En el año 1944 nació en la ciudad de León una revista que se revelaría crucial para las letras de su tiempo. La cultura española se encontraba en un estado de coma inducido por la Guerra Civil. Muchos intelectuales se habían visto forzados al destierro, otros habían muerto en el transcurso de la contienda o debido a sus consecuencias inmediatas y algunos —sin fuerzas o voluntad para hacer las maletas— optaron por replegarse sobre sí mismos dando lugar a eso que se ha venido llamando exilio interior. Hubo, en los primeros años de la dictadura franquista, un intento por tender puentes entre la poesía afín al nuevo régimen y aquélla que bullía cuando se produjo el levantamiento del 18 de julio de 1936. La revista Escorial nació bajo el auspicio de Ramón Serrano Suñer, estuvo dirigida por Dionisio Ridruejo y contó con las firmas de Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, José Luis López Aranguren o Gerardo Diego. Su adscripción a los preceptos de Falange —se puso desde el primer momento al servicio de la construcción de ese Nuevo Estado que anhelaba fundar la recién instaurada dictadura— fue el mayor motor de su fracaso: poco se podía hacer desde un órgano de expresión comandado por quienes habían formado parte del pelotón de los verdugos. Sí gozó de mejor fortuna Garcilaso. Juventud creadora, que se puso en marcha en mayo de 1943, bajo la dirección de José García Nieto, y dio amparo a una lírica con un cierto carácter idealista y despojada del servicio explícito a un ideario, aunque no por ello menos acomodaticia con los postulados de los vencedores. Tendrían que pasar aún unos meses para que aquellos que no comulgaban con la doctrina del nacionalcatolicismo empezaran a ventilar una atmósfera poética que se veía asfixiada por la obediencia ciega a la gran causa triunfante. En aquel 1944, que se revelaría como una fecha fundamental, vieron la luz en Madrid dos libros paradigmáticos, por su calidad y por todo lo que conllevaban, en el fondo y en la forma, sus presupuestos de partida. Se trató de Hijos de la ira, de Dámaso Alonso, y Sombra del paraíso, de Vicente Aleixandre. Ese mismo año salieron de la leonesa imprenta Casado —cuyas instalaciones centrales se abrían en la calle de Varillas, rebautizada por aquel entonces como Legión Cóndor— los primeros ejemplares de Espadaña. Fue aquella revista la perfecta antítesis de Garcilaso. Si ésta defendía una literatura plenamente instalada en su lugar y su tiempo, la publicación alumbrada en el noroeste mesetario por Antonio González de Lama, Eugenio de Nora y Victoriano Crémer tomó como bandera un concepto, el del desarraigo, que se materializó en un existencialismo en ocasiones calificado como tremendista para dar cuenta de lo absurdo que resultaba vivir en medio de una realidad tan desarbolada como la flamante España nacida de la connivencia entre la cruz y la espada. En sus páginas, que se estuvieron publicando a duras penas hasta el año 1951 —la revista nunca contó con ayudas oficiales y se financiaba principalmente a través de las donaciones que hacían sus partidarios—, aparecieron textos de autores tan paradigmáticos, y a veces tan malqueridos por el franquismo, como Miguel Hernández, Pablo Neruda, José Hierro, César Vallejo, Ángela Figuera Aymerich, Blas de Otero o Gabriel Celaya.
