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Caos

Nunca me he sentido cómodo en los museos. Quizás por el clima solemne, o la presión por admirar los cuadros. O el murmullo de las gentes, que no es diálogo ni silencio. Sencillamente me los pierdo. He visitado muchos de los más relevantes, en distintas partes del mundo. Y no recuerdo haber regresado a alguno, aun cuando el destino me situara nuevamente en Ámsterdam, París o Madrid. Las obras de arte que me han impactado a lo largo de mi vida aparecieron espontáneamente frente a mis ojos, o se instalaron por derecho propio en mi memoria. En esa ocasión me hallaba en Roma, deseoso de que acabara una visita guiada, por un museo pictórico, escultórico y temático de la historia de la ciudad. La guía se llamaba Lavinia, y era una mujer de entre 70 y 80 años, alta, espigada, y con anteojos propios del personaje almodovariano de una película de terror. Cuando terminó su función, y el grupo se dispersó, me preguntó si me había aburrido mucho:

—No me aburrí —respondí—. La felicito. En general no entiendo los museos. Pero usted nos contó historias.

—No parecía muy atento —me dijo en su español spaghetti.

—Nunca estoy muy atento a nada —confesé—. Tengo un problema con la concentración.

Sonrió y me invitó a sentarme en un banquito para los guías. Me ofreció una porción de pizza para turistas y un vaso de vino tinto express, que vendían en el local de al lado de los suovenires, pero a ella le daban gratis.

—De haber tenido un hijo, habría sido como usted —declaró.

Yo por entonces perfectamente podría haber sido su hijo, incluso su nieto. Pero acabábamos de conocernos —si es que se puede llamar “conocer” a recibir el monólogo desde su micrófono de vincha en mis auriculares grupales—, y su frase me abrumó y conmovió a un tiempo. No pude creer lo que le preguntaba:

—¿Y por qué no tuvo hijos?

Ciertamente su apertura había acreditado mi desubicación.

—Me casé con un hombre que no quería embarazarme. El mundo es un caos, repetía permanentemente. Es una paradoja que yo haya terminado trabajando en un museo: el amor de mi vida no hubiera puesto un pie en ninguno de estos edificios.

Tragué saliva por la identificación con el personaje y pregunté:

—¿Falleció?

—Ojalá —sentenció.

De un trago, dejó el vaso a la mitad y continuó:

—Cuando lo conocí, me contó que había nacido en un barco. Un parto en alta mar. Su madre había dado a luz al borde de un naufragio. Algunos tripulantes cayeron por la borda, y los perdieron. Luego, la marea amainó. Nació de milagro. Pero decía recordar su aparición en el mundo: bañado en agua de mar, rodeado de aullidos y desesperación. “El mundo no es un lugar para que nazcan niños”, insistía.

—Lo que hace al mundo inhabitable somos nosotros —reflexioné.

—No todos —relativizó Lavinia—. Antón se me declaró en un barco, contándome la historia de su nacimiento. Fue un viaje de treinta días, de Uruguay a Génova.

—¿Usted es uruguaya? —consulté.

—Mis padres emigraron de Génova a Uruguay en 1922, cuando yo era una niña. En 1949 regresé a Italia, a Roma. Ellos permanecieron en Montevideo. En ese viaje conocí a Antón.

—¿Regresó por algo en particular? —inquirí.

—Cierto vacío —explicó—. Búsqueda de independencia. Me marché de la casa de mis padres, y en Roma viviría sola. Quería estudiar arte.

—Era la Roma de posguerra —ponderé, sin saber muy bien el sentido de mi frase. Probablemente me refería a que era una Roma caótica, si alguna vez no lo había sido.

—La juventud busca —concluyó Lavinia—.  Pero en el barco Antón se prendó locamente de mí, y yo me enamoré de él. No me había enamorado nunca antes, y no me volví a enamorar. Habrá influido que era italiano: mis raíces. Aunque no lo parezca, cada uno tiene arraigo al lugar donde nació.

—¿A qué se dedicaba Antón?

—Era el dueño del barco. Empresario naviero.

Pensé que Lavinia había sido muy hermosa; y en ese momento, un museo de sí misma.

—Propuso matrimonio y nos casamos en alta mar. El barco llevaba un cura y contaba con capilla. Una amiga que me hice a bordo fungió de mi testigo, y el capitán lo fue de Antón. Resultó una boda deliciosa. En el banquete, hubo mariscos recién sacados del mar. Pero con el correr de los años, se negó a tener hijos. La historia de su parto en el mar y el caos del mundo. Tras ocho años de matrimonio, a mis 35, yo debía tomar una decisión. O continuaba con Antón, o lo dejaba para convertirme en madre. En ese 1957, Italia se sumaba a la Unión Europea.  Tratados económicos, atómicos. Era el surgimiento de un mercado común y de una entidad política continental.

Lavinia parecía haber recuperado su rol de guía del museo. Pero la historia era aún más apasionante que las que había narrado de Rómulo, Remo y el Imperio.

—El Partido Comunista se dividía en dos. Una facción apoyaba la integración y la moderación; la otra seguía una línea pro soviética y disruptiva.

—¿Pero ustedes eran comunistas? —la interrumpí.

—Jamás —respondió ofendida, en su mejor pronunciación castellana desde iniciado el diálogo—. Antón era multimillonario. Yo lo adoraba. ¿De dónde podríamos ser comunistas? Pero un día descubrí que Antón financiaba a la facción de Pietro Ingrao del Partido Comunista italiano, que se oponía a la integración con Europa, y a la democracia en general. Querían romper todo. No lo exponían de modo transparente, pero detrás de Ingrao había quienes consideraban rendir a Italia a la Unión Soviética. Algunos de ellos terminaron formando parte, veinte años después, de las Brigadas Rojas, como viejos terroristas.

Pero… —repetí—. ¿Por qué Antón habría de hacer algo así?

Mi pregunta era retórica: incluso a esa temprana edad, yo ya conocía a millonarios que subvencionaban a partidos de izquierda: apenas tomaran el poder, los despojarían de sus fortunas y asesinarían a sus familias.

—Antón lo hacía para no tener hijos conmigo —sentenció Lavinia—. Amaba mi cuerpo como era y no quería alterarlo. Propiciaba el caos en el mundo para justificar su negativa.

—Para no tener descendencia… —intenté mediar.

—Para no tener descendencia conmigo —ratificó Lavinia—. Con otra mujer, había procreado seis hijos. La seguía viendo. Pero yo era su modelo, su belleza, su escultura. El caos en el mundo era su coartada para mantenerme así.

—Y usted terminó con todo. ¿Pero por qué no tuvo hijos? Era bella, y joven. 35 años.

—Antón me abandonó cuando lo descubrí. No volví a enamorarme. Finalmente, la alternativa de separarnos para ser madre, no era realista. Yo necesitaba amor para concebir.

Acabé mi porción de pizza —comí mucho mejores en Buenos Aires—, dejé mi vaso de vino por la mitad —el peor que había tomado en mucho tiempo—, y permanecí mirando las imágenes, pictóricas, fotográficas, escultóricas, que narraban la odisea de Roma, desde la mitológica Troya a la legendaria loba; los Césares, los centuriones, los Titos, la rebeldía y la cautividad de mis ancestros, la astuta insurgencia de Flavio Josefo, el amanecer de la civilización occidental… con una atención que no había podido prestar mientras Lavinia nos guiaba. Sin pretenderlo, me había deparado un punto de vista: el caos.

El caos del corazón, en el cual, a contrapelo de los científicos, se había originado el Big Bang, los dinosaurios, su súbita desaparición, la aparición del hombre y su previsible final.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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