El actor de Rita y que pone voz a Carlos Alcántara en la serie Cuéntame cómo pasó, repasa su trayectoria y cuáles son los retos de un intérprete.
Las vocaciones nacen de un lento deshojar de aficiones, pausadas inquisiciones y demoradas búsquedas, o, por todo lo contrario, de un alumbramiento repentino, una caída de caballo. Carlos Hipólito tuvo un descubrimiento temprano con las tablas y desde entonces lo suyo con el escenario más que un romance veraniego ha sido un largo enamoramiento. El primer recuerdo que tiene de un espectáculo no es de una película, sino de una representación teatral. Fue El cochecito leré, una obra de teatro para niños escrita por Ricardo López Aranda y Ángel Fernández Montesinos. «Me dejó una huella imborrable, ya se ve hasta qué punto. Entré de la mano de mi madre. Estábamos en las filas de delante. Se apagaron las luces e hicimos el último tramo del recorrido del patio de butacas en la oscuridad. Me acuerdo de ir agarrado a ella y que, de repente, se levantó el telón. Entonces apareció un mundo nuevo. Me quedé hipnotizado. Es una vivencia que mantengo viva como si hubiera sucedido ayer. Esa fascinación que me produjo no me ha abandonado nunca. Cada vez que voy a ver una obra de teatro, en el momento en que se apagan las luces, siempre, de alguna manera, me produce una impresión parecida.
—Ojalá alguien que venga a verme alguna vez se marchara con un recuerdo como el que yo guardo de aquel día. Yo salgo al escenario porque me apasiona. Voy a disfrutar. La razón fundamental por la que sigo en él es para intentar que alguien, al verme trabajar, pensando en lo que digo y sintiendo conmigo, separe la espalda del respaldo y diga: «Eso me ha pasado a mí», «ese sentimiento sé lo que es». O sea, comunicarme emocionalmente con la gente. Es la razón básica por la que subo a escena.
—Fue su madre la responsable de que haya terminado siendo actor.
—En mi casa se respiraba el teatro de toda la vida. Nadie había nacido con ninguna vinculación con él, pero el teatro resultaba muy importante cuando yo era pequeño. Es misterioso. Soy el pequeño de cuatro hermanos varones. Luego, en mi familia, estaba mi padre y mi madre, como representante del sexo femenino, pero en mi casa, con tantos hombres, jamás hemos visto un partido de fútbol. Sin embargo, todos éramos aficionados al teatro. En casa se cenaba rápido para sentarnos a ver Estudio 1 y la obra de teatro que emitía. Eran unos repartos y unas obras impresionantes. Textos de Shakespeare, Miller… Se respiraba el teatro. Mi madre me llevaba a todas las piezas infantiles y luego, poco a poco, a funciones para adultos. Cuando cumplí quince años, pedí de regalo ir al Teatro Español para ver un montaje de Otelo. Recuerdo los actores: Carol Ballesteros, José María Prada y Lola Cardona. Mi madre consiguió entradas en la primera fila del patio de butacas. En este teatro luego he hecho ocho montajes y cada vez que salía a escena echaba una mirada furtiva a la fila 1 para ver quién estaba sentado allí.
—¿El teatro debería formar parte de la educación?
—Sí. Crea afición y siempre es enriquecedor. Los padres deben inculcar el gusto por el teatro. Aunque existe más gente aficionada a él de lo que se cree. Si el teatro fuera una disciplina integrada en la educación sería estupendo, porque tiene muchas virtudes, aparte de alimentar el alma y ayudar a reflexionar. También tiene algo de liberador a la hora de hacerlo. Si en los colegios se trabajaran materias con teatro sería bueno para los alumnos y su aprendizaje.
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Carlos Hipólito se ha ido fraguando un prestigio y un mérito con obras de distinta envergadura y peso como Arte, de Yasmina Reza, El método Grönholm, de Jordi Galcerán, y Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, unos textos que navegan por diferentes aguas interpretativas y que le han convertido en uno de los rostros más reconocibles de nuestras escenas y, también, uno de los más apreciados por los espectadores, que son los críticos más implacables y severos.
