Son las seis menos cuarto de la tarde y Carlos Mayoral está fuera de foco. Desde que comenzó esta conversación luce borroso. Acaso porque no está cómodo. O porque la timidez le rasura el habla y le deja lampiño el gesto. No importa la pregunta, todo en el rostro del joven escritor va a parar a la mueca lisa de los que ni suben ni bajan una escalera. De los que se atascan. De los que salen a la calle sin ganas de dar titulares, quizá porque ya los escribió a balazos en las páginas de Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza), un libro que Carlos Mayoral ejecuta con belleza y potencia. A la mirada de Carlos Mayoral, todo sea dicho, la recorre una electricidad de bomba desactivada. La pólvora dormida de los medrosos cuando huyen de su propia fuerza.
El caso es que hemos venido a hablar del XIX, del espíritu melancólico de aquel tiempo que recorre la prosa y el personaje de Carlos Mayoral. Hace ya dos años saltó a la palestra usando la voz de un maldito. Escondido en un heterónimo, habló bajo la sábana de un fantasma. Haciéndose llamar La Voz de Larra, aquel inmenso escritor del oscuro XIX español, Mayoral amasó 38.000 seguidores en las redes sociales. No es poca cosa la cifra, podría incluso considerarse multitud en un mundo en el que a pocos importa la única y verdadera tragedia: la literatura, ésa con la que durante años Mayoral ha alimentado su vida y su personaje. Sacó a pasear Mayoral un espectro y se encontró, caramba, ante la tentación de quitarse la mortaja del Pobrecito Hablador y salir con su propia levita. Y así lo hizo, con éxito además. De eso hemos venido a hablar hoy: de fantasmas. Los que viven dentro y fuera de los libros. Los que se juntan en los pasillos vacíos de un palacio cerrado al público a esta hora: las seis menos cuarto de la tarde. Y aunque los espíritus no meriendan, no está de más intentarlo.
Bien cargaditas por el diablo, expuestas en una vitrina de la sala XIX del Museo del Romanticismo, las pistolas o al menos una de las que usó (dicen) Mariano José Larra para quitarse la vida ante un espejo, no le iluminan el rostro a Carlos Mayoral. Alguien que haciéndose llamar La Voz de Larra y se abrió paso apretando el gatillo de su propio ingenio se apaga ahora ante ellas. Ni arquea siquiera la ceja Mayoral ante los artilugios con los que el maestro se reventó la sien. Pero de eso va este asunto, de batirse a duelo hasta saber quién es este hombre que nació lector y melancólico en una casa sin libros. A ellos llegó desesperado. Y entre ellos vive.
Ingeniero informático tocado por el talante del letraherido, Carlos Mayoral publicó un primer libro, Etílico (Libros.com, 2016), con el que recorrió los vasos ya secos de la historia de la literatura. Un compendio de los bebedores que regaron a lingotazos las bibliotecas del mundo. Justo un año después, Mayoral regresa con una colección de perfiles, crónicas y episodios literarios en el que revisita a los clásicos: desde la Generación del 98 —a la que tanto mienta—, pero también a los infelices de manual —suicidas y otros espectros—, así como autores escarmentados por su propio genio. Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza) picotea versos de Leopoldo María Panero para afirmar que él también, como el novísimo, comienza a sospechar que todo es falso, excepto la literatura.
El mar de Alfonsina Storni y las piedras en los bolsillos de Virginia Woolf; la Silvia Plath que quiso proteger a sus hijos con una tostada con mantequilla antes de meter su cabeza en el horno; un Unamuno al que Mayoral suicida sin pudor o un Roberto Bolaño al que atornilla en su altar de santo laico. Todo eso, claro, escrito con una voz lo suficientemente potente como para salir ilesa de las paperas a lo Foster Wallace, esas lecturas infecciosas por las que todos pasan antes de coger el toro por los cuernos. Y Carlos Mayoral, aunque desaparezca en el pugilato de esta entrevista, lo consigue en las páginas de este libro. En Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza), Carlos Mayoral se bate como los boxeadores o los poetas, esos que según él mueren dando golpes. Sobre eso habla, sentado ante la mesa de pino de la biblioteca de un palacio madrileño, el del número 13 de la calle San Mateo: el museo del Romanticismo, el sitio ideal para practicar el espiritismo de los melancólicos.