No es mal término éste del desarraigo para acercarse a la identidad profunda de una ciudad que, tras ser mucho o casi todo, ha quedado relegada en una esquina inane del mapa ibérico, alejada de los grandes centros de poder y despojada incluso de los galones que le confiere su propia historia. León nació al amparo de las veleidades imperiales en los tiempos de la dominación romana, cuando en el 29 a. C. la Legio VI Victrix instaló un asentamiento sobre la vaguada que se formaba en la confluencia de los ríos Torío y Bernesga, y tuvo su primera consolidación poco después, al adoptarla la Legio VII Gemina como emplazamiento definitivo. Desmantelada por completo siglos después, al irrumpir desde el sur otros conquistadores, en este caso musulmanes, para tomar a su cargo la península, volvió a repoblarse cuando los reyes de Asturias la pusieron bajo su tutela. La muerte del último monarca asturiano, Alfonso III, desataría una lucha entre sus vástagos por hacerse con el control del territorio derivado de su herencia. Ordoño II se quedaría con Galicia y Fruela II haría lo propio con Asturias. Los dos estaban supeditados al poder de su otro hermano, García I, que tras su victoria fundó el Reino de León, en el que quedaban integrados los de sus familiares. Con sus altibajos, la corona se mantuvo hasta que la muerte de Fernando I marcó la incorporación del viejo reino al de Castilla, en una unión que, si bien al principio permitió a ambas partes mantener su independencia, terminó poco a poco por someter la primera a la voluntad de la segunda. La constitución definitiva de la Corona castellana permitió a León mantener en buena medida sus antiguas estructuras, aunque sin gozar de una identidad plena. No obstante, el antiguo reino aún haría valer sus credenciales cuando, entre el 1 de junio y el 25 de septiembre de 1808, la Junta Patriótica asumió la soberanía del territorio en la Guerra de la Independencia, antes de integrarse en la Junta Suprema Central. La división provincial de España que promovió Javier de Burgos en 1833, y que aún sigue vigente, preveía la integración de las nuevas unidades administrativas en torno a regiones que tenían un mero valor nominativo, porque carecían de cualquier competencia. La llamada Región de León aglutinaba las provincias de León, Zamora y Salamanca y se mantuvo tal cual hasta que en 1978, una vez aprobada la Constitución, el diseño del nuevo estado autonómico optó por conformar un gran ente que sumara a las tierras leonesas buena parte de lo que hasta entonces se había conocido como Castilla la Vieja.
Fue un proceso traumático para los leoneses, que habrían querido conformar una autonomía acorde con su realidad histórica y volvieron a verse bajo la dependencia de Valladolid, ciudad en la que se instaló la nueva capital. León quedó apartada de las grandes decisiones y confinada en esa esquina desde la que viene haciendo su vida un poco al margen, con una cierta vocación cantonalista que se pone de manifiesto a poco que uno la recorra con los ojos y el oído atentos y se disponga a entablar conversación con sus gentes. Hay pintadas de León solo diseminadas por los muros del extrarradio, allí donde desembocan los trenes y los autobuses que vienen a dar a este cruce de caminos, y a medida que avanza en dirección al puente que salva el cauce del Bernesga, el viajero cree advertir señales de ese desarraigo que ha llevado a la ciudad a convencerse de que, si no se salva ella por sí misma, no la va a venir a salvar nadie. Es importante destacar esto, porque parece que León lucha para abandonar por sus propias armas el aislamiento al que la condenaron otros. Cuna de grandes narradores —de aquí son Julio Llamazares, Luis Mateo Díez, José María Merino y Juan Pedro Aparicio, y por aquí anduvo Antonio Pereira, probablemente el último gran maestro del cuento español—, preserva lo más destacable de su andadura, ahí están sus huellas romanas para dejar constancia, a la vez que pugna por incorporarse a las vanguardias, cuyo símbolo más acabado bien podría ser la hipnótica fachada mondrianesca del Musac. Ese afortunado maridaje entre lo antiguo y lo moderno queda bien patente en cuanto se pone el pie en sus predios. Desde el primer minuto despuntan, allá a lo lejos, las torres de su pluscuamperfecta catedral. León es una capital pequeña, pero hermosa, y llamó desde antiguo la atención de los caminantes. En el siglo XII, el geógrafo árabe Edrisi escribió que en ella «se practica un comercio muy provechoso» y calificó a sus habitantes de «ahorradores y prudentes». Rafael M. de Labra, en 1881, dejó consignado que aquí «lo que a primera vista se advierte provoca de un modo indecible la curiosidad del viajero». Sorprende que no le dedique mayores atenciones Aymeric Picaud, que en el libro V del Codex Calixtinus sólo la cita de pasada. La integra, eso sí, en una tierra «llena de tesoros» y que «abunda en oro y plata, telas y fortísimos caballos, y es fértil en pan, vino, carne, pescado, leche y miel», por más que carezca de árboles y sus habitantes, a diferencia de lo que opinó Edrisi, le parezcan al monje francés «hombres malos y viciosos». Resulta llamativa esa elusión porque León ya era en aquella época, hablamos del siglo XII, una plaza importante en las peregrinaciones a Compostela, si bien aún se estaba empezando a levantar lo que pronto se convertiría uno de sus rasgos distintivos.