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—¿Cuándo sintió que nacía su vocación?
—La vocación siempre me ha buscado. De pequeño hacía teatro con muñecos. Me ponía ahí, y con el guiñol me inventaba historias. Lo hacía con mis primos, con los que he compartido juegos de infancia. Nos pasábamos los fines de semana ensayando para hacer el domingo la representación. No sé si les gustaba, pero lo hacíamos. Pero cuando realmente empecé a estudiar teatro fue con William Leyton, Miguel Narros y José Carlos Plaza. Entonces sentí que me gustaba mucho. Las primeras veces que pisé el escenario de manera profesional fue cuando el bicho, como decimos, me picó muy fuerte.
—¿Qué sucedió?
—La magia es una palabra vinculada al teatro. Y es verdad. La primera vez que tuve que ir todos los días de manera profesional, y que tuve una función o dos cada tarde, fue con una obra de Federico García Lorca, Así que pasen cinco años, que montó Miguel Narros en 1978. Aquel montaje fue el último que se hizo en el Teatro Eslava antes de convertirse en una discoteca. En aquellas funciones me sentí lleno de teatro, que mandaba en las pausas… sentí que era dueño de aquello, que había cogido al público y me lo había metido en el bolsillo. En ese momento tuve claro que aquello era lo mío.
—Y abandonó arquitectura, la profesión de su padre.
—Estaba estudiando ya arquitectura. Me gustaba porque había visto a mi padre haciendo casas. Había jugado con él. Se sentaba en el tablero y nos poníamos a diseñar pisos, edificios, ¿dónde pondrías la ventana? ¿Y las puertas? ¿Y el baño? Pero yo ya les había dicho que me quería dedicar a ser actor. Me había enterado de una escuela en el pequeño teatro de Magallanes. Era una escuela experimental, independiente, de José Carlos Plaza. El profesor, William Leyton, era un americano de los años sesenta que vino a España de visita y que para nuestra suerte se quedó, porque había sido profesor en Actors Studio y había enseñado a grandes actores americanos. Me matriculé en la carrera de arquitectura por si no servía como actor y, también, porque me gustaba. Durante tres años, hacía interpretación por las mañana y arquitectura por las tardes. Milagrosamente, saqué dos años enteros de arquitectura. En el tercer curso de la carrera, me ofrecieron mi primer papel.
—¿Y no hubo drama?
—No, tuve todo el apoyo de la familia. En ese sentido, mis padres fueron ejemplares. Pero me dijeron una cosa que nunca olvidaré: prepárate para hacerlo bien, pero nunca quieras ser el mejor actor, nunca mejor que otro, tienes que ser mejor que tú cada vez que tengas un papel, competir contigo mismo y no con los demás.
—¿Cómo ha evolucionado como actor?
—Ha sido grande, porque en la interpretación se evoluciona mucho. Si hay algo que mantengo intacto es esa especie de pellizco que siento antes de empezar una función. Y lo sigo sintiendo, aunque lleve en una función dos años. Esto es lo que hace que estés vivo. Pero se cambia mucho. La interpretación es un oficio y se va adquiriendo jerarquía con el tiempo. Vas aprendiendo a manejar los recursos. Ganas seguridad al pisar las tablas. Tienes más armas para solucionar problemas. En mi caso es lo que me enseñaron desde el principio. Sigo en esa línea: intentar hacer siempre una interpretación cada vez mas veraz, sencilla y que nunca se note el trabajo. El mejor trabajo es el que no se nota. Es cuando la gente piensa «vosotros sois así».
—Pero hay esfuerzo detrás de eso.
—Hay que logar la sencillez y huir del artificio. En ese sentido, no me ha costado seguir consejos. Fui haciendo esto con cierto criterio desde joven. En todos los repartos los actores que más me han gustado siempre son los que son más naturales y menos exagerados. Intento no hacer más de lo que tengo que hacer; vivir el personaje para que el público lo reconozca. Cada vez soy más sobrio y minimalista al contar los personajes. Intento economizar gestos y movimientos.
—¿Hubo una inflexión?
