre del día anterior. Si el mundo anda tan mal, ¿qué demonios me quedo a hacer ahí? Un buen regaderazo me permite hacer foco en asuntos que sí puedo arreglar, como las cagarrutas en terraza y jardín, la recarga de tinta para la pluma fuente y el manuscrito con la chamba de ayer. Sólo de figurarme el día espantoso que espera a los políticos que media hora atrás me hicieron enojar, no puedo menos que celebrar mi suerte. ¿Qué no darían ellos por tener que lidiar con tan poquita mierda?
Una vez transcurridos los escasos minutos que me toma limpiar las gracias de los chuchos, tengo el resto del día para disfrutarlos. Y si alguna inmundicia me salpica —no falta la llamada inoportuna, el morbo traicionero, la noticia escabrosa que en un descuido leí en el reloj— son ellos quienes hacen con sus mimos el aseo profundo que en otras circunstancias habría que dejar en manos del psiquiatra. Comparemos ahora, doctor Cuarentenario, la nimiedad de mis labores sanitarias con los milagros que ellos hacen por mí. Si fueran de mi especie, ya me habrían echado a su abogado.
Nuestra especie suele ser indulgente con sus malos olores e intolerante con los ajenos. Todos esos palurdos desalmados que lanzan a la calle al perro de la casa por miedo a que transporte virus presuntos –esto es, por ignorantes, imbéciles e ingratos– se resignan ya mismo a hundirse para siempre en la inmundicia, aun si no la perciben y se miran a salvo con su vida de mierda. Me espeluzna pensar que esa gentuza pueda reproducirse, criar hijos y acudir a votar, entre otras ominosas prerrogativas. Perdón, Cuarentenario, pero esa peste humana me emponzoña el alma y abochorna a mi especie. En lo que a mí respecta, que el diablo se los lleve.
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