Lo extraño hoy es mirar atrás. Y usted lo hace, todo el tiempo. ¿Carlos Mayoral, La Voz de Larra, es un neo-melancólico?
Sin duda —dice con las manos en la mesa. Desde que se quitó las gafas para la foto no ha vuelto a colocárselas, así que luce aun más joven—. La melancolía es un arma para defenderse de los recuerdos y en la literatura el recuerdo es básico. Por eso la melancolía funciona como una manera de moldear el pasado a tu gusto. En un libro como este, que basa todo su corpus en una mirada hacia el pasado, la melancolía es esencial.
La mayoría de sus vivencias pasa por la trastienda de la literatura. ¿Son suyos esos recuerdos o forman parte del repertorio de su personaje?
Son míos. Creo que la literatura y la vida están íntimamente ligadas. Cuando uno lee, conecta con su propia vida. Es normal recordar una lectura pasada y asociarla con un amor perdido, un familiar, un padre, un momento. Ese es el tipo de coincidencia que me interesa.
En Etílico ya existía un elemento trágico que reaparece en este libro. ¿Usted, como la Generación del 98 que le obsesiona, vive un fin de ciclo?
La palabra clave aquí es «tragedia» —Mayoral avanza como quien enciende y apaga un mechero, despista con frases cortas que hacen pensar que ha acabado el renglón, pero entonces vuelve a comenzar—. Y sí… está muy presente en ambos libros. Sobre la tragedia siempre se construye la mejor literatura, aunque luego puedas disfrazarla. Hacerla más cómica o menos. Por ejemplo, La Celestina es una tragicomedia, una palabra que me encanta. Sin embargo, siempre está el poso de la tragedia por debajo, lo otro es un disfraz.
El XIX es un siglo trágico, pero su fatalidad entraña cierta candidez. ¿Como aquellos poetas del XIX, usted todavía cree que la literatura paga las facturas?
El XIX es el siglo donde la literatura comienza a ser personalista. Antes, un soneto podía llegar a tus manos sin saber a quién pertenecía. Ni siquiera importaba saber si pertenecía o no a Quevedo. El producto del escritor surge en el XIX, cuando aparecen los Lord Byron de turno, asociando al escritor con una marca. Por eso los románticos son los primeros que llevan la literatura a la vida y que hacen correr la literatura en paralelo con su propia vida. En el libro tengo un capítulo sobre Espronceda, que es el romántico arquetípico español. Es muy significativo cómo él mismo va moldeando su obra, El canto a Teresa o La canción del pirata, todo gira en torno al contexto social. Es inseparable la literatura de su vida y por eso me gusta tanto el XIX. En este libro ocurre eso. El autor, la primera persona que narra, está muy ligada a la obra.
El archipiélago Mayoral repite nombres e ideas: Panero, Larra, Poe, Plath. También el miedo y la muerte como islotes principales. Todo apunta hacia algo crepuscular, que llega a su fin.
La muerte, el Tánatos, es un tema capital. Está en todos los autores, cada uno la moldea. La muerte del Quijote, por ejemplo. El último capítulo del Quijote ha dado los mejores párrafos a la literatura. También en Plath la muerte es una escapatoria. Esa sensación de ‘no puedo más con esto, acuesto a mis niños, les doy una tostada de pan con mantequilla y escapo, me voy’. También Virginia Woolf, que intenta suicidarse varias veces. Me llaman la atención los suicidas que lo intentan varias veces. Yo no sé si, de haber sobrevivido a ese balazo, Larra lo habría vuelto a intentar. Sin embargo, Virginia lo intenta una y otra vez. La muerte es un personaje. En este libro y en la literatura universal.
La muerte es una compensación para la insatisfacción, que es lo que busca la literatura. Y usted es un entusiasta del tema. ¿Su fe en ella encarna cierta candidez?