La catedral de León, la pulchra leonina, presume con justicia de una belleza deslumbrante. Su blanquísima mole se alza sobre los tejados de la vieja ciudad como un vigía que fiscalizara los pormenores del bullicio que se despliega a sus pies, y goza del privilegio de haber sido el primer monumento declarado como tal en España. Sus constructores se afanaron en levantar su planta persiguiendo una desmaterialización extrema del arte gótico, y en ese empeño acabaron por forjar la magia de un edificio que parece concebido como una mera coartada para la luz. Quienes insisten en asegurar que la Edad Media fue una etapa oscura de la historia, sometida a los rigores de un teocentrismo arisco y excluyente, o no han venido por aquí o no han querido ver lo que, con absoluta naturalidad, se despliega ante sus ojos. Todo en esta catedral es una fiesta para los sentidos, empezando por la suntuosa portada principal desde cuyo parteluz nos observa la serena Virgen Blanca y siguiendo por la amplitud de unas naves altas y acogedoras entre las que empieza a correr en primavera una brisa fresca que atempera los rigores de las temperaturas mesetarias. Pero, sobre todo, son dos elementos ajenos a la materia, la luz y el color, los que la atraviesan de punta a punta y le otorgan su valor y su sentido. Esta catedral no es para recogerse. Hay que recorrerla con atención y alegría, y a ser posible en momentos distintos a lo largo de la misma jornada, para admirar en lo que valen el talento y la imaginación de unos arquitectos y unos maestros de obra que dieron con la alquimia propiciatoria de ese milagro que consiste en conferir consistencia a lo etéreo.
Tanto apabulla esta catedral, tanto le reconcilia a uno con el mundo, que se sale de ella pensando que la ciudad poco más puede ofrecer. Y sin embargo, sólo hay que abandonarla y echar la vista al frente para encontrarse con el edificio que acoge la Fundación Sierra-Pambley, heredera directa de uno de los grandes legados que dejó el siglo pasado. Todo comenzó en el invierno de 1885, en la localidad de Villablino, donde los dominios leoneses empiezan a confundirse con los paisajes asturianos. Allí se reunieron los grandes adalides de la Institución Libre de Enseñanza —Francisco Giner de los Ríos, Manuel Bartolomé Cossío y Gumersindo de Azcárate— con Francisco Fernández-Blanco y Sierra-Pambley, y entre todos auspiciaron un organismo que iba a instaurar una educación pública y laica en aquellas tierras empobrecidas y sometidas a la voluntad de sus caciques. La Guerra Civil y la dictadura, otra vez el desarraigo, trajeron una depuración brutal y los frutos de aquella intensa labor docente no pudo recuperarse hasta la vuelta de la democracia. La casa que se alza frente a la catedral, levantada en 1848, acoge una biblioteca, un archivo y un museo que dan cuenta de aquel trabajo y mantienen una intensa actividad cultural. A su espalda, en lo que parece un anexo al propio edificio, reside el poeta Antonio Gamoneda. Ante las puertas de su vivienda —que está muy próxima a la librería Galatea y se integra en el meollo de lo que se viene conociendo como el Barrio Romántico o del Cid— pasamos en busca de otro de los grandes hitos históricos y artísticos de los que se vale esta ciudad para reforzar su autoestima maltrecha. La colegiata de San Isidoro no luce tanto como la catedral, pero impone en idéntica medida a quien se acerque a ella consciente del peso de su historia. Sus confortables penumbras románicas y el virtuosismo de los tímpanos que dan acceso a su iglesia esconden pequeñas maravillas en las que hay que reparar si uno está avisado, como los arcos lobulados del transepto, y grandes hallazgos que merecen por sí mismos el paseo hasta la gran plaza donde aguarda resplandeciente. Hay aquí un cáliz que donó doña Urraca y en el que algunos quieren ver el mismísimo Santo Grial. No es cuestión de ponernos a discutir dogmas de fe, pero sí hay que señalar que, de ser eso verdad, el recipiente donde se recogió la sangre de Jesús no merece restar protagonismo a una de las grandes joyas del Medievo peninsular. El Panteón de los Reyes, donde encontraron reposo eterno los monarcas leoneses, ocupa una estancia ubicada en una esquina del claustro que conecta con los pies del templo —hay una puerta, hoy cegada, que permitió durante siglos el acceso entre ambas estancias— y se dice de él que constituye, con todo merecimiento, la capilla sixtina del arte románico. No se sabe si hoy continúan en él los huesos reales, porque las tropas napoleónicas ocuparon el lugar y utilizaron la sala como cuadra, convirtiendo las sepulturas en abrevaderos para sus caballos, pero eso es lo de menos porque, como suele pasar, para percibir