Carlos Fortea (Madrid, 1963) es escritor, traductor y profesor, aunque sospecho que estas actividades tienen en él una importancia pareja, y que se alimentan las unas de las otras hasta crear, tal vez, una única realidad. Acaba de recibir el Premio Nacional por su traducción del alemán de Los Effinger, de Gabriele Tergit (Libros del Asteroide).
Poco antes de El aviador publicó el ensayo Un papel en el mundo. El lugar de los escritores (Trama Editorial).
En la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, donde Carlos Fortea imparte clases, pude hablar con él, sobre temas tan interesantes como la traducción, la escritura, la lectura y nuestro mundo actual.
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—¿Qué es más difícil, escribir o traducir?
—Yo no hablaría de dificultad. Son cosas diferentes. La escritura tiene el problema inevitable de la página en blanco, de no tener partitura, mientras que en la traducción siempre tienes una partitura, no te vas a perder nunca, no te vas a quedar quieto nunca, no te vas a secar nunca. Y eso es una ventaja. Lo que ocurre es que requiere habilidades distintas. Cuando estoy traduciendo mi preocupación mayor es la creación de lenguaje, y cuando estoy escribiendo mi preocupación está compartida entre la creación del lenguaje y la creación de una historia. Yo soy además un narrador de la escuela de contar historias, lo que realmente me interesa es contar. Son cosas diferentes, que se influyen mutuamente, por supuesto.
—¿Qué le ha aportado traducir a su escritura?
—Una de las cosas que la traducción me ha aportado a mi propia escritura es la precisión. Los traductores estamos acostumbrados a buscar el término exacto, a tener que buscar siempre la expresión más adecuada para lo que queremos decir. Y eso se convierte en un entrenamiento, en una escuela utilísima cuando vas a escribir. Cuando vas a escribir no te conformas con el primer término que te viene, sino con el que realmente estás necesitando para contar lo que quieres contar.
—¿Y le gusta más una cosa u otra?
—Es una buena pregunta. Yo disfruto muchísimo haciendo las dos cosas. Disfruto muchísimo traduciendo: para mí traducir se ha vuelto como una segunda naturaleza; no concibo no traducir. Muchas veces cuando vuelvo de viaje el momento de sentarme ante el ordenador para traducir es un momento gozoso. Me apetece volver a traducir. Y la escritura tiene la satisfacción enorme de la creación, esa especie de euforia que acompaña cuando estás escribiendo. Yo no entiendo a los colegas que dicen que sufren mucho escribiendo, algo que seguramente ocurre. Pero yo si sufriera creo que no me saldría nada. A mí me causa un placer enorme el dejar correr la imaginación, el perseguir a los personajes.
—¿Cómo es ese “perseguir a los personajes”?
—Siempre digo que los personajes los echas a andar y luego los persigues. Vas viendo qué van haciendo, porque realmente son los que mandan. Yo no tengo la sensación de guiarlos sino de que les sigo la pista. Y es una sensación muy placentera, de alguna manera equiparable a la lectura: yo estoy escribiendo y estoy viendo a ver qué pasa, con esa misma emoción del lector infantil de querer saber más.
—Usted es como el primer lector, como si se leyera a sí mismo.
—En efecto, y con la sorpresa de que te lees a ti mismo y no sabes lo que vas a escribir. Estás escribiendo y estás siendo objeto de un desdoblamiento en el que lees lo que va escribiendo una persona que eres tú pero que no sabes lo que va a decir. Y eso a mí me resulta muy grato, muy estimulante. Entiendo bien cuando la gente dice que esto es una forma de indagación, porque efectivamente lo es en la misma medida en que no sabes a dónde vas. Y por tanto llegas a sitios que no esperabas llegar.
—Quizá la siguiente pregunta sea un poco ociosa, porque lo realmente importante es eso, lo que acaba de decir, a mi modo de ver, pero le quería preguntar: ¿está bien valorada la escritura por la sociedad?