Creo en la vida literaria. Por eso hay esa mímesis con Larra o Valle, una tentativa de estar con ellos en el mismo párrafo, ser parte de su pupila, ver lo que ellos han visto. Larra muere con 27 años, pero con 14 ya leía La Ilíada y traducía del latín. Es muy precoz, y en tan poco tiempo genera una obra. Biográfica y bibliográficamente, su vida es muy literaria.
II
Le puede el pasado a Carlos Mayoral. Y no es extraño. Nació en un año grueso, 1986. Esa fecha bisagra en la que una España oscurecida, tiznada por el franquismo, daba paso a otra con vocación soleada. La transición. La democracia. El ingreso en la OTAN y la gran fiesta de la Unión Europea. Todo pasaba frente a sus narices, aunque él no lo supiese. Como buen habitante de una frontera entre un tiempo malo y otro mejor, Mayoral se apuntó —sin saberlo— al biberón de los fines de ciclo. Chupó con ansiedad de bebé hambriento. Mamó de los libros que se juntaron como una deuda que él amortizó con el crédito de la apertura. Un hijo de la democracia. Alguien que superó a sus padres con el festín que concede la historia a los que ya no tienen una posguerra que llevarse a la boca.
Carlos Mayoral nació en Madrid pero creció en Villaviviciosa de Odón, una localidad al oeste de la capital, que ya lo atraía con su reclamo de avenidas iluminadas, borracheras promisorias y orgiásticas fantasías literarias. Por eso vive Mayoral con un pie en el presente y otro en lo que ya ocurrió, porque nació con hambre. Una que él ya no recuerda. A lo largo de la conversación, Mayoral deja las manos a la vista. Las posa sobre la mesa, que hace más las veces de tablero que de mueble. Pálidas, de uñas aseadas y dedos que delatan buena letra, Mayoral deja quietas las manos como si esperase a que un puntero arrancara de la madera algún mensaje perdido en el tiempo. Quizá por eso escribe Mayoral: para no perderse en la larga noche —o el amanecer, quién sabe— del siglo que le ha tocado vivir. Serán los fantasmas que a él tanto le gustan los que guíen la conversación de esta tarde.
Quien lee Empiezo a creer que es mentira (Círculo de Tiza) consigue un puente de plata hacia la literatura, un recorrido sin baches hacia la gran carretera de la página impresa, desde sus estepas más importantes y sus silencios de olvido, Leonor López de Córdoba o Isabel de Vega, hasta los transitados parajes de un Machado, un Borges o un Unamuno, que Carlos Mayoral trabaja con ingenio y talento. Flojea a veces, depende de cómo se mire, con García Márquez e incluso desafina con Gloria Fuertes, pero sale bien librado, eso sí, por la coherencia de su propósito. Lo deslumbra la autodestrucción, el alcohol, el suicidio, la frustración, la poesía. El acné del espíritu y la incontinencia de la vocación. Esas ganas de ser algo más que riega el camposanto de los escritores en las bibliotecas.
El mayor signo de coherencia de Mayoral se esconde en ese hilo secreto que borda, en una misma cicatriz, la distancia que separa dos siglos, el XIX y el XX. Acaso filtrado por la mirada pesimista de la Generación del 98 en la que Mayoral tanto se significa, Mariano José de Larra —el álter ego del entrevistado— permanece como una figura tan lúcida como castigada. Sí, una vida escarmentada por una España a la que el escritor decimonónico dedicó páginas y páginas de la más aguda reflexión y que sin embargo hizo con él lo que un desamor. No fue Dolores de Armijo el despecho de Larra. Fue España. Y acaso por eso se voló la tapa de los sesos. Larra es el símbolo de la nación como frustración. El lustre de la pistola con la que Larra se quitó la vida es la metáfora de un siglo que prometía claridad y terminó en penumbra. Su muerte fue, acaso, un excesivo gesto del genio romántico pero también una imagen que interpela. Una que Carlos Mayoral resucitó, consciente o inconscientemente, como escaparate colectivo.