—Sí, fue cuando hice Largo viaje hacia la noche, de Eugene O’Neill, en el Teatro Español con Miguel Narros. Era una historia realista norteamericana de una familia. Está llena de situaciones dramáticas. Tuve la suerte de coincidir con un actor, Alberto Closas, que me ayudó mucho. Viendo su manera de trabajar, su sencillez, su autenticidad, haciendo realista el teatro, fue cuando dejé de hacer deberes. Hasta ese momento era un actor disciplinado: aquí te sientas, aquí te levantas… siempre muy pendiente de hacer en cada momento lo que había que hacer, autodirigiéndome en cada representación… pero esta vez fue cuando tuve la impresión de que me olvidaba de lo que había estudiado y vivía. Dejé de pensar en lo que tenía que hacer, porque me salía solo. Es como hacen los bailarines, que estudian movimientos, que son muy técnicos, pero luego, al bailar, se colocan automáticamente.
—¿Qué es lo más difícil de preparar un papel?
—A veces los personajes entran de una manera clara, pero lo más importante es entender al personaje, lo que le pasa. Saber por qué dice lo que dice y calla lo que calla. Hay que estudiar el texto. Desentrañarlo, ver lo que hay detrás… Pero una vez que los has entendido…
—Empieza lo difícil.
—Justo. Lo más complicado es contarlo de la manera más simple posible. Macbeth es un personaje que tiene capas y capas, que entra en la negrura, que asesina… Es un personaje que se presta a histrionismos, pero mi deseo, lo complejo, es hacer solo lo que hay que hacer. Tener ese punto para no estar excesivo, pero tampoco quedarte corto. La armonía es lo que hay que alcanzar, porque a veces puedes estar sobrio y hermético y frío, y otras exagerado y mal. Eso viene dado por cómo has estudiado, el montaje y la visión del director.
—¿Es más complicado una comedia o una tragedia?
—(Risas). Es más difícil hacer reír que hacer llorar. La risa sale de algo espontáneo. La de comedia es más complicada que el drama, y el drama es muy difícil. Pero la comedia requiere de unos tiempos muy precisos. Una risa a veces depende de una milésima de segundo.
—¿Cuál es la clave?
—Es algo natural, no elaborado. Tienes que conseguir que la frase graciosa o la situación simpática sea muy real y nueva para el espectador. Aunque hayas interpretado mil veces ese momento, siempre tiene que ser para ti la primera vez que pasa. Esto siempre es así, pero en la comedia esta frescura todavía tiene que estar más limpia, porque a veces es en la tercera réplica donde se produce la risa. Si en la primera y la segunda respuesta introduces una pausa más larga, la risa no se produce. Es fruto de un instante, de una sorpresa. Si dejas pasar más tiempo del que debe y de lo previsto… se pierde. Esta es una técnica que tienes que trabajar muchísimo, pero luego tiene que desaparecer para el público.
—¿Deberíamos reírnos más?
—Sin duda. La risa es liberadora. El humor es un síntoma de la inteligencia. Es un bálsamo para tantas preocupaciones… Estoy convencido de que la gente con sentido del humor, con capacidad para reírse de cosas serias, sin faltas de respeto, y ver todo a través de su prisma, es gente más feliz. Deberíamos reírnos más y no tomarnos tantas cosas en serio. Relativizar ciertas cosas que nos agobian y que nos enfurecen y nos enfadan, porque nos enfadamos y preocupamos por cosas que no son importantes.
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Un hombre es la suma de facetas y planos distintos. Carlos Hipólito es un actor de teatro, pero también de cine y televisión, quizá porque es en la variedad donde el talento se prueba. Ha trabajado con José Luis Garci (Historia de un beso, Tiovivo 1950, You’re the One y Sangre de mayo, entre otras), Pilar Miró, Gerardo Vera y Carlos Saura, entre otros…
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—¿Cuál es la diferencia entre teatro y cine?
