Nadie me veía. No lo había apostado con nadie. Apenas dos personas sabían que iría por allí. Podría haberme vuelto en cualquier momento, cambiar de ruta. Pero no cedí. Subí con más paciencia que empeño esa primera cuesta que sale de la pequeña ciudad costera a primera hora, con más luz que calor, distraído, mirando naranjos, veredas hacia villas ocultas, palmeras polvorientas. Apenas levantaba la mirada de la rueda delantera. Sólo quería hacerme con el día, olvidarme de ese airecillo incómodo que se me venía encima por oleadas. “Pasará, no hagas caso”.
Evitaba trozos de una maceta rota, una liebre atropellada, arbustos que invadían el arcén, saludaba con un leve gesto a los ciclistas que venían en sentido contrario como para sentirme de una cofradía a la que no pertenezco, y no sólo porque no tengo esas bicis tan leves como una pluma, esos trajes tan llamativos y tan profesionales. Sí que llevaba casco y una bici de medio terreno (prestados) pero mis zapatillas de 14.95 euros compradas en un chino, un bañador que me venía grande (de un amigo) y una mochila demasiado grande me delataban.
Fui ganando distancia y altura más por rutina que por esfuerzo. Intentaba sentirme bien, que el esfuerzo no menguara la ilusión. Alcancé el primer cruce. Tendría que decidirme en breve si repetía el paseo del día anterior o me adentraba por otra carretera, sin arcén, con cuestas más exigentes, solitaria.
Y por allí fui, algo inquieto por un aire que ya no era tan débil. Venía de poniente y llegaba a oleadas. Cuando crucé por debajo de un puente el calor no tuvo piedad. Menos aún luego el viento. ¿Cómo podía ser? Nadie me había comentado nada. De dónde salía esa furia. Apenas podía avanzar. Jamás me había enfrentado a una situación así. Me podía.
Algunas furgonetas se empeñaban en adelantarme demasiado cerca, casi me expulsaban fuera de la estrecha carretera de tercera. Arbustos, piedras. Estaba en sus manos. En realidad me había apoderado del carril. Intuía las caras de fastidio de los conductores cuando tenían que esperar a que pudieran adelantarme.
Apenas sudaba: el viento secaba el sudor al instante. Y no cesaba. A veces venía hacía mí de cara, otras desde el costado izquierdo. “He de llegar hasta Villablanca, deben quedar cuatro kilómetros, no puedes regresar como un…, apenas son las diez y media, esto tiene que acabar, no puede seguir soplando de este modo, para qué continuar, es ridículo. Es ridículo pero también es inhumano. No puedo, no puedo, tengo que aceptarlo. Vamos venga, un poco más, tienes que seguir. Prefiero el calor al viento. No puedo quejarme, estoy aquí porque quiero. El agua, otra vez se me ha olvidado el agua. Otra razón más para llegar hasta Villablanca, ya no debe quedar mucho. Seguro que la veo desde allí, sí, me suena que luego venía un tramo bastante llano. Es increíble que tenga que pedalear hasta en cuesta abajo, no tengo ni un respiro pero venga, vamos, uno, dos, tres, cuatro… Pero qué estoy haciendo. Esto no sirve para nada. Ya casi, seguro que si cuento cien pedaladas, ciento veinte, llego a la cima. A ver si acierto, uno, dos, tres, cuatro…”.
Sí, desde esa pequeña cima se veían unas casas blancas a dos kilómetros, esparcidas por un horizonte que se me antojó alegre, familiar. Limpias, encaladas. Hasta brillantes. “Ya estás cerca, no puedes flaquear. Si no llegas hasta allí es como si no hubieras hecho nada”. Seguí frente al viento, a pesar del viento, con la pierna derecha dolorida, cambié de postura en el sillín, me apoyé más en el lado izquierdo, ya no me preocupaban los coches, los camiones, las motos. No sé si me adelantaban o si pedaleaba solo por una carretera olvidada, me dolían las manos. Pero llegué. No sonreí cuando dejé atrás el cartel metálico con el nombre del pequeño pueblecillo. Al menos por esa calle no había viento. Para entonces ya no sabía qué me dolía más, si la pierna derecha o las manos.
Atravesé en silencio la silenciosa Villablanca. Dudé en pararme, en descansar, busqué una fuente pero no vi ninguna. “Tienes que seguir, ya has conseguido el primer objetivo, seguro que ahora ya no soplará tanto el viento, venga, sigue un poco más, si aparece una cuesta te das la vuelta y ya está, hoy es imposible”.
Llegué sin aliento al pueblo siguiente, unos 10 kilómetros más. San Silvestre. Allí sí que me senté. Bueno, me derrumbé. En una silla de plástico, junto a una mesa, sin quitarme el casco, ni los guantes. Cerca unos hombres jubilados de visera reían ante cafés, luego se callaban, miraban el cielo y comentaban el viento del día.
Un rato después volví, poco a poco, en mí. Regresé a casa en mucho menos tiempo, una hora. Me dejé caer en la piscina. Nadé sin ganas cuatro o cinco largos. Me sequé y me eché sobre un sofá. Pensé que no era ningún héroe, que para qué tanto esfuerzo. Que si me hubiera quedado en casa leyendo y nadando no estaría así. Para qué todo. Para qué. Eso, para qué.
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