Mayoral tiene un problema con los libros… y con la bebida —el alcohol aparece en todas partes, como los libros—. No está mal, la verdad. La literatura como sustituto de algo más, ¿pero de qué?
La literatura, al igual que el alcohol, altera la conciencia. Y esas dos alteraciones me interesan mucho. La literatura y el alcohol te ayudan a escapar de la vida, a escapar del presente. Comenzamos hablando de cómo el pasado influye en la melancolía y por eso estoy convencido de que la literatura te permite escapar del presente.
La melancolía es ansiedad. Es como un Bovarismo, una insatisfacción. Percibo esa sensación en casi todos los personajes que elige: Larra, Plath y Bolaño, lo cual por cierto es preocupante. ¿Ya mató a Bolaño?
Para mí Bolaño es el mejor autor del siglo XXI a pesar de que su mejor obra, Los detectives salvajes, sea de los noventa.
A usted lo que le gusta de Bolaño es su tragedia, el hecho de que todo cuanto leamos de él solo pueda ir a peor.
Y lo elige él, además. Y eso es algo que me gusta mucho. Él se está muriendo de hambre, malviviendo por Europa y México, podría trabajar en una cadena de comida rápida y no, él decide dedicarse a la literatura.
¿Pero no le parece una épica adolescente, como el parnasianismo? ¿No está usted mayorcito como para fascinarse con Bolaño y Panero? ¿Le pega esa combinación?
No me gusta que digas que no pega. Bolaño y Leopoldo María son figuras muy contemporáneas, a pesar de que hayan desaparecido. Tienen conexión. En 2666 Bolaño habla de Panero. Esas almas melancólicas y autodestructivas tienden a reconocerse unas a otras. Hablabas de los parnasianos, pues daba la sensación de que Baudelaire y Verlaine tenían que juntarse. Pues es así: Bolaño cambia el sino de la literatura en castellano precisamente por ese alma melancólica y autodestructiva que tiene. Sin ella no lo hubiese conseguido.
Bolaño es el mayor parricida, nos dio permiso de matar el Boom. Y por eso se paga un precio.
Bolaño mata al padre pero también lo conoce muy bien. Tú puedes matar al padre o adherirte a él, pero no puedes desconocerlo, y ese es el caso de Bolaño, que conoce muy bien el boom a pesar de haberlo matado. El mayor hito de Bolaño es cómo cambia una manera de narrar. Él consigue esa novela río, que va desfigurándose, con partes que no tienen aparente conexión. Eso no existía. Pero lo hereda de Cortázar.
Si hereda algo como eso será de Faulkner, y a Faulkner ya lo había leído García Márquez. Lo que quizá lo distinga es que nadie había hecho eso en la generación siguiente.
Bolaño es un gran bibliófilo, porque forma parte de escribir. La lectura forma parte de ella. Esto nunca lo he dicho, te lo digo a ti ahora: estoy escribiendo una novela larga, y me sale soltar de vez en cuando a un Faulkner, a un Joyce. Bolaño conocía todo eso y lo hacía de forma natural. En castellano él es el primero que lo hace. Lo que sí es cierto es que él bebe mucho del boom, a pesar de que lo mate.
En el libro hay una voz lectora y al mismo tiempo una voz autora. Estamos ante un lector-autor, y me lo acaba de confirmar.
Sí, eso es algo cierto. Creo que un joven escribe mal, por definición. Borges lo decía: que los jóvenes eran barrocos porque no tenían nada que decir, y yo estoy de acuerdo con esa afirmación. Hay muchos capítulos donde aparece un tipo que cree que escribe y en realidad escribe muy mal. Y eso es algo inherente al escritor, lo que pasa es que cuando una persona es lector de algún modo ya es escritor.
No me ha contestado: ¿por qué tiene tanta fijación con la Generación del 98?
Para mí el 98, y aquí estoy metiendo también al Siglo de Oro, la Generación del 27, el Boom, es la más potente de nuestras letras.