—No. Es una pregunta especialmente atinada para mis preocupaciones habituales, porque yo tengo la sensación de que a lo largo de lo que ha sido mi vida, mi trayectoria de lector, he pasado de un mundo en el que la escritura tenía un prestigio muy grande a un mundo en el que la escritura no tiene ese prestigio. Ahora mismo el prestigio de la escritura es un prestigio reflejo que tiene mucho que ver con sus ventas, un prestigio que acompaña al que tiene un éxito comercial, pero no acompaña al que tiene una preocupación fundamentalmente literaria. Ese autor fundamentalmente literario no tiene el mismo prestigio que tenía antaño, sino que se le mira incluso con cierta displicencia, como diciendo: “Este señor… ¡qué cosas más raras se le ocurren! Está siempre embebido en un tipo de texto que no va a leer nadie, o que sólo le interesa a él.”
—¿Ha habido un cambio?
—Eso antaño era respetado, y ahora no. En un texto que he escrito recientemente comento que para mí es un punto de inflexión clarísimo el primer año en el que El País no le dedicó apenas atención a la concesión del Premio Nobel de Literatura. Eso fue para mí un shock; antes todos los años eran páginas en la sección de Cultura, y de repente el 9 de diciembre había un discurso del Nobel que no obtuvo ningún eco, cuando todos los años anteriores había sido objeto de una página entera. A mí eso me pareció un punto de inflexión tremendo, que luego se ha seguido con otras cosas.
—¿Por ejemplo?
—Después se ha abundado en ese desprestigio, en esa pérdida del interés, que se ha visto acompañada de lo que se ha llamado la crisis de la figura del intelectual, que a mí siempre me ha parecido que era un término erróneo, que era un término que se aplicaba a personas que no eran propiamente intelectuales, sino creadores que opinaban en público, que es una cosa distinta. Y creo que todo eso ha venidojunto. También me pregunto, aunque no lo sé con seguridad, si esto está desigualmente repartido.
—¿Podría explicarlo?
—Tengo la sensación de que hay países donde la literatura conserva su prestigio. Por ejemplo, en América Latina esto es muy visible cuando haces cualquier visita allí. En América Latina la literatura sigue teniendo un prestigio muy alto que en España ha descendido mucho. En otros países de Europa me pregunto si no estamos en situación más pareja, o si en ellos la literatura conserva un poco más de prestigio que aquí. No lo sé. Eso ya es especulación.
—¿Y está bien valorada la traducción?
—No, en absoluto; la traducción todavía menos, porque la traducción en alguna medida es el pariente pobre de la literatura, en la medida en que la gente no acaba de darse cuenta de que la traducción es un género literario. Esto es algo que yo llevo años discutiendo. Nosotros no somos meros instrumentos que trasladamos una lengua a otra para que sea accesible, sino que estamos escribiendo un texto nuevo. Un libro traducido es un segundo original; esto no es una manera de hablar, es que es inevitablemente así.
—¿Podría explicarlo más, por favor?
—Tú estás produciendo, generando un texto que viene de una cultura que tú reproduces hasta donde es posible reproducirla en otra lengua, un mundo de pensamientos que se convierte en otro mundo de pensamientos, una melodía musical de las palabras que se cambia por otra, que es lo más parecido que tú puedas encontrar pero que es otra. Y eso es algo de lo que el lector no es consciente habitualmente. Hemos mejorado mucho, porque la traducción ha tenido épocas de muchísima mayor ignorancia que ahora. Yo diría que hemos mejorado muchísimo, pero estamos todavía muy lejos de que esto se tenga en cuenta, debidamente.
—¿Por qué cree que le han dado el Premio Nacional a la mejor traducción?
—Esto habría que preguntárselo al jurado. Supongo que habrán apreciado una cierta destreza en el trabajo, y una cierta capacidad literaria también, porque insisto que esto para mí es una creación. Este premio lo puedes obtener en cualquier momento porque es un premio a un libro, a una traducción concreta. Pero cuando lo obtienes a una edad como lo mía, con una trayectoria larga tampoco puedes evitar pensar que de alguna manera es un poco el resultado de un montón de años, el resultado de pulir tus herramientas en el trabajo, de haber sido capaz de mejorar lo que venías haciendo.
—Aunque haya un premio Nacional a la trayectoria de un traductor, en su caso se podría interpretar así.
—En alguna medida sí, no porque sea la intención del jurado, sino porque en la práctica es el resultado de muchos años de trabajar. Yo estoy seguro de que no traduzco igual a cómo traducía antes. En este momento tal vez haya llegado a un punto de decantación lo bastante bueno.
—¿Por qué esta traducción en concreto es especial?
