Carlos Pumares respondía que no, que no odiaba a John Boorman. Despreciaba su cine, abjuraba de todas y cada una de sus películas y, hasta lo que alcanzo a recordar de mis noches de insomnio adolescente, profería gritos, exabruptos, maldiciones, bordeando el insulto si el incauto oyente preguntaba si no debería salvar de la quema al menos La selva esmeralda o Excalibur. Pero odio, no. Ese sentimiento era como el amor, demasiado profundo, tan elevado, tan nuclear que no se podía desperdiciar en un tipo de Surrey que perpetraba, a su juicio, películas infames.
Disfrutaba de esa corrala radiofónica, de las llamadas subsiguientes de los fieles consolando al locutor por tener que aguantar a esos advenedizos que se atrevían a sacudirse el polvo de las estrellas mencionando a directores infectos. Aquello era un templo del cine; Pumares, su Santo Padre y los herejes serían excomulgados.
Pensé varias veces en llamar. Preparar una celada, preguntarle por algunas de sus películas fetiches. Esperar que bajara la guardia. Me lo preparé. Sería con Centauros del desierto. Fácil, lo reconozco, pero no me negarán que la elección para engatusarlo era de las incontestables. «Don Carlos, ¿cómo se pudo valorar tan poco en su momento los hallazgos cinematográficos de esta obra cumbre de John Ford?».
Él rememoraría las cabalgada de Ethan y Martín, el duelo con el jefe Cicatriz y lo imposible de adaptarse a un mundo que ya no es el tuyo. Justo ahí, en pleno clímax de la homilía radiofónica, el joven estudiante de COU soltaría: «Qué verdad lo que dice, don Carlos. Fíjese que a mí me parece que Boorman hizo lo mismo en La selva esmeralda. Salvando las distancias, Bill Markham era el Ethan del indigenismo y el ecologismo». Entonces estallaría una armagedón hertziano.
Siempre me he arrepentido de no reunir el arrojo para hacerlo. Seguro que hubiera sido un momento cumbre en la historia radiofónica patria. Pumares, como poseído por el espíritu del capitán Haddock, exclamaría: «¡Botarate, ígnaro, batracio…!». Diez mil tifones atronadores sacudiendo la noche y yo, tan secreto como gamberro admirador del cinéfilo genio, subiría bajaría el volumen de la radio aunque mi hermano se despertara sobresaltado en plena madrugada.
No, no tuve coraje para perpetrar la chanza. Total, era solo eso, el deseo adolescente de batirme en duelo con uno de mis ídolos nocturnos. Llevarle la contraria sin convicción pero con la certeza de que la provocación surtiría efecto y, qué carajo, pasar un buen rato vacilando a don Carlos Pumares.
Entonces no me atreví y ahora, si Pumares siguiera vivo y yo fuera igual de cenizo, la cosa habría terminado con ambos vapuleados por una cáfila de patéticos inquisidores. La payasada, amplificada por las redes, se hubiera vuelto incontrolable, y Pumares objeto de las mayores censuras por haber insultado, merecidamente sin duda, a un joven oyente. Algunos habrían perpetrado memes más o menos hirientes, barrunto que Pumares habría sido reprendido por sus jefes y lo que era una patochada, una cachondada sin mala intención, habría azorado al autor y perjudicado a la víctima de su justa ira. Fabulo que algún patán habría recogido firmas para la cancelación del programa.
¿Exagero? Puede, pero si no tuve valor entonces, ahora en la era de los torquemadas y los ofendiditos, muchísimo menos. Aunque sólo sea por la infinita pereza de estos tiempos en que el polvo de estrellas se convierte en fango a poco que se junten cuatro bobos esféricos con ganas de condenarnos al aburrimiento. Ojo, que no les odio, pero, don Carlos, convendrá conmigo que es jodido compadecerlos.
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