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Capitán Conrad

Cuando Lara Sánchez, responsable y motor de la asociación “Soy de la Cuesta” me encargó el comisariado del Centenario de la muerte de Conrad pensé que Moyano, un barco que resiste sin hundirse desde hace casi cien años a pesar de navegar entre puntas de icebergs, era el escenario idóneo para recordar al viejo capitán en uno de los hechos más significativos de su memoria y su literatura alegórica, convertido con el paso del tiempo en símbolo de nuestra época: el Titanic.

La Cuesta de Moyano se remonta a 1925, cuando el Ayuntamiento de Madrid instauró a los primeros libreros agrupados en la verja del Jardín Botánico en la calle de Claudio Moyano. Su paseo hormigonado, frente a 29 casetas de libros con sus tableros en la calle y sus sombrillas, ha llevado a muchos a definirla como “la playa de Madrid”. Por eso me pareció apropiado recordar al capitán Conrad aquí, en Moyano, esta playa de los libros perdidos, así como a los barcos que se hunden porque no son barcos honrados, y también a los que se pudren en tierra, porque el destino de barcos, libros y hombres es navegar.

Conrad, conmocionado como todo contemporáneo con el hundimiento del Titanic, escribió un magnífico y duro texto sobre los acontecimientos desde su lucidez de capitán y de novelista, convergiendo ambos campos en este desconocido y singular texto, publicado en español por la editorial Gadir. Casi cien años después, otro capitán y novelista, Arturo Pérez-Reverte, completó aquella mirada con un texto titulado: “Sobre barcos honrados”.

"Valiente, concreto, con un control absoluto en la arquitectura narrativa"

Nos precedió en la celebración de este centenario el periodista Jesús Calero, estudioso de la arqueología subacuática y los barcos con historia, dedicando el pasado mes de abril, que es el mes del libro, un magnífico suplemento especial a Joseph Conrad. Lo justificaba, literariamente, de esta manera: “Hacen falta más de cien años para saber si un hombre ha muerto”. Este centenario confirma que Conrad sigue más vivo que nunca.

En cuanto a los libros, que son la mejor manera de recordar a un escritor, nos traen una novedad: la editorial Zenda Edhasa, que tengo el privilegio de codirigir, se une a esta memoria y esta celebración publicando por primera vez de manera independente, en un solo volumen, la novela corta de Conrad titulada Juventud, y lo hace en una cuidada edición bilingüe ilustrada por Augusto Ferrer-Dalmau. En el prólogo, Arturo Pérez-Reverte describe a Conrad (en conversación con el desaparecido escritor Javier Marías) como “inagotable, más grande a cada relectura; y eso nos parecía curioso, al reconocer ambos que en la obra extraordinaria del marino polaco venían a converger, desde lugares casi opuestos, su admiración y la mía, con formas tan diferentes de contar y contarnos”.

Capitán Conrad

Joseph Conrad, niño huérfano, aprendió desde pequeño que la capacidad de observación era el privilegio de los solitarios y dedicó su vida a adiestrarla. Los viajes y el mar potenciaron esa mirada y las lecturas le dieron sentido. Todo lo demás, su genio, su talento, su brillo como creador, se desarrollaron bajo la costra de una voluntad poderosísima por ser quien quería ser, corrigiendo sin descanso las modificaciones de deriva y abatimiento de la vida con absoluta precisión marinera.

"Cuando se rescataron del fondo del océano los restos del Titanic, apareció un violín de factura alemana que perteneció a Wallace Hartley"