—Es especial porque el libro es muy bueno. Yo tengo muy claro, y en eso tenemos que ser muy humildes, que una buena traducción es imposible sin un buen libro; hacer una buena traducción de un libro malo es un milagro, no ocurre. Los Effingeres un libro fabuloso, es una novela muy bien escrita, muy original, muy audaz para los años en que fue escrita.
—¿Por qué?
—Técnicamente el autor ha empleado mecanismos narrativos que en aquel momento tampoco eran tan habituales como se han vuelto después. Y además es una obra de imaginación de muchísima riqueza. Yo disfruté muchísimo escribiéndola… fíjate cómo se me escapa la palabra escribir, y no es casualidad. Disfruté muchísimo traduciéndola porque estaba disfrutando mucho al leerla. Para mí traducir es una forma de leer, la más íntima que existe, y me lo estaba pasando muy bien; estaba teniendo todo el tiempo el disfrute de una obra literaria de alta calidad. Yo creo que eso es lo fundamental que esta novela tiene. Es más del cincuenta por ciento del mérito del premio.
—Tengo entendido que el alemán es una lengua difícil.
—Es una lengua complicada, eso me dicen. Yo no lo puedo valorar porque llevo muchos años trabajando con ella. Porque la razón por la que a la gente le parece difícil yo la veo su principal ventaja. La gente suele decir que es una lengua muy reglamentada, y es verdad. Y aprender los reglamentos, digamos, es difícil. Pero tiene la contrapartida de que una vez que la conoces, como es muy reglamentada no te depara sorpresas, como ocurre con el inglés, que está lleno de excepciones, que está lleno de cosas que no tienen una explicación: “¿Por qué se dice esto así? Porque se dice así.” En alemán esto es imposible; si preguntas eso te responden: “Porque responde a tal regla.”
—El alemán es una lengua muy distinta entonces.
—En ese sentido el alemán es una lengua que una vez adquirida, y por supuesto nunca se termina de adquirir, te da seguridad, te puedes fiar de ella, sabes que no se va a salir de un cauce muy predeterminado. En ese sentido se trabaja muy bien con ella. Aparte de que es una lengua que cuando llevas mucho tiempo trabajando con ella, le descubres cosas que el tópico habitual no se las da. Por ejemplo, para mí el alemán es una lengua muy musical. La gente dice: “Pero si es una lengua muy dura.” Yo creo que no, yo creo que es una lengua muy melodiosa.
—¿Cómo aprendió alemán?
—Pues originariamente de manera un poco azarosa. Yo empecé a estudiar alemán en el instituto de secundaria. No tenía en aquel momento ninguna intención muy establecida con él. Mi caso no es como el de otros que empezaron de niños, o que fueronal Colegio Alemán… Yo empecé a estudiar alemán como una asignatura más del instituto. Tuve la fortuna de que tuve unas circunstancias en aquel momento que yo no sabía, y es que estábamos en clase dos, con lo que, claro, teníamos unas posibilidades de aprender mucho mayores que las que tienen un grupo grande, con una profesora nativa, Ana Teresa García Stoetter, de la que tengo un recuerdo fabuloso.
—¿Esto le dio nuevas oportunidades?
—A su vez me permitió tener una beca en Alemania cuando tenía 17 años, una primera salida al extranjero, y primera oportunidad de practicar la lengua. Precisamente esto fue lo que me dio la idea de la traducción. En aquel momento, en aquel viaje, fue cuando yo pensé: “Esto podría ser una manera de ganarse la vida, de dedicación.” También porque yo en aquel momento tenía muy claro que quería escribir y tenía la idea, equivocada, de que la traducción era una forma para-literaria de ganarse la vida. Es decir, yo pensaba que era una forma para ganarse la vida relacionada con la literatura, para poder escribir.
—¿Y acertó?
—Fue un error muy grande, porque yo entonces no sabía que la traducción es un género de creación y porque no sabía hasta qué punto la traducción me iba a absorber. Cuando yo empecé a traducir me encontré con que después de pasarme el día intentando estar a la altura de gente muy importante, cuando me ponía a escribir por la tarde mis propias cosas no me salía nada. Tenía una sensación de disminución de nivel dramática, cuando empezaba a escribir yo. Y eso me tuvo muchos años sin escribir, hasta que fui capaz de metabolizar, digamos, una doble personalidad, y escribir autónomamente de manera separada de la traducción, buscando otra manera.