lo importante hay que apartarse del suelo y elevar la mirada. En sus soberbias bóvedas, decoradas con frescos francorrománicos por artistas que a buen seguro llegaron aquí atraídos por el auge de las rutas de peregrinación compostelanas, se extiende un fascinante despliegue iconográfico que viaja de los ciclos litúrgicos a los signos del zodiaco, pasando por el calendario agrícola. Cuesta apartar la vista de esas pinturas en las que uno o varios genios anónimos intentaron explicar la comunión entre lo humano y lo divino a través del vaivén del universo, y uno siente que el estremecimiento que le embarga en este lugar es hermano de aquel otro que sintió mientras paseaba por la catedral, porque si allí era la luz la que adquiría consistencia aquí son las piedras, y los trabajados pigmentos que manos expertas imprimieron en ellas, las que nos interpelan de manera directa y acuciante. Hay otra cuestión, y se verá que ya van muchas, que hace de esta colegiata de San Isidoro una parada imprescindible: en el año 1188, cuando Alfonso IX apenas acababa de sentarse en el trono, se convocó aquí a la Curia regia y se llamó también, por vez primera, a varios representantes electos de las ciudades con derecho a contar con voz y voto en los asuntos del Reino. Había que tratar la creación de nuevos impuestos que permitieran financiar las guerras contra Portugal y Castilla, y también negociar las contrapartidas que exigían unos ciudadanos que, además, pretendían regular los gastos de la corona. Aquel cónclave se ha reconocido como el primer ejemplo de parlamentarismo moderno en la historia de Europa occidental, y constituye un distintivo que la ciudad luce orgullosa.
Desde San Isidoro se llega en unos pocos pasos al nudo gordiano que conforman las plazas de San Marcelo y de Santo Domingo, casi contiguas de tan próximas. Están allí el esbelto Palacio de los Guzmanes, sede de la Diputación, y esa fortaleza modernista llamada Casa de los Botines que diseñó Antoni Gaudí, al que alguien ha inmortalizado en bronce para que tenga la oportunidad de observar por los siglos de los siglos su propia creación. Si, llegado a este punto, el viajero se interesa por la naturaleza de los edificios que le rodean, descubrirá que León no tiene uno ni dos ayuntamientos, sino tres, lo que quizá constituya un récord que habría que sumar a su inventario de peculiaridades. El actual se encuentra en la avenida de Ordoño II, la gran arteria que une la parte antigua con las orillas del Bernesga, y sus trazas discretas le permiten pasar inadvertido, como si se tratara de un edificio de oficinas más de cuantos se levantan en este núcleo comercial y financiero de la pequeña capital. El anterior, mucho más pizpireto, preside la encantadora plaza de San Marcelo y sólo acoge hoy unas pocas concejalías y algunas salas donde se desarrollan ceremonias de diversa condición. Es curioso que el tercero en discordia sea el más solemne y el que menos se aprovechó, hasta el punto de que jamás llegó a acoger las dependencias consistoriales propiamente dichas. Se levantó entre 1674 y 1677, cuando se reconstruyó la Plaza Mayor, sobre el solar que había ocupado la Casa de las Panaderías, y nunca ha tenido otra misión que la de oficiar de tribuna y balcón presidencial en los festejos populares, también durante los actos oficiales de competencia municipal que se celebraban a sus pies. Para llegar hasta él y contemplar su fachada barroca hay que internarse en el Barrio Húmedo y dejar que sea el azar, no la brújula ni el mapa, el que conduzca nuestros pasos por las callejuelas y los rincones que se suceden como en un embrujo divagatorio. Irán saliendo al encuentro, casi sin tiempo para asimilar el goce de los descubrimientos inesperados, la proverbial Casa de las Carnicerías o el señorial Palacio del Conde Luna, la iglesia de San Salvador de Palat del Rey —la más antigua de la ciudad— o la muy sugerente plaza del Grano, con su fuente alegórica en cuyo motivo central se dan la mano los dos niños que representan los dos ríos de cuyo acoplamiento nace la ciudad. En el número 10 de la calle Puerta Moneda, que está aquí al lado, fijó Victoriano Crémer la redacción de Espadaña en lo que eran ya los últimos suspiros de la revista. Huele toda esta parte de León a vino y pan de hogaza, y en sus rincones oscurecidos hallan cabida los besos de los amores recién estrenados, los fragores de la amistad más incondicional y todas las artes imaginables de la picaresca. Conviene extraviarse sin miedo y merodear desahuciando toda prisa hasta que sea otra vez la catedral la que, al aparecer de improviso al fondo de una calle estrecha y en penumbra, nos devuelva el rumbo con su imprevisto torrente de luz blanca.