Valiente, concreto, con un control absoluto en la arquitectura narrativa, Conrad escribe sobre la quietud cuando aún es un escritor en movimiento y sobre la acción cuando echa definitivamente el ancla en tierra firme. El ingente caudal emocional y narrativo del escritor se desborda en cada página, en tonalidades singulares de su léxico único, gestado en milagroso equilibrio ente el exceso oriental y el pragmatismo anglosajón. Porque, en efecto, Conrad construyó su vida. No le vino dada, como a otros; nada se le regaló: era marinero procedente de un país sin apenas costa, expatriado y francés de primera elección, y finalmente británico por decantación, cuando ya no se sabía dónde estaba su propio país de origen (Polonia aparecía y desaparecía del mapa según los bandazos políticos); escritor, en fin, cuando su vida estaba ya encauzada en el mar, siempre a contracorriente, sufriendo al tratar de vencer las innumerables dificultades que el entorno le imponía para cumplir con lo que se había propuesto. De ahí, diríase, devienen sus muchas inseguridades, sus interminables enfermedades, somatizaciones de inquietudes nerviosas, su susceptibilidad ante lo correcto de las decisiones que va tomando, su necesidad de demostrarlo siempre todo. Sus novelas son, como apunta Reverte, complejas arquitecturas, largamente postergadas a veces, trabajadísimas, porque al fin y al cabo escribe en un idioma no materno, y los británicos, como es sabido, utilizan el inglés no sólo para comunicarse, sino para demostrar a qué clase social se pertenece. Conrad había nacido en Berdizcew o Berdichev, en la —hoy— Ucrania occidental. La ciudad, polaca desde el siglo XVI, pasa a control ruso en 1795, hasta 1919, cuando con el tratado de Versalles le es devuelta su independencia. Como curiosidad o azar literario, se trata de la ciudad donde Balzac se casó con la condesa Hanska. Sin embargo, Conrad (Józef Teodor Konrad Korzeniowski en su partida de nacimiento) apenas vive allí, ya que sus padres la abandonan cuando él es muy niño. De hecho, la movilidad continua de los padres —objetores políticos— y su muerte temprana, hicieron del niño Conrad un desarraigado, a cargo primero de su abuela y un tutor, y luego de un tío materno. Por fin, a los diecisiete años, consigue, en contra de la opinión familiar, que lo manden a Marsella para hacerse marino, que era su obsesión. El mar acoge maternalmente a los expatriados o a los que no tienen muy claro de dónde son.

 

Un violín en el mar

Muchos investigadores del «caso Titanic» se inclinan a favor de este supuesto: la orquesta tocó hasta los minutos previos a que el mar engullera de manera definitiva la embarcación, afirmando varios testigos que su última pieza fue «Nearer, My God, to Thee» («Más cerca, mi Dios, de Ti»).

Cuando se rescataron del fondo del océano los restos del Titanic, apareció un violín de factura alemana que perteneció a Wallace Hartley, músico que viajaba con su banda en el momento del naufragio. Es por ello que el programa musical del centenario del capitán Conrad en la Cuesta de Moyano giró en torno a este instrumento. El violín de Hartley, que fallecería junto a sus colegas y más de mil quinientos pasajeros, fue hallado, según se informó, «dentro de un estuche y atado a su propietario, diez días después de la tragedia». Era un presente de amor: en el cordal del instrumento existe una placa con «una inscripción en la que se desvela que se trató de un regalo a Hartley de su prometida, Maria Robinson, en 1910».

El texto reza: «For Wallace, on the ocasión of our engagement, from Maria» («Para Wallace, con motivo de nuestro compromiso, de Maria»). Destrozada por el suceso, Maria nunca contrajo matrimonio.

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Oscar Bedogni
Oscar Bedogni
3 meses hace

Interesante y apasionante artículo (cono todos los que nos regala María José) sobre un interesante y apasionante escritor como lo fue (y lo sigue siendo) Conrad. Tengo en mi biblioteca 9 obras suyas (2 de ellas tanto en traducciones como en su idioma original, inglés) todas ya leídas pero he decidido (ahora) volver a re(leerlas) anteponiéndolas a otros libros que aguardaràn. Saludos

Belen
3 meses hace

Un artículo realmente magnífico. El paralelismo me ha sorprendido para bien.

J.Aguirre
J.Aguirre
3 meses hace

Una delicia de artículo. Conrad lo es todo. La mar ya es Conrad desde la orilla de las primeras lecturas …