—Hay algo que llama mucho la atención de la sociedad actual, y es que muchísima gente quiere ser escritor. ¿A qué cree que responde esto?
—Yo creo que responde mayormente a una idea equivocada de la literatura. Creo que mucha gente quiere ser escritor porque ve en televisión a los cuatro escritores que aparecen, y creen que es una forma de ser, como se decía en mi juventud, rico y famoso, y eso no es verdad en un ochenta por ciento de los casos. Es decir, hay mucha gente que quiere ser J.K. Rowling. Luego es verdad que hay mucha otra gente que tiene una vocación muy nítida, como siempre la ha habido, pero creo que ésta es una época de mucha espuma. Creo que muchísima gente tiene una idea equivocada de dónde quiere ir a parar. Con todos los respetos, pero es lo que pienso.
—¿Es tan maravilloso ser escritor?
—Si de verdad escribir es lo que te gusta, claro que es tan maravilloso. Dígame si en una circunstancia como la que tenemos, donde no se te presta atención, donde cuesta muchísimo trabajo llegar a publicar, donde cuando publicas lo haces en un mercado tan saturado que los libros estén en las librerías ya es difícil, que los libros se vendan ya es milagroso. ¿Qué otra compensación tendría si no fuera maravilloso en sí mismo? Yo desde luego la literatura la encuentro “autocompensatoria”.
—¿Cree que se lee poco en España, ahora?
—Se lee menos de lo que dicen las estadísticas. Es decir, las estadísticas dicen que tenemos un incremento constante, que estamos, creo recordar, en un 62 por ciento de lectores, pero estoy convencido de que hay un porcentaje de esos lectores que leen muy poco, que leen un libro al año, dos… y que por tanto el lector intensivo, el lector que dedica gran parte de su tiempo cotidiano a leer numéricamente hablando es muy inferior. Creo.
—Sin embargo, llama la atención que la Feria del Libro de Madrid vende mucho e, incluso, parece, que cada año más.
—Sí, afortunadamente sí. Yo no niego la realidad de ese acontecimiento, pero también he visto en la Feria del Libro año tras año cómo hay fenómenos editoriales que no son propiamente lo que llamamos “lectura”. Si de repente un año determinado un personaje muy mediático publica un libro y ese libro vende cien mil ejemplares, la venta media de libros ha subido cien mil ejemplares. Pero realmente es un libro bengala, es un libro que aparece y desaparece, y no deja ningún tipo de huella. Muchos de esos lectores son lectores de ese libro y de ninguno más. Eso es un fenómeno que también creo que se está produciendo.
—Da la sensación a veces de que no hay tantos lectores en España como visitantes en la Feria del Libro.
— (Ríe) Lo que no sabemos es si hay tantos lectores como tantos libros se publican. Al año se publican decenas de miles de títulos, y uno se pregunta quién los lee. Pero es evidente que alguien los leerá. Las editoriales también son un negocio, no publicarían los libros si no tuvieran una expectativa de venderlos.
—El último libro que ha publicado es su ensayo sobre los escritores…
—El último es la novela El aviador, pero este mismo año de El aviador he publicado un ensayo que se titula Un papel en el mundo, que se subtitula El lugar de los escritores, y que aborda un poco lo que estábamos comentando antes, la cuestión del lugar que la sociedad reserva actualmente a los escritores, y de alguna manera también la evolución de ese lugar a lo largo de la historia. Menciono un poco cómo hemos llegado hasta aquí, desde cuando empezamos siendo narradores orales que la gente quería oír. Y esto es un elemento que me parece muy importante resaltar. Nosotros no somos gente que quiere que la lean, sino que somos gente que responde a la expectativa de la necesidad del ser humano por oír historias, o por oír la belleza de la lírica, o por asistir a un conflicto dramático, o por pensar por escrito, o especular por escrito… Eso son necesidades humanas básicas; han existido siempre. Entonces la profesión de escritor da respuesta a eso. El narrador oral en la hoguera es el que está respondiendo a la necesidad de la gente de escuchar esa historia con la que se identifica, y es esa gente que escucha la que le da valor, la que le da unas monedas para que lo cuente. Después cuando se empieza a poner por escrito, lo compra, lo guarda, lo conserva. El fenómeno de conservar los libros es un fenómeno interesante en sí mismo. Uno conserva lo que tiene valor, y no lo que no lo tiene.
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Fotos del artículo: Eduardo Martínez Rico
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