Espere, ¿qué comparten el Siglo de Oro, el Boom y el 27? ¿Acaso su excepcionalidad?
Es decir, ahora se lleva mucho esto de la literatura comparada. Yo veo mucho más talento intelectual en el 98. Antes decías que el siglo XIX es un siglo trágico, y lo es. Tres guerras civiles, se pierde una república, hay un caos genera..l. Los primeros que ponen los pies en la tierra y dicen que hay que analizarlo y glosarlo son ellos. Da igual de qué forma, si el ensayo de Unamuno o la poesía de Machado que la novela de Azorín o el teatro de Valle. Le ponen palabras a la tragedia española, algo que hasta entonces nadie había hecho, excepto algún Galdós lejano y los artículos de Larra. El resto no.
Larra tiene, todo sea dicho, una relación complicada con España, entre la pena y el extrañamiento.
Hay un momento en la vida de Larra, su viaje a Portugal y luego a Inglaterra, que supone un periodo complejo para él. Esos meses son capitales. De hecho, se suicida poco después de eso. Algo así le ocurrió a Unamuno. Toman distancia con el país, se autoexilian. Bueno, en el caso de Unamuno, sí. Pero consiguen ver las cosas desde fuera y lo que ven no les gusta. También hay algo en Larra de lo que pudo ser y no fue, ese idealismo político que siempre tuvo y que aplica en su vida.
Repite mucho aquello de dejar un bello cadáver, un mantra que protege de los errores y los desaciertos de la vejez. La opción que toma Larra por la dramaturgia es fallida, a diferencia de su prosa.
El problema es que el teatro del romanticismo ha envejecido muy mal. Hoy lees el Don Juan de Zorrilla y piensas: «¿Pero cómo has podido soltar este ripio?». Y es cierto que eso puede ocurrir con su teatro e incluso que su novela no sea excelsa, pero sus artículos sí.
De no haber sido por Umbral no hubiésemos llegado a Larra. Muchos columnistas reivindican a Pla, Camba, Chaves Nogales, y muy poco a Larra.
Larra se lee muy poco. Su prosa periodística no sólo no ha envejecido, es que demuestra que el nivel ha bajado. Yo creo que Umbral hereda algo de ese ingenio y de esa elegancia. Y por cierto, Umbral no sólo recupera a Larra, también a muchos de la generación del 98, también ese acercamiento a Ramón Gómez de la Serna. Pero me quedo con esa sensación: hoy no se lee a Larra y no sé por qué, si su prosa es muy actual.
Hay una crónica en el libro en la que el Real Madrid y Stephen King parecen algo, cómo decirlo, que toca esconder. ¿Cómo se lleva con el best seller canónico?
Muy mal. No creo nada en las listas de ventas. Los libros tienen un tiempo y quizá no sea el momento para que lea 50 sombras de Grey.
Se lo pregunto porque Stephen King, relegado a la etiqueta best seller, es un púgil, un gran boxeador, como se refiere usted a los poetas.
De todos los autores que se pasean en el libro, Stephen King es de lejos el que menos admiro. Pero veo todo lo que dices y creo que es necesario que se conozca. La literatura norteamericana basa su éxito en el terror. Poe, Lovecraft, la generación perdida… y este tipo le da una vuelta a todo eso. Es un best seller pero es un best seller continuado. Eso hace suponer que es un clásico.
Enhorabuena por decir que el Nobel a Dylan era una vergüenza. Porque si de poesía se trata, Leonard Cohen iba antes.
O Woody Allen.
III
Tiene su aquel que Mayoral mencione a Woody Allen, el hombre que ha psicoanalizado a medio mundo tartamudeando con un Menorah en la mano. El mismo que inventó al actor desenfocado de Desmontando a Harry, y que aparece en esta sesión por un asunto de analogías. Pero bueno, ese es otro tema. Que el Juan de Mairena de Machado le quitó el aliento hace unos años es lo único que concederá Carlos Mayoral a quien pregunta esta tarde, la pepita de oro del pico y pala de sacarle un titular, como quien extrae una muela al paciente aterrado. La verdad, como los dientes, duele cuando alguien intenta sacarla a la fuerza.
Quién era y qué le ocurría a Carlos Mayoral cuando leyó una versión escolar de aquel volumen del poeta es algo que cuesta averiguar. Sin embargo, debió de resultar providencial, aunque él no lo aclare y prefiera dejarlo en el aire. Quedan entre medias los espacios en blanco, los cabos sueltos en la biografía de quien comenzó leyendo libros de historias adaptadas al cine y terminó en el intento de tutearse con los clásicos. Ignora quien pregunta si hay en Carlos Mayoral algo de aquel Francisco Umbral que pergeñaba sus cartas noctámbulas para los oyentes de La Voz de León, aquella emisora de radio para la que trabajó el columnista entre 1958 y 1961,y en la que quemaba insomnios como cerillas. No llegaremos a saber si Mayoral está tocado por ese espíritu. No lo sabremos, al menos en un tiempo. De momento ahí está la gasolina, la pólvora tímida de quienes sólo estallan ante la página en blanco.
El lector percibe un niño que quiere venir a Madrid, porque Madrid es literario. ¿Qué pasó con usted? ¿En qué sopa se cocinan los elementos del personaje Mayoral?
El niño está presente en el libro. Más que el niño, el adolescente. A mí la literatura me sacudió siendo muy joven. Yo no nací con vocación lectora, ni mis padres son grandes lectores, no me he criado en una familia que me haya inculcado una necesidad de lectura especial, pero cuando llegué al instituto y en la universidad me sumergí en ese mundo de los libros. Siempre digo que los libros tienen que llegar en el momento exacto, y a mí las lecturas me han marcado todo el camino que me condujo hasta aquí. Comencé a leer libros que no leería en mi vida ni que nadie había leído, ni mi madre ni mi padre, estaban llenos de polvo. Eran libros sobre historias llevadas al cine. Pero bueno, me inicié con otras lecturas, pero esos eran los libros a los que recurría. La historia borrosa de una voz, que apropiándose de otra, va buscando la suya.
Una primera experiencia lectora que recuerde, por favor.
Lo que el viento se llevó. Yo era de esos lectores que acababan los libros. Y recuerdo que ése fue el primer libro que dejé. Y desde entonces es práctica habitual.
¿Cómo llegó la literatura, entendiendo por literatura aquello que usted valora?
El primer clásico ante el cual me di cuenta de que estaba ante algo diferente fue el Mairena, de Machado. Tendría 18 o 19 años. No era ni siquiera el libro físico del Mairena, sino una selección de párrafos en un libro de texto. Al leerlos, pensé: «¿Y por qué me estoy perdiendo eso?». Fui y me hice con una edición en una biblioteca de mi pueblo, de Villaviciosa, que era el Mairena y unas coplas. En ese momento me di cuenta de que, sin saber por qué, me estaba perdiendo del placer de esas lecturas. Y me pasó con el Mairena, y después de muchos años, sigue siendo mi autor de cabecera.
¿Qué hace que un estudiante de ingeniería informática termine raptado por la literatura? ¿Quién raptó a quién: la ingeniería al letraherido o la literatura al ingeniero?
Hay una supuesta oposición entre las ingenierías, las carreras técnicas, y las letras, pero cuanto más retrocedes en el tiempo ves que no es así. Larra estudió medicina, por ejemplo. Si te vas a Jovellanos, en el siglo XVIII, pues verás que en ese entonces era imprescindible que alguien que escribiera supiera de leyes o de matemáticas. Yo no me las estoy dando de humanista ni mucho menos, pero sí que creo que pueden estar íntimamente ligadas.
Ahí está la clave de su biografía con la que no termino de dar y de la que se ha escapado ya varias veces en esta conversación. ¿Cómo irrumpe la literatura en su vocación vital? ¿Qué lo empuja hacia la estantería? ¿Qué lo empuja a Julio Verne?
A Verne lo recuerdo como la primera necesidad que tuve de leer. Compré dos volúmenes gigantes con cinco o seis obras de Verne cada uno. Estaba todavía viviendo en el pueblo, y pensaba entonces «tengo que llegar a casa para leer». Tendría 15 o 14 años. Creo que no fui conscientemente lector hasta el Mairena, pero sí que hay una inclinación hacia la lectura que no tengo ni idea, de verdad, de dónde viene.
La está escondiendo. Su relación con la literatura es demasiado narcótica. Creo que hay más relato de lo que parece.
Te diré que en algunos momentos de mi vida lo he necesitado, mucho. En esta conversación hemos mencionado varias veces la palabra «escapar», y yo lo he necesitado en muchos momentos, especialmente en la juventud. Puede que lo esté escondiendo un poco.
Un poco no. Lo está escondiendo, aunque esto es una entrevista, no un paredón. Pero se lo pregunto porque lo de Carlos Mayoral como personaje y persona se construye leyendo.
Sí —ese sí suena desganado, famélico, quedo, anodino… es un sí sin sangre en las venas—. La literatura forma parte de mi biografía.
¿La real o la ficcionada?
No, no… la real. Vamos, que está ahí.
Con ficcionada me refiero al personaje Mayoral. Todos nos hacemos un personaje. Asumo que usted ha creado uno, ¿no?
Sí, sí, sí —suena rara esta metralleta floja de síes—, pero es como te decía: al final es una coraza para defenderte de muchas cosas.
¿A qué edad llegó a Madrid?
Nací en Madrid, aunque he vivido fuera. Vine aquí, a la facultad, a estudiar ingeniería. Estuve un tiempo en que iba y venía. Y me establecí ya mayorcito, trabajando.
No logró acabar con los clásicos, pero a su manera les ha dado vida. ¿Es Mayoral a los clásicos lo que Netflix a la tele?
Sacando a Mayoral de la ecuación, sí creo que debe de existir algo de Netflix en la literatura, porque la manera de consumirla está cambiando. Pero no creo que Carlos Mayoral esté cambiando nada.
Bueno, su cuenta tiene 38.000 seguidores y hay quienes insinúan que Andrea Levy se fía de sus recomendaciones.
(Risas) Somos muy amigos, desde mucho antes de que ella se hiciera una rock star. Nos conocimos por lecturas. Ella estaba leyendo un libro sobre el que discutimos mucho, y sí, hablamos mucho de lecturas. No creo que Andrea (Levy) se guíe por mí. Pero es una figura que me gusta, porque rompe con ese guerracivilismo trágico, que no me gusta nada en este país.
¿Se ha abierto un nuevo ciclo lector? ¿Su generación lee de una manera diferente?
Estoy convencido de que sí. Por ejemplo, este nuevo fenómeno poético. Yo me considero lector de poesía antes que otra cosa y aunque no consumo el tipo de poesía actual sí soy capaz de ver en ellos un cambio…
Pero sí han existido pandillas de esas desde el inicio de los tiempos: románticos, vanguardistas, realviceralistas. Y creo que en este etcétera, la cosa se renueva a la baja.
Pero mira el soporte. Eso es importante. Loreto Sesma, una chica muy joven, saca sus poemas en YouTube con música. El soporte cambia.
Pero no lo es todo.
Sin duda, pero hay que adaptarse un poco a eso. Los episodios nacionales se publicaban en fascículos en un periódico. Hoy eso es impensable. ¿Estamos ante nuevos lectores? Obviamente sí. Estos chicos tienen miles y miles de lectores y a Machado en cambio lo leen cien. Y eso también ocurre en novela y en el teatro. Esto de las redes sociales destruye los candados y las llaves, todo es aperturista. Hay una cosa que no me gusta de estos chicos, porque me da la impresión de que no han leído los clásicos.
¿Cuál es el fantasma más potente de este libro: Panero, o Larra?
Diría Larra, por encima de Panero. Larra tiene respuestas para todo. Tiene crítica literaria, crítica social, política… Panero tiene años de brillantes y luego se pierde en la nebulosa de su locura. Larra es lo que realmente vertebra este libro.
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