—Para el actor, la cuestión es adecuarse a la mecánica del medio. Antiguamente existía más diferencias entre el cine y el teatro, porque los actores antes eran más exagerados y recitativos. El cine conllevaba más naturalidad. Pero esa frontera ha desaparecido, porque el teatro se hace cada vez con mayor verdad y naturalidad. Delante de una cámara se puede hacer más contención gestual, porque un primer plano cuenta sin apenas un gesto. Esa mirada en el escenario no existe. Necesitas un texto. Eso no quiere decir que la interpretación sea exagerada, pero sí es verdad que tienes una forma de desarrollar el personaje muy diferente, porque es ordenado. En el teatro evoluciona.
—¿Y en el cine no?
—En el cine nunca se trabaja así, sino en desorden. Es muy difícil, entonces. El estudio del personaje es muy exhaustivo y tienes que tener claro cuál es la línea del personaje y su evolución emocional. Hay posiciones y marcas en el cine que debes respetar; en el teatro hay más libertad de movimientos. Pero finalmente, la mayor diferencia entre el teatro y el cine es que en el cine el director es el rey, y en el teatro el actor es el rey. Eres tú el que recibe el feedback y puedes reconducir la situación. Lo puedes conseguir con tu actitud. En el cine tu trabajo está observado por el director; el espectador ve lo que desea el director; en el teatro el espectador mira donde quiere. En el cine hay manos que manipulan: se edita, se añade música…. cuando ves al final el resultado te sorprende, y muchas veces para mejor. También se da que hay momentos que te gustaban y que luego no están. En teatro eres tú.
—Cuéntame cómo pasó. Usted es la voz de la serie. ¿Cómo es actuar solo con ella?
—Es muy interesante. El trabajo de Cuéntame iba a ser un trabajo anónimo, pero con la longevidad de la serie la voz se ha convertido en un personaje más, y es como si yo mismo saliera. Es muy bonito que con solo la voz hayamos conseguido crear un personaje, ese Carlos adulto que reflexiona. Lo que he intentado es lo mismo que si saliera en imagen: darle verdad a lo que se dice y lo que está diciendo.
—El teatro resiste a pesar de la pandemia.
—El teatro es un fenómeno terminal con salud de hierro. Ha aguantado todo desde Grecia, y ha habido guerras, desastres, epidemias… teatro seguirá existiendo mientras haya humanidad. Y el cine también, lo que pasa es que cambiará de soporte. El cine lo consumíamos hasta ahora en salas. La pandemia ha afectado mucho a nuestro sector, como a distintos estratos y partes de la sociedad. En el terreno laboral, para nosotros ha sido una hecatombe, a pesar de que existiera la posibilidad de acudir al teatro. La reducción de aforo ha supuesto una pérdida tan brutal de ingresos para los productores que casi hace imposible rentabilizar los espectáculos y sacar provecho. Un montón de gente se ha quedado por el camino, al igual que pequeñas y medianas empresas vinculadas al teatro: el vestuario, el alquiler de iluminación, la construcción de decorados… otros oficios vinculados con el nuestro. El teatro es más que actores y directores.
—¿La consecuencia?
—Ahora las producciones son más pequeñas, porque los empresarios arriesgan menos, son más cortas y con menos intérpretes. Nos está afectando mucho, pero también ha habido un montón de público que, a pesar de lo que muchos puedan pensar, necesita el teatro y le gusta el teatro igual que a otros el fútbol. Incluso en plena pandemia el público venía al teatro. Cuando salía siempre decía: «Muchas gracias por venir». El teatro no va a desaparecer nunca. Igual que todo lo que la gente hace en directo, como la música. El público está ansioso de cosas en directo, porque todos estamos enlatados. La covid nos ha afectado de una manera brutal, y la cultura no se ha colocado donde debería en cuanto a su importancia. Muchas veces se trata de quedar bien con ella. Nunca se presenta como un elemento de primera necesidad. Me revolvió una frase de los dirigentes de Vox, que afirmaron que con esta epidemia se había demostrado que los titiriteros eran prescindibles, a diferencia de los campesinos. Deberían preguntarse si la gente no leyó ningún libro, no vio ninguna serie o película en la televisión. ¿A que todos lo hemos hecho? Eso demuestra que escritores y actores sí somos imprescindibles.
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