Será entonces cuando podamos prestar atención a esa otra ciudad, el León burgués, que empezó a expandirse a finales del siglo XIX en torno a varias líneas maestras, una de ellas la inmensa Gran Vía de San Marcos, que cruza en diagonal un ensanche que quiere presentar un perfil ajedrecístico, aunque no siempre lo consiga, y que deja al viajero ante las puertas de lo que empezó siendo hospital de peregrinos y ha acabado convertido en parador de lujo. La majestuosidad del edificio, sin embargo, no permite olvidar los tramos más oscuros de su historia. Considerado uno de los primeros ejemplos del plateresco español, cumplió funciones de presidio cuando no había transcurrido mucho tiempo desde su construcción, y aunque a lo largo de su historia llegó a conocer varios usos, el penitenciario llegó a ser uno de los más recurrentes. Aquí padecieron cárcel, en épocas distintas y por motivos distantes, Francisco de Quevedo y Leopoldo Panero. Fue campo de concentración en el transcurso de la Guerra Civil, ese gran desarraigo nuestro, y a su término se convirtió en uno de los centros represivos más tristemente famosos, también uno de los más saturados, de la España franquista. Dicen que llegaron a hacinarse en su interior 6.700 reclusos. La gran mayoría no volvió a ver la luz del sol.
A algunos de esos presos los veía desfilar el pequeño Antonio Gamoneda desde las ventanas de la que fue su primera casa en la ciudad. Estaba en un modesto inmueble de ladrillo rojo, planta y piso, que llevaba el número 1 de cuantos se alineaban en la antigua carretera de Zamora —al otro lado del río según se cruza el llamado puente romano, que en realidad data del siglo XVIII— y que hace hoy el 6 de la avenida del Doctor Fleming. «Sucedían cuerdas de prisioneros; hombres cargados de silencio y mantas […]. Cruzaban bajo mis balcones y yo bajaba hasta los hierros, cuyo frío no cesará en mi rostro. En largas cintas eran llevados a los puentes y ellos sentían la humedad del río antes de entrar en la tiniebla de San Marcos, en los tristes depósitos de mi ciudad avergonzada.» El Bernesga, mucho más acogedor ahora que entonces, acoge en sus orillas agradables paseos por los que el viajero puede ir despidiéndose paulatinamente de la pequeña capital arrinconada, ahora que va llegando la hora de emprender el camino hacia otras latitudes. León, que se ha acostumbrado a defenderse sola de los continuos ostracismos, no lo echará en falta, aunque lo recibirá con su hospitalidad acostumbrada si tiene a bien regresar algún día. Guzmán el Bueno preside la glorieta por la que se entra y se sale del meollo urbano. El imaginario popular ha querido poner en boca de la escultura que, en singular escorzo, representa al noble leonés —que fue señor de Sanlúcar de Barrameda y fundador de la casa de Medina Sidonia— una frase lapidaria que resume bien esta asunción total del desarraigo, la certeza de que nadie de fuera va a regalarle a la ciudad lo que la ciudad no sepa buscarse por sí misma: «Si no te gusta León, por allí está la estación.»
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: